Los Misterios de Graciela
Calvert
La Voz en el Archivo
por Rodriac Copen
Graciela Calvert trabajaba en silencio, como casi siempre a esa hora incierta de la tarde en la que la ciudad parecía contener la respiración entre la lluvia y el tráfico.
La luz del departamento en Almagro era tenue, como era común durante las últimas horas de un sábado nublado. Sobre la mesa, el micrófono, una taza de té olvidada y una pila de libros que llevaba días aplazando.
Estaba preparando un episodio de su podcast sobre autores perdidos en la historia literaria argentina, y para ello había conseguido un puñado de archivos sonoros digitalizados por una vieja radio comunitaria de Avellaneda.
Le puso play al siguiente mp3 sin mucha expectativa.
Al principio solo escuchó estática. Luego una música de cortina, violines desgastados por el tiempo. Y entonces una voz femenina, suave, ligeramente temblorosa.
—“Buenas noches… soy Amalia Vardés…”—
Graciela se quedó quieta. Había leído ese nombre en una nota marginal de un diario viejo, una escritora prácticamente desconocida de la década del treinta. Pero nunca había escuchado su voz.
—“Voy a leer un fragmento de mi cuento ‘La Mujer del Andén’…”—
El audio hizo un chasquido, como si el tiempo mismo carraspeara. Luego, la lectura comenzó. Una historia de desamor como tantas otras. Una mujer traicionada por alguien en quien confió demasiado, una noche de lluvia, un andén desierto, una carta que nunca llegó a entregarse.
Graciela sintió un frío en la nuca.
No porque el cuento fuera triste, sino porque era exactamente su historia. No era parecida. Tampoco similar. Era exactamente su propia historia. El nombre del hombre era el mismo que el de aquel novio que había hecho pedazos su corazón años antes de conocer a Elías Rowe. Incluso el apellido coincidía, aunque en el cuento la autora lo había disfrazado apenas, agregándole una letra.
—“No… no puede ser.”— murmuró Graciela mientras se quitaba los auriculares —“No tiene sentido.” —
Elías apareció desde el dormitorio, con un manuscrito en la mano y la expresión cansada después de una larga jornada de trabajo.
—“¿Qué pasó? Tenés una cara… “— dijo sin terminar la frase. Se apoyó en el marco de la puerta.
—“Escuchá esto.”— pidió ella, volviendo a correr al audio desde el principio.
Cuando la voz de Amalia volvió a sonar, Elías arrugó el entrecejo.
—“¿Y quién es esta mujer?”—preguntó.
—“Una escritora poco conocida. De los años 30 o 40. No figura en casi ningún lado. Pero eso que relata… es lo que me pasó a mí. Palabra por palabra.” —
—Bueno… quizá lo estás interpretando a tu manera. A veces…”—
—“No, Eli.”— lo interrumpió Graciela —“ Dice su nombre. El mismo nombre. Y la escena en el andén. Y la lluvia. Y la carta. ¿Sabés cuántas veces pensé en eso? ¿Cuántas veces me reproché no haberle dicho lo que sentía en ese momento?” —
Elías guardó silencio un instante, y luego apoyó su mano en el hombro de Graciela.
—“Busquemos quién fue. Puede ser interesante para el episodio de tu podcast.” —
Ella asintió, todavía perturbada.
El lunes llamó a la radio que conservaba los archivos.
—“¿Amalia Vardés?”— repitió un técnico sin mucho entusiasmo —“No sé… esos audios que te pasé nos llegaron hace años en una caja de diskettes… imagináte. Están en el archivo histórico de la radio hace añares, desde los primeros dueños. Si querés, pasate por acá. Capaz encontramos algo más.” —
Graciela fue. El sitio estaba escondido entre algunos talleres mecánicos y paradas de colectivos. El pasillo olía a humedad y cables viejos. En una sala con estanterías a medio derrumbar, encontró un archivador oxidado. Allí había recortes, anotaciones de programas, papeles con letras mecanografiadas y, lo más extraño, una carpeta amarillenta con el nombre Vardés, A. escrito a mano.
Se la llevó a una mesa para revisarla.
—“¿Alguna vez la escuchaste nombrar?”— le preguntó al técnico, un hombre bajo, con barba entrecana.
—“Ni idea”— respondió él —“Pero acá hubo de todo en los años treinta. Programas que nadie recuerda. Muchas voces que el tiempo se tragó.” —
Graciela abrió la carpeta.
Había cuentos mecanografiados, algunos publicados en hojas de pequeñas revistas literarias. Y lo que leyó la dejó helada. Uno de los relatos describía “un líder extranjero que encenderá al mundo de violencia” con una descripción física inquietantemente cercana a Hitler… pero el cuento estaba fechado en 1928.
Otro narraba un incendio terrible en una catedral europea, que al destruirse dejaba al descubierto “ángeles ennegrecidos por el humo”. Ella tragó saliva: era una crónica de Notre Dame.
Y un tercero mencionaba “dos torres gemelas de vidrio, atravesadas por la furia del cielo”.
Todo escrito décadas antes que ocurrieran los hechos.
Elías llegó más tarde, porque había logrado escaparse un rato de la redacción.
—“Esto parece un chiste.”— dijo hojeando los papeles —“Una increíble coincidencia… o una falsificación.” —
—“Las fechas están certificadas.”— señaló ella —“Y las publicaciones existen.” —
—“¿Entonces que es…?”— titubeó Elías —“¿Premonición?” —
Graciela lo miró sin responder. Se había quedado sin ideas.
En los días siguientes comenzó a buscar descendientes. La mayoría no sabía mucho. Pero una sobrina nieta, una mujer de unos sesenta años llamada Matilde, accedió a encontrarse con ellos en un café de San Telmo.
—“Amalia era… peculiar.”— dijo apenas se sentaron —“No rara. Solo tenía una manera de observar el mundo que a veces nos inquietaba. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, parecía que ya sabía de antemano lo que ibas a preguntar.” —
—“¿Y sus cuentos?”— preguntó Graciela.
—“Los escribía de noche, hasta la madrugada”— respondió Matilde —“Y siempre decía que no eran producto de su imaginación. Que eran escenas que veía… como si fuesen recuerdos. Recuerdos de alguien más. O de algún lugar más.” —
Elías intercambió miradas con Graciela.
—“¿Ella decía que tenía poderes?”— preguntó él.
—“No, no… jaja” — Matilde se sonrió. —“Nunca lo pensamos así. Ella jamás lo llamaba así. Pero mi abuela contaba que Amalia solía anticipar cosas pequeñas. Un visitante que tocaba el timbre. Una carta que llegaba. Cosas que nadie podría saber. A veces también describía a personas que nunca había visto… pero luego aparecían. Siempre pensé que eran exageraciones familiares. Pero… “— los miró —“¿Por qué la buscan ustedes?” —
Graciela respiró hondo.
—“Escribió un cuento muy exacto sobre algo que me pasó a mí.”— dijo —“Un episodio muy doloroso de mi vida. Y no sé cómo es posible.” —
Matilde apoyó la taza.
—“A lo mejor es causalidad. Suele pasar. O tal vez… estaba anticipando lo que le pasó a usted.” —
Graciela parpadeó, sorprendida.
—“Pero yo nací décadas después de que ella muriera.” —
—“No dije que la recordara en su tiempo”— respondió la mujer con calma —“Hoy la ciencia dice que es posible que el tiempo no exista. Y que todo sea un eterno ahora.” —
Esa frase quedó suspendida sobre la mesa como una sombra que no encontraba dónde caer.
Las noches siguientes, Graciela no pudo dormir bien. Despertaba inquieta con la sensación de tener a una mujer sentada en la oscuridad, observándola desde un rincón del cuarto. No veía a nadie, por supuesto, pero el aire se volvía espeso, expectante, como si algo invisible aguardara.
Elías le tomaba la mano para tranquilizarla.
—“Estás investigando esto tomándolo demasiado personal.”— le decía —“Te estás sugestionando.” —
—“No es eso.”— respondía ella —“Siento que no terminé de leer algo. Como si hubiera un texto más. Una pieza faltante.” —
Esa idea comenzó a crecer como una semilla maldita. Así que volvió a la radio, revisó los archivos otra vez, y finalmente encontró un sobre pequeño, escondido entre dos hojas. No tenía fecha. No había un destinatario.
Dentro había un papel mecanografiado, más frágil que los otros. Era un cuento. Y en el título, un nombre: “Graciela”.
Sintió un latigazo en el pecho. Como si estuviera dirigido a ella. Leyó lentamente. Era corto. Inquietante. Y no hablaba de su pasado, sino de su futuro. De una mujer que se obsesionaba con una escritora muerta, hasta descubrir que no era la escritora quien la recordaba a ella.
Era ella quien estaba recordando a la escritora.
—“Esto… “— dijo con voz ronca cuando Elías lo leyó también —“Es imposible.” —
—“¿Puede ser falso?”— preguntó él –“Quizá alguien te está jugando una broma…”—
—“No lo creo. La tinta es idéntica. El papel es de la misma época. Y… “—tragó saliva —“Estoy citada. Me describe a mí. A mis palabras. A cosas que yo dije hace meses, cuando aún no sabía de la existencia de Amalia.” —
Elías apoyó el papel con cuidado.
—“Graciela… ¿estás bien?” —
Ella no respondió. Seguía mirando el manuscrito, como si le hablara.
—“Creo que esto no es una profecía.”— dijo al fin —“Ni tampoco un recuerdo. Creo que… que Amalia y yo estamos conectadas por alguna razón. No sé cuál. Pero cuando ella escribió esto, de algún modo sabía lo que yo iba a vivir. Y yo… “— se tocó la sien —“Yo también estoy empezando a recordar cosas que no viví.” —
Elías frunció el ceño.
—“¿Qué cosas?” —
Ella se levantó, inquieta. Caminó hasta la ventana. La lluvia caía en diagonales sobre la ciudad, como si el cielo hubiese perdido el equilibrio.
—“Anoche soñé con un andén que no conozco.”— susurró —“Y con una mujer. Una mujer que tenía mi voz, pero no era yo. Y hablaba como en los años treinta.” —
Hubo un silencio largo.
—“Tal vez”— dijo Elías, intentando sonar racional —“Tal vez estás mezclando todo esto en tu cabeza. Llevamos días leyendo cuentos que anticipan tragedias. Es normal…”—
—“Ella me dijo algo.”— lo interrumpió Graciela sin girarse —“Me dijo: ‘A veces el tiempo no avanza. A veces respira’.” —
Elías abrió los ojos, sorprendido.
—“¿En el sueño?” —
Graciela finalmente lo miró.
—“Si. No sé si lo imaginé. No sé si…”—
Elías se acercó lentamente.
—“Graciela… “— susurró tocándole el brazo —“Vamos a detenernos. Podemos pausar todo esto. Es solo una investigación para un podcast, no tenés por qué…”—
—“No. No puedo”— dijo con una certeza que no era del todo suya —“Creo que hay otro cuento más. Uno que todavía no encontré.” —
—“¿Cómo lo sabés?” —
Ella respondió con un hilo de voz:
—“Porque creo que ya empecé a recordarlo.” —
Elías se quedó en silencio, sin saber qué decir.
Graciela volvió a mirar por la ventana. La lluvia seguía cayendo. Pero por un instante, solo por un instante, creyó ver el reflejo de una mujer detrás de ella. Una silueta quieta. Una figura de otra época.
Parpadeó y desapareció.
Pero la sensación permaneció.
Como si el tiempo, efectivamente, hubiese dejado de avanzar… y estuviese respirando muy cerca de ella.
Demasiado cerca.
FIN
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