Diario de Rodriac
La Bondad Sin Dogmas
por Rodriac Copen
¿Puede alguien no creer en Dios y aun así ser una buena persona?
En tiempos donde las creencias se mezclan, mutan o se diluyen, persiste una idea que vuelve una y otra vez: la suposición de que la moral depende necesariamente de la fe. Como si la brújula ética se encendiera únicamente bajo la luz de una divinidad. Pero la vida real, la de la calle, la de la gente común, demuestra algo más simple: una persona puede no creer en Dios y, aun así, ser profundamente buena, intrínsecamente humana.
La bondad no es propiedad de ninguna doctrina. Para muchos, no nace de un mandato religioso, sino de un principio más terrenal: la conciencia de que nuestras acciones repercuten en la vida de otros. La empatía —esa habilidad silenciosa de reconocer que el otro también siente, sueña y teme— no necesita teologías para florecer. Surge del contacto cotidiano con el mundo, del deseo de no sumar más dolor del que ya existe, del impulso básico de aliviar antes que herir.
Quien no cree en Dios puede construir su ética desde otro lugar: la responsabilidad personal. En vez de actuar por temor al castigo o esperanza de recompensa, actúa porque entiende que cada gesto deja una marca en el tejido humano. No miente porque la mentira hiere. No abusa de la vulnerabilidad ajena porque sabe lo que significa ser vulnerable. No humilla porque aprendió, quizá a golpes, cómo duele la humillación.
Esa forma de moralidad no es fría ni nihilista. Por el contrario: a veces resulta más luminosa. Cuando alguien elige hacer el bien sin pedir nada a cambio —sin cielo prometido, sin puntos acumulados en un más allá ilusorio—, está afirmando algo profundamente humano: “quiero que el mundo sea un lugar mejor”.
Pero existe otro punto que no se puede pasar por alto: el mundo ya ha sido destruido muchas veces por antagonismos religiosos, por fanatismos y fundamentalismos basados en falsas certezas sobre Dios. Certezas que nunca fueron demostradas más allá de especulaciones filosóficas que, al final, explican poco y resuelven menos. He visto demasiada gente dividir, excluir y odiar en nombre de creencias que proclaman amor pero practican lo contrario. Y, sí: estoy cansado. Cansado de los fanáticos, de la intolerancia, de las religiones que proponen segregar al que piensa distinto, aislar al que no encaja, despreciar al que no cree como ellos creen.
No sé si Dios existe o no, y probablemente nunca lo sabré. Pero elijo ser bueno no por miedo a un castigo futuro, sino porque quiero expresar amor hacia quienes me rodean. Un amor que no empieza en grandes mandamientos, sino en algo mucho más simple: el respeto por la individualidad y las decisiones de los otros. Amar no es imponer; es permitir que el otro sea. Es acompañar sin obligar. Es comprender sin exigir conversiones.
Tal vez la bondad no dependa tanto de a quién le rezamos, sino de cómo miramos al otro.
Quizá no haga falta un dogma para decidir no pasar por encima de nadie. Tal vez, simplemente, ser buena persona sea una elección cotidiana que se renueva cada día a través del amor que podemos dar, con o sin fe.
Y en esa elección diaria, silenciosa y libre, hay una forma de espiritualidad que no necesita nombres, porque la ética que nace del corazón, viene de tu amor, no del cielo.
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