lunes, 20 de marzo de 2023

Historia: "El Último Espectador Humano ( SciFi Dura - Distopía )"

 


SciFi Dura - Distopía 

El Último Espectador Humano 
por Rodriac Copen


Fred despertó.

El despertar no fue glorioso. Fue una sucesión de sacudidas internas: aire entrando a sus pulmones secos, músculos que protestaban tras siglos de abandono, un corazón que se resistía a recobrar su ritmo. Lo primero que supo fue su nombre. Lo segundo: que no recordaba nada más con claridad. Solo quedaban retazos de recuerdos dispersos.

Una nube espesa de confusión se apoderó de su mente. La ansiedad le martillaba con un ritmo irregular, como si algo invisible lo empujara desde dentro. No era solo desconcierto: había un malestar más profundo, una punzada sorda que le advertía que algo no estaba bien. No sabía qué, pero la certeza lo incomodaba. Esa incomodidad, al modo de los hombres, se disfrazaba de irritación: un fastidio contra su propio cuerpo torpe, contra el aire que parecía costarle demasiado, contra el silencio que lo rodeaba como una burla. Había también una sombra más densa, parecida a la depresión, aunque sin origen definido.

—"¿Tengo familia?"— se preguntó de golpe, como si la idea hubiese saltado sola desde el fondo de su memoria agrietada. Algo en su interior respondía que sí, que había rostros esperándolo en alguna parte, pero no lograba sujetar ninguno. Era como intentar recordar un sueño que se desvanece en cuanto se abren los ojos: quedaba la sensación, pero no la forma completa.

La habitación donde abrió los ojos no era cálida ni fría, solo adecuada. Paredes metálicas lisas, sin ventanas. El aire olía a filtros y ozono. Una sucesión de monitores apagados lo rodeaba, como si esperaran órdenes que él no sabía dar.

En un rincón, casi confundido con las sombras, un bulto metálico parpadeó y se puso en pie con torpeza. Era un robot bajo, con cabeza de cubo y brazos demasiado cortos. Emitió un zumbido irregular y dijo con voz metálica:

—"Bienvenido al ciclo. No se extravíe en los pasillos."—

Era tosco, con brazos cortos de metal rígido, una cabeza cuadrada con dos ojos redondos iluminados por bombillas amarillentas y una antena que se agitaba cada tanto como si captara estática. Sus articulaciones rechinaban con cada movimiento, y cuando intentaba dar un paso parecía a punto de tropezar. Más cercano a la ingenua concepción de los años sesenta que a una obra de ingeniería avanzada, transmitía más ternura que confianza.

Fred lo observó en silencio como quien observa un juguete viejo. Aquella cosa no era una compañía real, pero al menos rompía el silencio aplastante de la tumba en la que se encontraba.

El pequeño robot no parecía poseer conocimientos sobre el búnker más allá de mapas básicos, y desde luego no entendía nada de la misión ni de lo que había ocurrido con la humanidad. Cuando Fred intentaba interrogarlo sobre los sistemas, la catástrofe solar o el destino de la gente, el robot solo parpadeaba sus luces como si se reiniciara antes de dar siempre la misma respuesta evasiva:

—"Información no disponible. Mi función es guiarlo por las áreas seguras."—

Era inútil, y sin embargo, su mera presencia quebraba un poco la densidad del silencio. No era compañía real, pero al menos ponía un obstáculo mínimo entre Fred y la soledad absoluta del búnker.

Con el tiempo —un concepto elástico cuando no hay otro reloj que el propio pulso— descubrió que podía encender los sistemas. Primero las computadoras. Luego los programas antiguos, diseñados para sobrevivir al deterioro del tiempo.

No tardó demasiado en armar el rompecabezas de fragmentos que tenía en su memoria: había ocurrido una catástrofe global. La superficie del planeta estaba muerta por una llamarada solar excepcional. Pero la humanidad no había desaparecido del todo: como último recurso, se había trasladado a un entorno digital, a una simulación compartida dentro de ese mismo búnker donde Fred respiraba.

Él y otros como él habían sido hibernados para cumplir una función sencilla y cruel: ser guardianes de la humanidad digitalizada. Cada cierto tiempo, uno despertaba, revisaba los niveles de energía, renovaba el combustible, solucionaba fallas menores. Luego, se hibernaba por miles de años. El ciclo se repetía hasta que el cuerpo se agotaba o el guardián moría, y otro ocupaba su lugar. Un ciclo interminable, como las piezas de una máquina que nunca debía detenerse.

—"¿Qué debo hacer ahora?"— le preguntó Fred al robot, que lo seguía como perrito amaestrado.

El robot levantó un brazo chirriante, señaló un pasillo y dijo:

—"Siga la línea amarilla. No salga del perímetro asignado."—

—"¿Y sobre... ellos, los humanos?"— insistió Fred, pensando en su familia.

—"No tengo datos sobre 'ellos'. Siga el rastro de la línea amarilla."—

La máquina volvió a inmovilizarse, como si hubiera agotado todo su repertorio.

Los recuerdos empezaron a abrirse paso en su mente como grietas en un vidrio empañado. Primero, su esposa: el calor de su mano entrelazada con la suya, el temblor en sus ojos cuando escucharon juntos las primeras advertencias. Luego, sus hijos: dos rostros pequeños que no entendían del todo la magnitud de lo que ocurría, pero que percibían el miedo en los adultos y preguntaban si 'todo iba a estar bien'. No había respuesta posible para eso.

La angustia colectiva había empezado cuando los científicos anunciaron que una llamarada solar, monstruosa y excepcional, arrasaría con toda la superficie del planeta. No había tecnología capaz de frenar, ni tiempo para emigrar a otros mundos. La humanidad, atrapada en su cuna ardiente, estaba condenada.

Fue entonces cuando surgió la idea desesperada: crear un entorno digital, una simulación lo bastante robusta para contener la memoria de una especie entera. La solución, sin embargo, tenía un precio insoportable. El escaneo cerebral necesario para copiar cada conciencia era un proceso destructivo: vaciaba al ser humano de sí mismo, dejándolo como una cáscara sin vida. Lo que surgía en la simulación no era el mismo individuo, sino un reflejo programado a partir de sus patrones neuronales.

Las discusiones se volvieron feroces. ¿Era aquello “transferencia” o solo clonación seguida de asesinato? Muchos se negaron a aceptar ese destino: preferían la muerte real a convertirse en una sombra digital. Otros, millones de otros, eligieron la promesa de eternidad en un último acto de fe tecnológica. Las ciudades enteras se convirtieron en filas silenciosas rumbo a los centros de escaneo. La virtualización masiva ocurrió a contrarreloj, apenas horas antes de que la llamarada abrasara la Tierra como un fósforo encendido.

Fred recordaba haber abrazado a su familia una última vez, con un nudo en la garganta. Sus hijos lloraban, su esposa temblaba. Y, sin embargo, entraron juntos en aquel proceso irreversible, convencidos de que era la única salida. El eligió enrolarse como Guardián del Sistema, una forma de proteger a su familia.

A diferencia de los miles que le precedieron en las guardias, empezó a leer con paciencia cientos de archivos ocultos en el sistema. No tenía nada más que hacer. Descubrió horas de video: imágenes de los últimos días de la humanidad física, multitudes entrando voluntariamente a la digitalización, promesas de eternidad, lágrimas que parecían victoria. También se vio a sí mismo, mucho más joven, aceptando la cápsula de hibernación, convencido de cumplir un deber menor, casi administrativo, pero vital.

Pero no todos los archivos eran tan pulidos ni solemnes. Entre carpetas ocultas, con sellos de “clasificado” y accesos bloqueados por contraseñas obsoletas, Fred halló material que jamás debió ver. Eran grabaciones internas de los mismos científicos que habían diseñado la simulación. Allí, sin discursos oficiales ni cámaras que los obligaran a sonreír, hablaban con un cansancio brutal, casi derrotado.

La versión pública había sido la de una salvación brillante, un pasaje seguro hacia una eternidad digital. Pero en esos videos privados la retórica se desmoronaba. Los expertos confesaban entre susurros que la “virtualización” era un proceso incompleto, una aproximación torpe, un engaño necesario para evitar el pánico masivo y la ola de suicidios. Sabían que millones aceptarían la digitalización creyendo que seguirían siendo ellos mismos, cuando en realidad solo estaban generando copias defectuosas, programas limitados.

—"Será mejor que crean que viven en un paraíso"— decía uno, con la voz temblando por la falta de sueño —"Si les decimos la verdad, se matarán antes de entrar en las cámaras."—

—"Esto no salvará a la humanidad" — respondía otro. —"A lo sumo, será un eco. Un ruido de fondo que durará un tiempo antes de apagarse."—

Fred se quedó helado al escucharlos. Toda la narrativa de victoria y continuidad era apenas una ilusión cuidadosamente fabricada. Lo que habían preservado no era la civilización, ni mucho menos las personas: eran reflejos incompletos, huellas digitales que no podían crecer ni cambiar. Una eternidad de sombras.

Pasaron semanas de su despertar. Los indicadores del oxígeno bajaban lenta e invariablemente día a día.

La soledad del búnker se le pegaba a la piel. Vagando por los pasillos descubrió un laboratorio cerrado. Dentro, algunas herramientas de software llamaban su atención. Entre ellas, un protocolo experimental que permitía transferir una mente humana a la simulación. Era irreversible. Ninguno de sus antecesores lo había intentado, o tal vez nunca habían hallado esa carpeta enterrada entre códigos y contraseñas. Fred era el primero en tener esa opción.

Entonces miró lo que había del otro lado, en la simulación virtual.

Desengañado, no tardó en descubrir el truco: dentro del metaverso nadie vivía de verdad. No había futuro, solo loops cuidadosamente construidos. Una mujer cocinaba todos los días el mismo desayuno. Su hijo repetía las mismas frases una y otra vez. Su esposo respondía con la misma sonrisa. Al día siguiente, se repetía idéntico guion. Los recuerdos de la humanidad se habían convertido en rutinas estables, predecibles, sin errores. Una eternidad perfecta, pero muerta como cualquier videojuego repetitivo.

Y aunque ya había visto los videos donde los propios científicos confesaban el engaño, comprobarlo con sus propios ojos lo destrozó de un modo distinto. No era teoría, ni un archivo olvidado en un sistema viejo: era la farsa hecha carne digital, la mentira convertida en gesto mecánico. Fred sintió que algo se desgarraba dentro de él, como si en ese instante hubiera traicionado de nuevo a su esposa y a sus hijos, entregándolos a un destino hueco.

La rabia, sin embargo, no estalló en gritos ni lágrimas. Se enfrió en su interior como un metal endurecido, áspero, cortante. Una furia cínica, seca, dirigida contra todos: contra los científicos que habían vendido humo, contra la humanidad que había aceptado el consuelo barato, contra sí mismo por haber participado en aquella farsa. Miraba aquellas rutinas virtuales y ya no veía almas, sino marionetas colgadas de hilos invisibles, repitiendo su condena en un escenario brillante y muerto.

El robot apareció detrás de él, como si lo hubiera seguido sin ser llamado.

—"¿Está usted satisfecho con el entorno?"— preguntó con un timbre casi alegre.

Fred lo miró con una mueca amarga.

—"¿Satisfecho? No hay nadie vivo aquí."—

El robot pareció procesar sus palabras durante unos segundos, emitiendo chasquidos.

—"Corrección: no hay extravíos en los pasillos. Eso es satisfactorio."—

El hombre soltó una carcajada seca, más cerca de la histeria cínica que de la risa.

Fred buscó con avidez y encontró a su propia familia allí dentro. Sus hijos no habían crecido. Su esposa lo miraba con la misma expresión detenida en el tiempo. Era un recuerdo animado, nada más. Un espejismo diseñado para consolar a quienes intentaban evadir la muerte.

El oxígeno en su módulo caía a niveles críticos. El sistema exigía que regresara pronto a la cápsula de hibernación. Pero él ya no tenía ilusiones: despertar significaba repetir lo mismo hasta morir. Soledad, pasillos vacíos, máquinas incansables. Hasta que su cuerpo colapsara en una rutina vacía de significado.

La alternativa estaba frente a él: un solo botón que le permitiría suicidarse para ingresar al metaverso. Podría abandonar el vacío y, como una marioneta, al menos reencontrar a su familia. Pero el precio era vivir en un engaño absoluto, en una cárcel pulida que se disfrazaba de eternidad y que tal vez ni siquiera fuera él mismo. Sería como un personaje de videojuego: una marioneta sin vida propia.

Fred se quedó mirando su propio rostro reflejado en la pantalla. Viejo, ojeroso, apenas humano todavía. El sistema le devolvía su imagen como burlándose mientras le exigía una elección.

Y entendió lo obvio, la conclusión inevitable: ya no quedaban elecciones verdaderas. Solo dos versiones de la misma condena.

Suspiró con un gesto de resignación, nostalgia y desesperación.

Después de unos momentos, alzó la mano y apoyó los dedos sobre el botón.

FIN



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