Esperanza: La Historia de Aida Meredith
Capítulo 1: El Descubrimiento y la Revelación
En el año 2175 la humanidad finalmente había colonizado Marte, después de casi una centuria de
terraformación. Las colonias marcianas prosperaban, pero la Tierra estaba en ruinas. El aire se
hacía prácticamente irrespirable, el agua escaseaba y una gran parte de las
tierras fértiles estaban contaminadas. Sólo una pequeña fracción de habitantes
resistía en la superficie del planeta, mientras un grupo de científicos
marcianos intentaba encontrar una manera de evitar su inevitable muerte.
Durante los primeros meses de la gran emigración, los colonos del cuarto planeta encontraron evidencia de una desconocida y lejana civilización en unas cuevas de las laderas del Arsia Mons, en la región del Tharsis, a unos 4.000 kilómetros del Monte Olimpo. El complejo de cavernas tenía su enclave a unos 12.000 metros sobre las aguas que cubrían el Valle Marineris.
Allí fueron encontrados unos antiguos escritos cuneiformes, inquietantemente parecidos a los de la ciudad portuaria de Ugarit, que colapsó en la Tierra hacia el 1.180 Antes de Cristo.
Según relataban las tablillas, los antiguos marcianos eran los profetas de un culto llamado Shar y habitaban las cuevas sagradas de Arsia Mons. En las profundidades del sistema de cavernas, los dioses primordiales o Dzighan, se ocultaban en meditación permanente para protegerse de sus enemigos los Sarkos, que les buscaban incansable y tenazmente.
Allí, rodeados por sus propios dioses y demonios, construyeron el eje del mundo y ordenaron que los seres vivos recibieran la energía vital que los mantenía en equilibrio. Según esa extraña religión, los Dzighan eran dueños de una notable sabiduría y guardaban celosamente el secreto del cultivo de una extraña planta que purificaba el aire, el agua y el suelo. Los Dzighan sembraron el planeta durante cientos de años con grandes cantidades de esa planta y, poco a poco, Marte comenzó a nacer.
La sabiduría para los Dzighan era representada bajo la forma de un huevo primordial, que les infundía sabiduría mediante un vínculo misterioso que los elevaba en inteligencia y moral, nutriéndolos de conocimientos transmitidos de generación en generación a unos pocos sabios, que los expandían para la gloria de los pueblos.
Si estos escritos transmitían algún dato científico real, indicaban que los humanos no eran los primeros en terraformar y colonizar Marte.
La planta (imaginaria o no) fue llamada "esperanza". Y se convirtió en el anhelo de la humanidad, que buscó incansablemente dentro de las cavernas, con el afán de construir una segunda oportunidad para la ahora agonizante Tierra.
Según los antiguos, la tribu de los Dzighan eran los dioses primigenios, que como monjes guerreros, encarnaban la destrucción que precedía al renacimiento. Se consideraban a sí mismos como creadores de civilizaciones y protectores de la sabiduría. Representaban una dualidad de la que emanaba tanto el bien como el mal, y eran considerados dioses supremos, pero no los únicos dioses del universo.
Los marcianos fueron sembrados por los Dzighan para practicar el Shar, una disciplina física, mental y espiritual que, según su filosofía, era una elección ineludible de todo ser vivo. Todos aquellos que lograban la iluminación suprema, buscaban unirse a la Fuente Suprema para formar parte de un bando o del otro. La civilización Dzighan representaba la unión del cuerpo con la mente.
—“¿Y si esta vez lo encontramos?” —preguntó uno de los expedicionarios, rompiendo el silencio tenso del campamento.
—“¿El huevo?”— respondió otro, sonriendo con sorna —“Lo único que vamos a encontrar aquí son más rocas y moho fósil.” —
—“Yo sí lo creo”—dijo una mujer joven, con tono bajo pero firme. Era Aida—“Si los Dzighan existieron, dejaron algo atrás. Algo real.”—
—“¿Tú también crees en los dioses marcianos?”— se burló un comerciante, con una risa nasal—“Pensé que eras científica, no mística.”—
Aida no respondió. No era exactamente ninguna de las dos cosas. Se quedó en silencio, sintiendo una incomodidad creciente.
Aida Meredith formaba parte de una de las tantas expediciones marcianas que se adentraban año a año en el interior del complejo de cavernas del Arsia Mons, con la secreta esperanza de encontrar información acerca del proceso de terraformación de los Dzighan.
La mujer se sentó sola, fuera del grupo principal de los expedicionarios.
Los exploradores estaban descansando tras una jornada agotadora recorriendo kilómetros de pasillos interminables. Las cavernas del sistema, que guardaban celosamente los secretos de los Dzighan, se sumergían en las profundas entrañas del fabuloso volcán.
Separada del resto, Aida vio cómo sus compañeros se agrupaban alrededor de una pequeña fogata mientras bromeaban y hablaban entre sí.
—“Vamos, Aida, acércate. No te vas a iluminar sola en la oscuridad”— la invitó un joven geólogo, riendo.
—“Tal vez la oscuridad tenga más respuestas que ustedes”—respondió ella, sonriendo con amargura.
Todos parecían felices y divertidos. Contrastaban con su ánimo y los sentimientos de soledad que la hacían sentirse ajena. Conocía superficialmente a los expedicionarios. Algunos pertenecían a su comunidad. Otros eran miembros respetables del mundo académico. Otros eran comerciantes. La joven llevaba varios años en Marte, pero en realidad nunca había podido integrarse socialmente a la colonia. Tenía una sensación constante de no pertenencia.
Intentó plegarse a la conversación, pero se sintió fuera de lugar. Inquieta, no entendió las bromas y no se le ocurrió nada que decir.
—“¿Qué haces aquí realmente, Aida?”— le preguntó una mujer mayor, arqueóloga, mientras revolvía su taza de infusión—“Nunca pareces cómoda entre nosotros.”—
Aida vaciló —“No lo sé”— dijo finalmente —“Quizá busco algo... que no está en ustedes.”—
Después de un rato, se levantó y caminó hacia la profundidad de la cueva, al límite de la luz mortecina.
Tomó su cantimplora y después de un largo trago de agua, refrescante y suave, se sentó sobre una roca. Un hombro miraba hacia sus compañeros, mientras el otro apuntaba a la densa oscuridad que parecía llamarle. Miró a la gente que bromeaba en medio de las conversaciones y se sintió aún más sola.
—“Están todos tan seguros de sí mismos... “— murmuró —“¿Por qué yo no? ¿Por qué me siento como si siempre estuviera en el lugar equivocado?”—
No sabía por qué estaba allí ni por qué había venido junto a la expedición. Se sentía inmersa en un sueño, como si no estuviera físicamente presente. No era arqueóloga, solo la impulsaba un extraño deseo de colaborar. Con un profundo suspiro se puso de pie. Comenzó a adentrarse en la oscuridad mientras sentía una leve brisa de aire fresco. Respiró profundamente. Protegida en medio de la oscuridad, siguió caminando mientras los ruidos del grupo se alejaban cada vez más. Se sintió mejor.
La cueva se dividía en algunos puntos. No sabía hacia dónde ir, pero no le importaba. Sólo quería alejarse. A medida que la luz moría, notó un leve resplandor que emanaba de las paredes. Sus ojos se acostumbraron paso a paso. El tiempo dejó de tener significado. Caminó durante horas. Caminó hasta perderse. Hasta no saber si podía retornar. Hasta que se sintió sola. Y libre.
Se sentó en una roca a descansar y miró a su alrededor. Estaba en medio de una cúpula inmensa. No había nada más a la vista. En el centro de la estancia pudo distinguir una pequeña canica que brillaba con una tenue luz en su interior. Caminó hacia ella y la tomó cuidadosamente, acomodándola en la palma de su mano.
Entonces, una voz grave y suave resonó en su cabeza:
—“Bienvenida a casa, Aida. Estaba esperándote.”—
Aida parpadeó, inmóvil.
—“¿Quién... eres?”— susurró sin mover los labios.
La voz no respondió con palabras, sino con una oleada de imágenes, emociones, palabras sin idioma.
Por fin no estaba sola.
Era libre.
Su mente pareció conectarse con el universo.
Esperanza: La Historia de Aida Meredith
Capítulo 2: Voces en la bruma
Las semanas siguientes al hallazgo del huevo primordial se desdibujaron para Aida como en una niebla luminosa. La voz seguía hablando, pero no siempre en palabras. A veces eran símbolos que surgían en su mente con la misma nitidez que una emoción; otras, eran sueños tan vívidos que al despertar no distinguía si lo había soñado o vivido.
En uno de ellos, se veía parada en lo alto del Arsia Mons, con la vista perdida en los abismos de Marineris. Bajo sus pies, el planeta palpitaba como un corazón dormido. Y una frase se repetía sin cesar, flotando como un eco suave: “Comparte la forma. Expande la verdad. Devuelve el equilibrio.”
Al principio dudó.
—“¿Por qué yo?”— preguntó en voz alta una madrugada, en su camarote de la estación orbital de Tharsis Delta —“ ¿Por qué me habla a mí?” —
Nadie respondió. Pero al cerrar los ojos, una frase emergió suave como una respiración:
“Porque estás vacía. Y los vacíos son vasos esperando a ser llenados.”
El cambio fue paulatino pero irreversible. Su expresión se volvió más intensa, su tono más firme, su mirada más profunda. Los que la conocían comenzaron a notarlo.
—“No eres la misma desde que regresaste de Arsia”— le dijo Irina, una compañera de expedición—“Hablas diferente. Casi como… como si supieras algo que los demás ignoramos.”—
—“Tal vez lo sé”— respondió Aida con una media sonrisa.
Fundó el Círculo del Origen dos meses después, en un antiguo observatorio abandonado al norte de la colonia Ptolemaea. Era un espacio pequeño al principio, donde sólo una decena de personas se reunían para escucharla hablar de los Dzighan, del Shar y del huevo que conecta todo lo vivo con la Fuente.
Sus palabras fluían con una naturalidad asombrosa. No las pensaba. Simplemente las recibía.
—“El cuerpo es arcilla. La mente es fuego. El huevo es el agua que los mezcla. Sin uno, no hay forma. Sin forma, no hay despertar”— decía ante los presentes, que la escuchaban en silencio reverencial.
Las grabaciones comenzaron a circular por los canales internos de las colonias. En las estaciones de terraformación del hemisferio sur, obreros y técnicos empezaron a repetir sus frases como mantras. Algunos se tatuaban fragmentos de sus enseñanzas. Otros renunciaban a sus cargos para unirse a los círculos que empezaban a multiplicarse.
Los medios marcianos comenzaron a hablar de ella. Algunos la llamaban "la Voz de Arsia". Otros la ridiculizaban.
—“¿Y qué puedes decirnos?”—le preguntó un periodista en una entrevista satelital —“¿Eres una iluminada o una estafadora?”—
Aida lo miró por un segundo. Luego dijo con voz serena:
—“Ninguna de las dos. Soy apenas un canal. La verdad que llevo no me pertenece.”—
La atención creció. Y con ella, el riesgo.
Los permisos comenzaron a retrasarse. Las inspecciones se volvieron más frecuentes. Algunos financiadores la abandonaron, temerosos de perder prestigio. Entonces Aida comprendió algo: el despertar necesitaba aliados.
Asistió a una recepción diplomática organizada por la Confederación Económica Interplanetaria en la capital marciana. Era un salón flotante en el domo elevado de Helios IV, con vistas completas al horizonte color vino del atardecer marciano.
—“Aida Meredith”— anunció un asistente robótico al ingresar —“fundadora del Círculo del Origen.” —
—“Mmm... Así que tú eres la gurú del huevo…”— dijo una voz grave a sus espaldas.
Ella giró y lo vio por primera vez. Steve Garnier. Tenía unos cincuenta años, traje negro sin arrugas, una copa en la mano y una expresión mezcla de interés e ironía.
—“Y usted debe ser el inversor de hidrocarburos que aún cree que la Tierra puede ser salvada”—respondió ella con una sonrisa mínima.
Él soltó una risa seca.
—“Touché.” —
Conversaron durante veinte minutos. Él hablaba con seguridad, midiendo sus palabras. Ella, con ese magnetismo que no se podía ensayar. No lo encontraba atractivo, pero su presencia imponía respeto. Sabía que era una puerta que podía abrirle muchos accesos importantes.
—“¿Sabe? Mucha gente con poder piensa que usted es peligrosa”— le dijo él.
—“La ignorancia siempre ha temido al cambio.” —
—“Pero otros creemos que usted es una mujer muy inteligente.” —
—“Eso no es incompatible.” —
Le tocó el brazo al despedirse. Fue solo un instante. Pero lo suficiente como para hacerle notar su cercanía.
Las semanas siguientes recibió una invitación a una cena privada por parte del magnate. Luego otra. Luego un viaje a su villa en los anillos bajos del domo olímpico. Aceptó cada una de las invitaciones.
Él cayó primero en el hechizo.
—“No me interesa la espiritualidad”— le dijo una noche, desnudo en la cama —“Pero tú… tienes algo magnético en tu personalidad, que te hace subyugante. Una especie de claridad que asusta y atrapa al mismo tiempo.”—
—“No me interesa asustarte, Steve. Me interesa que escuches. Y me gusta que estés atento.” —
—“Te escucho siempre, Aida. Aunque no entienda mucho de lo que hablas.” — hizo una pausa —“Pero no llegué aquí por mi rapidez mental ¿no?” —
—“No importa tanto que entiendas los mensajes. Importa más que me creas.” —
Aida era pragmática. Seducía con calma. Elegía bien sus palabras, sus
gestos. Mantenía otras relaciones activas: con un político ambientalista, con
una comandante de minería lunar, con una delegada cultural de la Tierra. En cada uno depositaba algo
diferente: donaciones, acceso, cobertura legal. El sexo era una llave que le
abría numerosas puertas.
Mientras tanto, la vida seguía su curso. Y Aida sabía que estaba construyendo un sistema.
Aunque no sentía culpa, sí comenzaba a percibir una incomodidad interna, como una grieta silenciosa en el cristal de su propósito. A veces, tras una noche de encuentros y estrategias, se miraba al espejo y pensaba:
—“¿Estoy despertando interiormente… o estoy fingiendo?” —
Steve nunca notó su promiscuidad. Se enamoró de ella sin condiciones. Después de dos años, le pidió casamiento durante una visita a los jardines biointeligentes de Medusa Station.
—“Sé que no soy ni seré todo tu mundo, Aida”— le dijo —“Pero quiero estar en él. Te amo.” —
Ella lo miró. El cielo artificial dibujaba auroras sobre sus cabezas.
Aida lo miró evaluando la propuesta. Y pensó sin decirlo en voz alta “Eres una puerta útil para mí.”
En voz alta, simplemente susurró:
—“Acepto.” —
Las celebraciones por el compromiso con Steve Garnier fueron discretas, al estilo de los magnates marcianos: una cena en la cúpula flotante de la Estación Borealis, vinos de uvas transgénicas del subsuelo de Titán, músicos de cámara conectados a módulos sensoriales. Aida estaba impecable. Sonreía con una mezcla de gracia automática y cálculo silencioso. Su futuro estaba asegurado.
Fue entonces cuando Steve, en su típica arrogancia encantadora, se acercó con una copa y un gesto triunfal.
—“Quiero que conozcas a alguien especial. Fue como un hermano para mí durante la misión Adhara.”— Se inclinó ligeramente —“Roger Corman, ex astronauta, explorador, un lunático brillante. Te caerá bien.” —
Aida volteó.
Roger era algo más joven que Steve, aunque tenía ojos viejos. El rostro anguloso, una cicatriz leve en la mejilla izquierda, y un aire a medio camino entre el hastío y la curiosidad. Iba vestido informal, sin corbata, como si la gravedad marciana no aplicara para él.
—“Así que tú eres la famosa Aida Meredith”—dijo Roger, extendiéndole la mano. Su voz era un poco rasposa, pero tranquila —“El huevo en persona.” —
Aida soltó una carcajada baja.
—“Depende de qué huevo estés hablando”— respondió, mirándolo directamente a los ojos.
La conexión fue inmediata. No hubo tensión emocional ni romanticismo. Solo una electricidad densa e ineludible.
Las semanas siguientes fueron una sucesión de citas diplomáticas con Steve, entrevistas para medios planetarios y silenciosas escapadas con Roger.
El ex astronauta no pedía explicaciones, ni hacía promesas. Tampoco hablaba mucho después del sexo. Eso le gustaba a Aida. Con él no tenía que fingir ternura, ni dibujar sonrisas. Solo se entregaban mutuamente. Y luego, el silencio.
Una noche, en la cúpula 9 del distrito Eden, se acostaron sobre una superficie de vidrio térmico, bajo el cielo rojizo artificial.
—“¿Te vas a casar con Steve?”— preguntó Roger, sin mirarla.
Aida fumaba un cigarrillo de extracto lunar.
—“Si. Ya lo decidí.”—
—“¿Por amor?” —
Ella sonrió, sin mirar tampoco.
—“No seas ingenuo.” —
—“¿Y lo nuestro?” —
—“Sabes que lo nuestro no es nada. Pero me gusta.” —
Roger asintió, sin resentimiento. Se incorporó lentamente, la piel brillante por el sudor.
—“Sabes que no soy estéril, ¿no?”— dijo con una sonrisa de lado.
Aida lo miró, entre la provocación y la alarma.
—“¿Eso fue una advertencia o una amenaza?” —
—“Solo una observación.” —
No usaban protección. A ninguno parecía importarle.
Aida y Steve se casaron en una ceremonia transmitida en red cerrada para las colonias marcianas. Fue elegante, controlada, perfecta. Steve le dedicó un discurso emotivo. Aida le besó los labios con un gesto mecánico.
La relación con Roger continuó, a escondidas, en moteles hiperbáricos y cámaras de aislamiento acústico. Hasta que, un día, Aida despertó con unas náuseas extrañas. Cuatro semanas después, recibió una confirmación digital de embarazo.
Decidió no decir nada. Ni a Roger, ni a Steve.
Cuando cumplió el cuarto mes, cortó definitivamente los encuentros con Roger. No por culpas ni remordimientos, sino por instinto de preservación. Una amante embarazada era muy evidente para los tabloides. A partir del casamiento con Steve su fama se había multiplicado. Ya no necesitaba más problemas. Por un tiempo se concentraría en su embarazo. Y en el poder.
Aida nunca supo con certeza quién era el padre de su hija. Las fechas eran ambiguas. Pero algo, en los rasgos de Suzanne, en su quietud observadora, le hacía pensar en Roger.
Y a veces, cuando la niña la miraba sin parpadear, con esos ojos grisáceos que no había heredado de ninguno, Aida sentía que quizás, por una sola vez en su vida, había plantado algo genuino y real sin quererlo.
La boda fue austera, marciana, sin prensa. Con el matrimonio, Steve le dio acceso a una red de empresarios, científicos, políticos y transportistas. Aida los fue conociendo, manipulando, seduciendo y usando. Los favores sexuales se fueron multiplicando encuentro con encuentro, así como su anillo de influencias.
Y cada vez que tocaba al huevo, escondido en una cámara secreta en la base del Círculo, una parte de ella se sentía al mismo tiempo culpable y redimida.
Una noche, en la penumbra, colocó su mano sobre él.
—“¿Estoy haciendo lo correcto?”— susurró.
La voz respondió sin tono, sin acento, como una corriente tibia:
“El despertar requiere sacrificio. Los medios no manchan el fin. El fin eres tú.”
Ella cerró los ojos. Respiró hondo.
Y siguió prostituyéndose sin freno.
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Capítulo 3: La Expansión y la Sombra
El crecimiento del Círculo del Origen fue silencioso al principio, como el de una raíz que serpentea bajo la superficie antes de quebrar la tierra. En cuestión de meses, las grabaciones de Aida, sus meditaciones transmitidas desde la estación de Helios IV, y las sesiones presenciales que ofrecía en las cúpulas interplanetarias, llegaron a miles.
La gente hablaba de ella como si fuera parte de un despertar colectivo.
—“No es carisma”— dijo una periodista marciana durante una entrevista en la Estación Vesta —“Lo suyo es... magnético. Como si hablara desde un lugar más profundo.”—
—“No hablo desde mí”— respondió Aida con serenidad —“Hablo desde la Fuente. Yo también la escucho por primera vez.” —
Fue en ese contexto que nació la Infusión Sagrada.
Un brebaje de color ámbar, espeso y de sabor metálico, preparado en rituales solemnes. Su ingrediente principal: una secreción cristalina que Aida recolectaba con sumo cuidado del núcleo del Huevo Primordial. Unas gotas bastaban. Se diluía con agua pura, se activaba bajo pulsos de resonancia baja, y se bebía en silencio.
—“El huevo es vida”— decía Aida —“Y quien bebe su savia, bebe memoria.” —
Miles de seguidores comenzaron a consumirla. Los efectos no tardaron en aparecer: sueños compartidos, revelaciones personales, sanaciones psicosomáticas. Pero también... efectos secundarios.
Algunos seguidores empezaron a manifestar lagunas mentales. Otros repetían frases idénticas al responder preguntas sobre filosofía, muerte, identidad. Algunos caían en estados de trance durante horas.
—“Es parte del proceso”— dijo Aida en una reunión privada con los guías de colonia —“La conciencia individual se disuelve antes de integrarse a la Fuente.” —
Pero una noche, al ver a un grupo de adolescentes repitiendo una oración exacta, con el mismo tono y expresión, sin haberse conocido previamente, sintió algo que no había sentido desde su primer encuentro con el huevo: inquietud.
—“¿Te preocupa?”— le preguntó Annette mientras le masajeaba los hombros en el jardín interior de la cúpula.
—“No lo sé. A veces... me parecen ecos. Como si repitieran algo que no les pertenece.” —
—“¿Y acaso no es eso lo que somos?”— susurró Annette —“Ecos de lo que vino antes. Resonancias. Fragmentos. El lenguaje del huevo es perfecto. Si ellos lo repiten... es porque lo han entendido.” —
Aida no respondió.
Annette Moore era la arquitecta invisible de todo el sistema. Fuerte, meticulosa, silenciosa. Manejaba las comunicaciones, los rituales, las finanzas. Dormía pocas horas. Siempre estaba cerca de Aida. A veces demasiado cerca.
Era también su amante. Pero no sólo eso. Annette no quería sólo su cuerpo. Quería su confianza, su alma, su misión. Y había algo que se lo impedía: Suzanne.
Suzanne Meredith tenía quince años. Era la única parte de Aida que se mantenía completamente al margen del Círculo. No participaba en los rituales, no tomaba la Infusión. Debido a sus temores crecientes, Aida había construido una burbuja protectora en torno a ella.
—“No es el momento adecuado”— le decía siempre a Annette —“No quiero que entre todavía.”—
—“Pero si es tu hija...”— replicaba ella —“Si esto es lo que salvará a la humanidad, ¿por qué excluirla?” —
—“Porque quiero que se desarrolle en la comunidad por sí misma, eso potenciará al Círculo. Para eso, aún es joven.” —
En realidad, eran excusas. Las sospechas de Aida sobre la despersonalización, los delirios místicos y los lapsus mentales que, según sus temores podían provenir de la infusión, le hacían tener precauciones con Suzanne.
Annette no insistía, pero cada negativa le dolía. En el fondo, sentía celos. Celos de una adolescente que tenía algo que ella no: un vínculo irrompible con Aida. Y una independencia creciente del Círculo.
Una noche, mientras miraban juntas viejas fotografías en la biblioteca esférica, Annette se atrevió a preguntarle:
—“¿Y Steve? ¿Cree que Suzanne es suya?” —
Aida la miró en silencio. Luego bebió un sorbo de vino tinto y dijo:
—“Steve cree muchas cosas. Pero no estoy segura de que esa sea una de ellas.” — hizo una pausa y como pensando para sí misma, le dijo a Annette –“Durante los primeros años con Steve, fui sexualmente muy activa. A decir verdad yo tampoco sé si es hija suya” —
—“¿Y por qué no lo compruebas?” —
—“¿Qué cosa?”—
—“El ADN”—Annette sostuvo la mirada—“Podrías conseguir una muestra de él sin que lo sepa. Yo también puedo hacerlo, si lo deseas.” —
Aida dudó. Luego asintió con un suspiro.
El resultado llegó unos días después. Steve no era el padre.
Annette lo mostró en una tableta luminosa, con sus ojos fijos en los de Aida. Esta leyó los datos sin reacción aparente.
—¿Y bien? —preguntó Annette—. ¿Le dirás?
—No. Y tú tampoco. Nadie debe saberlo. No ahora.
Aida cerró los ojos. No hacía falta pensar demasiado.
—“Fue Roger.”— murmuró al fin —“Siempre tuve dudas… pero... lo supe en cuanto vi estos marcadores.” —
Annette levantó una ceja.
—“¿Roger Corman? ¿El astronauta?” —
—“El mismo que fue parte del ‘Proyecto Neural’…“— Aida musitó con voz quebrada
Annette guardó silencio, pero dentro de ella algo cambió. El secreto compartido le dio poder, pero también dejó al descubierto una fractura entre las dos.
Steve, ajeno al drama sobre la paternidad de Suzanne, comenzaba a observar con otros ojos a los miembros del Círculo.
Lo notaba en algunos empleados, o en socios. Algunos de ellos se habían sumado al Círculo por cortesía para con su mujer, otros por verdadera convicción. Y ahora parecían distintos. Más calmos, sí. Más “centrados”. Pero también más... predecibles.
Durante una reunión de la Cámara de Comercio de Marte, uno de sus colegas, el doctor Falken, le tomó del brazo al salir del salón.
—“Steve“— dijo en voz baja —“¿Podemos hablar en privado?” —
—“Claro. ¿Qué ocurre?” —
—“Es sobre el Círculo de Aida. Y sobre tu gente. He notado cosas.” —
—“¿Qué cosas?” —
—“Algunos de mis investigadores... desaparecieron. Entraron al Círculo. Pero cortaron contacto con sus familias. Responden con frases que no son suyas. Como si... como si no pensaran por sí mismos.” —
—“¿Estás sugiriendo que los están manipulando?” —
—“Estoy sugiriendo que pueden estar siendo programados. Como hacen algunas sectas. Pero hay algo más profundo que el fanatismo simple. Y sospecho que tiene que ver con esa infusión... y con eso que Aida encontró en Arsia Mons.” —
Steve no respondió. Pero esa noche, en su camarote, observó dormir a Aida. Amaba a esa mujer con un amor resignado y adulto.
Y se preguntó, por primera vez en años, si realmente la conocía.
—“¿Tú me ocultas cosas, Aida?”— le preguntó al día siguiente mientras desayunaban.
Ella lo miró con expresión neutra.
—“¿Por qué lo preguntas?” —
—“Porque dentro del Círculo hay gente que empieza a parecerse demasiado entre sí. Como si compartieran... un guion... casi diría que como en una secta…”—
—“¿No cree que es eso en realidad pueda ser armonía?”— dijo ella, untando miel negra sobre una galleta de quinoa —“Una conciencia colectiva. Un lenguaje común.” —
—“O una mente común.”— Steve bajó la mirada —“¿No te da miedo?” La mística sobre algo que no terminamos de entender…”— no terminó la frase
—“Me da miedo lo que estamos dejando atrás. No lo que estamos alcanzando.” —
Él se quedó en silencio. Y por primera vez, ante todos los interrogantes, decidió comenzar a investigar por su cuenta.
Las sombras se alargaban sobre el Círculo. Y las dudas se incrementaban. Aida aún no lo sabía. O tal vez sí, y no quería verlo porque debería renunciar a lo que había logrado.
La infusión brillaba en los altares. Los cantos se replicaban en todas las colonias. Y bajo la superficie, como raíces nuevas, los hilos del huevo comenzaban a tensarse.
El despertar estaba en marcha.
Pero también lo estaba el control.
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Capítulo 4: Dudas, Revelaciones y Conspiración
Los sueños cambiaron paulatinamente.
Ya no eran suaves ni luminosos. Aida ya no caminaba entre los Dzighan rodeada de armonía y sabiduría. Ahora veía ruinas. Lenguas extrañas que se retorcían en su oído. Sentía dolor, vacío, y la sensación fría de estar siendo examinada. Como si la miraran desde dentro.
La primera vez que despertó con sangre en la nariz, supo que algo no estaba bien.
—“¿Estás bien?”— preguntó Annette desde el umbral, sosteniendo una taza de infusión humeante.
—“He tenido otro sueño... pero no era mío.” —
—“¿Qué viste?” —
Aida se incorporó lentamente. Tenía el rostro pálido, los ojos hundidos, el cuerpo cubierto de sudor. Pequeñas gotas resbalaban sobre sus pechos.
—“Una sala. Oscura. Y criaturas... Que no eran los Dzighan. Eran distintos. Más altos. Más fríos. Me sentía... analizada. Como si yo fuera la cosa alienígena. No ellos.” —
Annette avanzó, sentándose en el borde de la cama. Apoyó la taza en la mesa y la miró con ternura fingida.
—“A veces, para despertar, hay que atravesar el umbral del dolor. Tú misma lo dijiste.” —
—“Esta vez es diferente, Annette. No era un sueño de revelación. Se parecía más a una interferencia.” —
Annette no respondió. Solo la miró, sus ojos oscuros brillando en la penumbra.
En los días siguientes, Aida empezó a revisar antiguos informes científicos. El material estaba clasificado, pero tenía sus recursos e influencias. Cruzó datos con publicaciones censuradas, nombres en clave que había escuchado en sus sueños: Benfold, Adhara, Tríade. Lo que descubrió no era nuevo, pero ahora encajaba con una precisión insoportable.
Los humanos no eran hijos de la Tierra.
Fueron sembrados. Diseñados. Monitoreados.
Los Dzighan no eran dioses... eran ingenieros.
Y por lo que sabía el Huevo podía no ser un oráculo. Probablemente era un nodo. Un transmisor.
El conocimiento que surgió de esas se investigaciones, se volvió veneno. A medida que sus dudas se iban confirmando, la certeza de lo que sucedía se volvió una carga.
Empezó a desconfiar de cada palabra que pronunciaba en los rituales, de cada mirada en los altares. Empezó a pensar en que todo era nada m{as que un ritual para atrapar incautos.
—“¿Y si no estoy guiando a nadie?”— le preguntó a Steve una noche, mientras compartían una copa de vino.
A pesar de la hipocresía de su vida, de las innumerables traiciones y engaños. De haberlo traicionado con Roger, con Annette y con incontables amantes, Steve era el único que le amaba honesta y fielmente.
Múltiples personas le rodeaban diariamente, pero sólo dos le mostraban lealtad plena: Steve y su propia hija, Suzanne. Sólo en ellos podía confiar.
—“¿Qué quieres decir?” —
—“¿Y si todo esto... lo del huevo, las visiones, la infusión... qué si todo ha sido una manipulación? ¿Y si nunca fui una guía, sino un canal ciego?” —
Steve no respondió enseguida. Le tomó la mano con suavidad.
—“Entonces tenemos un problema más grande de lo que pensaba.” —
—“¿Cómo?” —
—“He estado investigando, Aida. Por mi cuenta. Hice analizar sangre y saliva de algunos iniciados. Gente que ha consumido la infusión por meses.” —
—“¿Y?” —
—“Se encontraron nanopartículas autorreplicantes. Se instalan en el córtex prefrontal. Al principio estimulan áreas asociadas a la empatía, la fe, la pertenencia... pero luego empiezan a copiar patrones eléctricos. No solo influyen emociones. Están leyendo pensamientos. Y enviándolos a algún tipo de red.” —
Aida se quedó inmóvil. El corazón le latía como un tambor hueco.
—“¿Una red? ¿Qué red?” —
—“No tengo pruebas concretas aún, pero... parece ser una inteligencia colectiva. Y no es humana. Por lo que pude saber, la humanidad no tiene ningún proyecto secreto de ese tipo.” —
El silencio se volvió espeso.
—“¿Y Suzanne?”— preguntó Aida al fin —“Nunca permití que consumiera la infusión. ¿Está segura?” —
Steve había hecho investigar a su propio cerebro y al de Suzanne sin decirle nada a Aida. Gracias a esas investigaciones, sabía que ambos estaban libres de nanopartículas. Y que Suzanne era hija de Roger.
La investigación casi forense de Steve le había llevado a un viejo archivo militar, en donde halló una ficha médica con el nombre de Roger Corman.
El ex astronauta había participado de un proyecto llamado ‘Proyecto Neural’ que le había implementado un protocolo neuroadaptativo experimental.
“Protección sináptica... marcadores de resistencia cortical...” había leído.
Eso significaba que Suzanne había heredado la resistencia neural de su padre. Por eso era inmune… el huevo no podía tocarla.
En ese momento, a Steve el mundo se le vino abajo. Si Suzanne era hija de Roger, todo su amor hacia ella seguía siendo real, pero su lugar en la historia se disolvía.
—“Suzanne está completamente segura. Porque tiene en el ADN la protección de su padre, Roger. Y quizá por eso... todavía es libre.” —
Las traiciones, el engaño, la doble vida. Y hasta una hija que no era propia. Todo había quedado al descubierto con las investigaciones de Steve.
Por primera vez, Aida sintió vergüenza por la forma en la que había pagado el amor genuino de Steve, que a pesar de todo seguía allí, a su lado.
Aida se sentó en la penumbra del invernadero esférico, sola. Suzanne dormía en la habitación contigua. Afuera, Marte temblaba bajo una tormenta electromagnética que golpeaba los domos con pulsos irregulares.
La memoria vino sin aviso. La imagen de Roger, encendiendo un cigarrillo, con el torso desnudo, cubierto por una toalla blanca. La luz de la cúpula reflejaba en su espalda una constelación de cicatrices.
—“Sabes que esto no va a terminar bien”— le había dicho aquella vez, mientras negaba con la cabeza.
—“¿Te refieres a nosotros, al círculo o a qué?”— preguntó ella, bebiendo de su copa de vino.
Roger sonrió, como si fuera la misma cosa.
—“Me refería a Steve. Es mi amigo.” —
—“Y yo soy su futura esposa”— replicó Aida —“¿Y? ¿Acaso te arrepientes?” —
Roger no respondió. Dejó el cigarrillo en el borde del lavabo, se acercó a ella y le acarició la mandíbula con un gesto lascivo, cargado de erotismo.
—“¿Por qué vienes a mí, Aida?” —
Ella no titubeó.
—“Porque no me mientes. No intentas salvarme. Porque no me miras como si fuera un milagro. Para ti soy solo una mujer.” —
Él bajó la mirada, encendió otro cigarrillo.
—“Y mi esposa... si supiera...” —
Aida se encogió de hombros con cansancio.
—“Nada en este planeta está limpio, Roger. Ni tú, ni yo, ni tu matrimonio. ¿Quieres que terminemos ahora mismo? Podemos hacerlo, si así lo quieres.” —
Él se quedó callado unos segundos. Luego negó con la cabeza.
—“No. No todavía.” — se dieron un beso
Mientras la vida de Aida saltaba en pedazos, Annette cambiaba.
Las visiones que recibía eran distintas a las de Aida. Ya no eran armoniosas. Eran verticales, jerárquicas, militares. Vio ejércitos espirituales, castigos sagrados, ciudades flotantes donde los herejes eran reconfigurados. La Voz que escuchaba ya no susurraba. Ordenaba.
—“La pureza exige disciplina”— le decía una y otra vez—“El huevo debe elegir a los fuertes. Solo ellos guiarán la especie.” —
Una noche, entró en la sala privada donde Aida meditaba en soledad.
—“¿Por qué sigues escondiéndola?”— preguntó sin rodeos.
—“¿A quién?” —
—“A Suzanne. La mantienes fuera. Sin infusión. Sin formación. La estás alejando del propósito.” —
—“Ella no está lista. Y quizás... quizás sea mejor que nunca lo esté.” —
Annette entrecerró los ojos.
—“¿Temes lo que pueda convertirse? ¿O temes que te contradiga?” —
Aida la miró, y por primera vez sintió miedo. Había algo en la mirada de Annette que no reconocía. Algo frío y ajeno a lo humano.
—“No quiero que se pierda en esto”— dijo Aida con voz firme —“No quiero que la usen como me usaron a mí.” —
—“¿Quién te usó, Aida? ¿El huevo? ¿O tú misma?”— replicó Annette con una sonrisa tensa —“Tal vez lo que te asusta es que ella pueda superarte. Tal vez no la proteges. Quizá sientas celos.” —
—“Annette, basta. No te lo voy a permitir.” —
Annette se acercó un paso. Bajó la voz.
—“El huevo también me habla. Y lo que me dice es muy distinto de lo que te dice a ti.” —
—“¿Qué estás diciendo?” —
—“Que tal vez... ya no eres la elegida.” —
Aida supo que la traición había comenzado.
Ese mismo día, Steve le mostró un video captado en secreto en uno de los centros de meditación profunda. Los iniciados no solo recitaban mantras. Se veían expuestos a pulsos lumínicos sincronizados con las fases de la infusión. Tras la sesión, sus respuestas eran idénticas a las de otros grupos ubicados a miles de kilómetros de distancia.
—“Están sincronizados”— dijo Steve —“En pensamiento. En lenguaje. En propósito.” —
—“Están perdiendo lo que los hace humanos...”— murmuró Aida.
Y entonces comprendieron la magnitud de los hechos. El huevo no era sólo un canal de sabiduría. Era un sistema de control. Una interfaz extraterrestre. Y la infusión no conectaba con la Fuente: conectaba con una mente ajena.
Sin perder tiempo, esa misma noche, Aida encerró a Suzanne en su habitación, sin decirle por qué.
—“Mamá, ¿qué pasa? ¿Qué hice?” —
—“Nada, mi amor. Pero a partir de ahora no debes salir sola. Nadie te va a acercar ninguna bebida o comida. Ningún visitante extraño. ¿Entiendes?” —
—“Estás asustada... ¿Es por Annette?” —
Aida no respondió. Se agachó y le tomó el rostro con suavidad.
—“Tú eres diferente, Suzanne. Quizás eres lo único real en todo esto. Lo único que aún no han tocado. Y voy a protegerte. Cueste lo que cueste.” —
El huevo yacía inmóvil en la cámara más profunda, pero su resplandor crecía. Al igual que las voces que emitía.
Esperanza: La Historia de Aida Meredith
Capítulo 5: El Quiebre y la Redención
Las noches eran distintas ahora. Silenciosas, sí, pero cargadas de una tensión invisible, como si el aire contuviera partículas de algo que aún no había estallado. Aida no dormía. No soñaba. Solo caminaba. La piel tirante. El pulso inquieto.
Sabía que no había marcha atrás.
El Huevo debía ser destruido.
—“Esto ya no es fe”— le dijo a Steve en voz baja mientras caminaban juntos por el acantilado interno de la estación de culto —“Es un sistema de programación con usurpación de la identidad individual. Nos han vaciado desde adentro y nos han puesto palabras en la boca como si fuéramos títeres.” —
—“¿Y si ya es tarde?”— preguntó él sin detenerse.
—“No lo es. Aún resisto. Suzanne también. Y si aún hay alguien libre... entonces vale la pena quemarlo todo.” —
La decisión fue tomada en silencio. Steve la ayudó a preparar una carga compacta de fusión mineral, camuflada entre los generadores lumínicos del altar principal. El estallido sería instantáneo. El Huevo, una carcasa cristalina, no resistiría la onda de pulso.
Pero alguien más ya sabía.
Annette.
Había estado observando. Registrando. Interpretando las tensiones de Aida con una mezcla de celo y delirio. En su mente ya no era una amante despechada ni una asistente eficiente. Era la nueva voz del Huevo.
Fue ella quien activó la alarma silenciosa.
Fue ella quien caminó hasta la cámara profunda, colocó sus manos sobre la superficie brillante del Huevo y le comunicó en susurros:
—“Ella planea romper la conexión.” —
Y ellos respondieron.
La llegada no fue estruendosa. No hubo luces ni portales. Solo una presión súbita en el aire, como si Marte mismo contuviera la respiración. En la sala de los orígenes, la piedra comenzó a licuarse, formando un vórtice oscuro.
De él surgieron los entes: formas altas, inacabadas, con segmentos que parecían piel y otros que vibraban como máquinas. No caminaban. Se deslizaban.
Suzanne los vio primero.
—“¿Qué... qué son esas cosas?” —
—“Son los verdaderos amos del Huevo”— murmuró Steve, retrocediendo mientras protegía el cuerpo de Suzanne con el suyo.
—“Mamá... ¿por qué no me afecta? ¿Por qué soy distinta al resto?” —
Aida, con los ojos humedecidos, acarició su mejilla.
—“Porque tu padre... tiene inmunidad genética. Tu verdadero padre... fue Roger Corman. Nunca lo supiste. Steve tampoco. Pero Roger... te dio esa inmunidad que has tenido desde que naciste.” —
Suzanne retrocedió, sorprendida.
—“¿Roger? ¿El viejo amigo de papá?” —
—“Sí. Y ahora eres la única persona que queda fuera de su control.” —
Aida se quedó inmóvil.
Los entes eran hermosos en su fealdad, como esculturas de dioses inacabados. No hablaban, pero sus pensamientos llenaron la sala como un estruendo mudo.
"Eres fragmento útil. Te creamos para observar. No para resistir."
"La red debe mantenerse."
"La simetría es inevitable. El caos no será tolerado."
Una de las entidades se acercó a Suzanne. No la tocó. Solo la miró, y la joven sintió como si una marea de información intentara entrarle por los ojos.
Pero algo ocurrió.
Nada pudo penetrar en su cerebro.
—“No pueden leerla, No pueden influirla.” — susurró Aida, con una chispa de esperanza —“Simplemente no pueden...” —
La criatura retrocedió. Por primera vez, algo parecido a la curiosidad se agitó en sus membranas.
"Es un elemento atípico. No puedo indexarla. No puedo vincularla."
"Observación prioritaria." Respondió otra entidad.
—“¡No!”— gritó Aida —“¡Con ella no! ¡Llévenme a mí! ¡A ella no la toquen!” —
Los entes se giraron hacia ella como si la hubieran recordado.
"Tú has excedido la función. El nodo debe ser preservado."
En ese instante, Steve activó el pulso remoto de la carga.
—“¡Ahora, Aida! ¡Tienes una sola oportunidad!” —
Pero ella no se movió.
Solo miró a Suzanne. Su hija. Su única creación verdadera y leal. Su redención.
—“Debes vivir”— le dijo con una sonrisa trémula —“Debes vivir en libertad” —
Y corrió.
Corrió con una velocidad que no creía tener. Se lanzó hacia la cámara central del Huevo, ahora pulsante, brillante, casi consciente. En su mano, llevaba el detonador de emergencia.
—“¡No!”— gritó Annette desde las sombras, desesperada—“¡¡No lo hagas!! ¡¡Romperás el vínculo!!” —
Aida la miró una última vez. Sin odio. Con una compasión infinita le respondió:
— “Tantas noches juntas, y tampoco pude salvarte, Annette.” —
Y activó la explosión.
El impacto fue una implosión de luz blanca y pura. No hubo fuego. No hubo escombros.
El centro de la cúpula del culto empezó a colapsar hacia adentro. Como si la red entera se desvaneciera en una lágrima de antimateria.
Steve y Suzanne lograron huir por un túnel de emergencia.
Cuando miraron atrás, el santuario ya no existía.
Solo quedó el eco. Y el polvo.
Las semanas siguientes fueron de caos.
Miles de seguidores cayeron en estados catatónicos. Otros despertaron como de un letargo largo y confuso. El culto se disolvió, pero su sombra persistió. Algunos pequeños núcleos intentaron reconstruir los rituales, pero sin el Huevo, las palabras parecían vacías.
Los entes alienígenas nunca volvieron a manifestarse. O quizás, simplemente cambiaron de estrategia.
Steve se convirtió en testigo y en un cronista inesperado de la historia. Pero Suzanne se volvió un símbolo.
La joven, inmunizada desde siempre a la infusión que transportaba nanopartículas inteligentes, era ahora la única que había visto a los seres y resistido sin ser afectada. Algunos la veneraban. Otros le temían. Ella no hablaba mucho de aquello. Solo decía:
—“Mi madre me salvó. Y ahora yo tengo que ser la memoria de los hechos, para que no vuelva a suceder.” —
Suzanne vivió alejada del poder. Rechazó cargos, puestos políticos, cámaras y títulos.
Siempre consideró a Steve como su padre. Para ella, Roger Corman solo fue un nombre en una parte de su historia.
Viajó. Estudió. Y poco a poco, se transformó en historiadora.
Ayudó a una generación entera a reconstruir la libertad.
La misma libertad que Aida había querido para todos.
Algunos años después, Suzanne regresó para visitar el complejo de cavernas del Arsia Mons, el lugar en donde inició la historia de Aida Meredith.
FIN
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