Radiestesia del Amor
Tobías usaba el mismo peinado desde el colegio primario: un remolino rebelde en la coronilla que ningún gel podía someter y unas gafas que lo hacían parecer un bibliotecario adolescente. Estudiaba Letras, leía poesía rusa del siglo XIX y se enamoró como un salame a primera vista de Micaela, una chica inalcanzable.
Micaela estudiaba Publicidad. Iba a clases en PUber Black, vestía como influencer patrocinada por Diador y olía a perfumes que costaban lo mismo que el alquiler de Tobías. A él hasta le costaba trabajo pedirle la hora. Una vez intentó acercarse y sólo atinó a decir:
—"Eh... ¿Tenés fuego?"—
Ella lo miró levantando la ceja y dijo:
—"Uso encendedor digital, flaco. Pero no comparto."—
Desde entonces, Tobías vivía atormentado. Hasta que una tarde, caminando por la galería donde compraba libros usados y saquitos de tilo, vio un cartel que decía:
“Catalina – Pitonisa energética. Lectura con varitas de radiestesia. Alineamos tu amor con el Universo.”
Debajo, en marcador, alguien había escrito: “NO TIRAMOS LAS CARTAS POR WHATSAPP”.
Era su destino.
Catalina era alta, con una melena color cobre que parecía estar viva y unos aros en forma de lunas que tintineaban cuando se reía. Tenía una voz envolvente, como si siempre estuviera por recitar un mantra o venderte un aceite esencial.
Tobías le explicó su situación amorosa como quien se confiesa de un crimen pasional. Catalina lo escuchó con la calma de una chamana budista empachada de sahumerios.
—"Vamos a dejar que las varitas te hablen"— dijo, mientras sacaba dos alambritos de cobre doblados en L.
Movió las varillas en el aire como si estuviera buscando agua en el desierto de Atacama. Después de un par de giros teatrales, las varitas apuntaron al rincón donde había una caja de bombones.
—"Clarísimo. Le tenés que regalar chocolate. El cacao es afrodisíaco, ancestral, sensual..."—
—"¡Gracias!"— Tobías pagó la consulta y salió corriendo a comprar una caja que decía “Pasión Suiza” en letras doradas.
Micaela, al recibirla en los jardines de la facu, lo miró como si le hubiera regalado una prótesis dental.
—"¿Chocolate? ¿Sabés cuántas calorías tiene esto?"—
Y lo dejó apoyado en un banco. Cinco segundos después, un perro callejero se comió media caja.
En la siguiente visita Catalina la pitonisa, explicó: —"Las varitas deben haber leído mal"— y empezó a agitar sahumerios de lavanda. —"A veces se cruzan los flujos del deseo"— trató de justificar el error.
Después del teatro de concentración obligado, las varitas señalaron con decisión hacia una repisa con un tarro que decía “delicias turcas”.
—"Eso es un postre con almendras. Todo lo que viene de oriente abre el chakra del corazón"—aseguró Catalina.
Tobías le regaló entonces a Micaela una bandejita de “manjares selectos” que venían con un moño violeta. Ella se los comió en clase. Veinte minutos después tenía la cara hinchada como un pez globo.
—"¡Soy alérgica a la almendras, idiota!"— gritó entre estornudos y mocos, mientras la llevaban a la enfermería.
Catalina la adivina, durante la tercer visita de Tobías, y algo perturbada por los eventos, comenzó a sospechar que sus varitas eran, quizás, una soberana farsa.
—"Las energías parece que están confusas"— dijo sin mucha seguridad —"Hay mucha interferencia emocional en tu campo áurico. ¿Te peleaste con tu mamá esta semana?"—
Pero Tobías seguía empecinado y no se rendía. Invitó a Micaela a cenar con un vale de descuento a una parrillita “fusión” donde el chef tenía nombre en francés.
Ella aceptó. Quizá por lástima. O para generar un contenido de Instagrana.
Cuando trajeron el postre, un flan con salsa de nuez moscada y “esencia de árbol andino”, le dio un brote alérgico peor que el de las almendras. Esta vez fue directo al hospital.
Para ese entonces Catalina se sentía culpable. Y peor aún, empezaba a sonreír cada vez que Tobías decía algo torpe. Cuando lo vio entrar a la cuarta sesión, con un ojo morado por el carterazo que le había dado Micaela, sintió una punzadita de compasión en el pecho.
—"Tobías... ¿y si la chica no es para vos?"—
—"No, no... vos no entendés. Hay que insistir. Como la gota que horada la piedra. Como Kafka con Felice."—
Catalina lo miró. Tal vez ese chico no tenía ni auto, ni abdominales, y muy poca idea. Pero tenía corazón.
Para esta sesión, Catalina agitó las varitas con desgano. Y de pronto, las varitas... se cruzaron apuntando hacia ella.
—"Esto es... inesperado"— musitó.
—"¿Qué significa? ¿Que tengo que regalar una sesión con vos a Micaela?"—
Catalina soltó una carcajada. Una carcajada limpia, humana, sin humo de sándalo ni frases robadas de Paulo Cornelho.
—"Significa que quizá estás buscando amor donde no te miran, y te estás perdiendo de alguien que sí te ve."—
Tobías parpadeó tratando de entender. Después, se sonrojó y sudó un poco, nervioso.
—"¿Estás diciendo que... que vos...?"—
—"Estoy diciendo que tal vez las varitas no estaban tan equivocadas. O que el destino se rió un poco de nosotros. ¿Querés un té?"—
—"¿Con almendras?"—
—"Solo jengibre y canela. No soy alérgica, pero mejor no tentemos al destino"—
Meses después, Catalina y Tobías abrieron una librería-cafetería llamada “El Octavo Chakra”, donde vendían desde “El arte de amar” de Erich Fromm hasta galletitas veganas sin gluten.
Cada tanto Catalina tiraba las cartas si el cliente había comprado algún libro. Él leía a Rilke en voz alta cuando no había clientes.
A veces, al pasar frente a la facultad, veían a Micaela posar para una historia de Instagrana junto a su nuevo novio, un modelo hipertrofiado que venía en con auto eléctrico.
Tobías solo sonreía.
—"¿Y las varitas?"— preguntó Tobías una tarde.
—"Están enmarcadas"— dijo ella —"como símbolo de cómo el amor puede encontrarte donde menos lo buscás"—
Se miraron, se rieron, y se besaron con ganas.
Hay veces que el karma se toma algún que otro recreo, y así la vida te da oportunidades que antes no existían.
FIN
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