Pulp - Western Futurista
El Precio de la Dignidad
por Rodriac Copen
El sol caía oblicuo sobre el horizonte de Neosand, un pueblo ruinoso, lleno de chatarra y promesas incumplidas. Los anuncios de neón del viejo bar parpadeaban como luciérnagas enfermas mientras el viento arrastraba polvo y hojas secas. Entre los escombros caminaba Lira Dann, con el sombrero ladeado y un notorio rifle colgado al hombro.
El tiroteo había terminado hacía algunas horas. Los cuerpos de bandidos, colonos y mercenarios yacían desperdigados a través de la calle principal. Nadie se había quedado a mirar. A nadie le interesaba saber quién había ganado. En esos tiempos, la victoria no era otra cosa que una forma elegante de perder.
Neosand pertenecía a la Franja Exterior, una zona donde las leyes del Consejo Solar apenas llegaban y donde la vieja vida del Oeste había vuelto por necesidad, no por nostalgia. La civilización había decidido que era más rentable expulsar a los indeseables menos afortunados que alimentarlos. Los pobres, marginados, prospectores, refugiados, disidentes y soñadores simplemente debían huir a las zonas marginales de la civilización. En esas tierras resecas, donde las máquinas del pasado convivían con armas de plasma y caballos sintéticos, cada alma sobrevivía a su manera.
Los Forajidos del Domo Rojo habían atacado esa mañana, buscando agua y repuestos de energía. Los colonos, desesperados, habían contratado a un grupo de mercenarios de la Corporación Arkan para proteger el asentamiento. Al final, todos se traicionaron entre sí. En el polvo quedó lo de siempre: cuerpos, silencio y un eco metálico de derrota.
Lira dejó caer la mochila, se arrodilló junto a un cadáver y empezó a cavar con sus propias manos. Notó que la arena estaba dura, mezclada con vidrio y metralla. Buscó entre los escombros hasta encontrar una vieja pala para ayudarse. Cada palada le cortaba la piel, pero no estaba en sus planes detenerse. Uno a uno, fue enterrando a los muertos. No distinguía bandos. En la nube polvorienta que era la guerra, todos eran iguales.
Mientras cavaba, pensó en su padre, un mecánico de los viejos convoyes mineros. Decía que el honor era como el aceite de las máquinas: invisible, pero que sin él, todo se quebraba. Lira no creía en dioses ni en banderas, pero todavía creía en eso. En hacer las cosas bien, aunque nadie estuviera mirando.
Cuando terminó, el crepúsculo había vuelto violeta el cielo, y las primeras luces del cinturón orbital brillaban allá arriba, recordándole que, en alguna parte, la civilización seguía girando sobre su eje de confort y olvido. Lira se limpió el sudor con el dorso del guante, se incorporó y miró el campo improvisado de tumbas sin identificar.
Tomó un cigarrillo, y por un momento lo sostuvo entre los labios, sin encenderlo.
—"No hace falta estar en un templo para hacer lo correcto."— murmuró, hablando para sí misma —"Basta con no olvidarse de que alguna vez fuimos humanos."—
Luego ajustó el sombrero, cargó el rifle y siguió su camino. Nadie la vio marcharse. Pero en el eco de sus pasos, el polvo pareció brillar un instante, como si el desierto recordara lo que era el honor.
FIN
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