sábado, 27 de diciembre de 2025

Reflexion: "Vidas Apagadas"

 


Reflexión

Vidas Apagadas
por Rodriac Copen


La mayor parte de mi vida he sido un observador.

No de grandes gestas ni epopeyas memorables, sino de algo mucho más silencioso y triste: la vida, las personas. Muchas personas se levantan, cumplen, envejecen y se retiran sin haber tocado nunca el borde de sí mismas. Vidas que no fracasan, pero tampoco brillan.

Tal vez por contraste —o por un instinto que nunca supe explicar— siempre intenté, dentro de lo que pude, llevar mi vida un poco más allá de la zona de confort. No como una consigna heroica, sino como una incomodidad permanente. Como si algo dentro mío se negara a aceptar que esto era todo.

Mi vida tuvo quiebres. Quiebres reales, terribles... y solitarios. Momentos que para muchos habrían sido inadmisibles, excesivos, incluso insensatos. Momentos que me llevaron a reconstruirme desde la nada. Pero esos quiebres me llevaron, sin saberlo, a los límites que siempre quise conquistar. Ahí, en el borde de todo, uno descubre si está vivo o solo funcionando.

Miro alrededor y veo lo mismo repetirse una y otra vez.

Gente que se conforma con lo poco que la vida le da. Y no me refiero al dinero. Un empleo estable. Algo previsible. Una vida sin proezas. Un refugio que los protege del riesgo, pero también los aleja de los sueños, esos que alguna vez fueron urgentes y ahora son apenas una anécdota incómoda.

Romper con los acuerdos implícitos permite salir de esos límites. No siempre se logra, claro. A veces se falla. A veces se paga caro la osadía. Pero la consigna es simple: no hay desafío en la resignación. Puede haber supervivencia,  rutina, anestesia. Seguridad. Pero no hay vida.

Porque estar vivo no es respirar día a día, ni cumplir horarios.

Estar vivo es forzar los márgenes, probar hasta dónde uno puede llegar, exponerse al error, al ridículo, a la pérdida. 

Nadie logra nada conformándose con lo que la vida mezquina decide otorgarle. Esa mezquindad no es casual: es el corazón del status quo. De las políticas que necesitan ciudadanos dóciles. De las religiones que prometen otro mundo para que no reclames en este. De los sistemas que prefieren individuos cansados antes que conscientes. De parejas que te necesitan mediocre para evitar que extiendas las alas.

Todo conspira para que te conformes con migajas.

Nada de sueños posibles. Nada de romper límites. Nada de llegar a lo máximo que puedas dar. Solo adaptación. Aceptación. Solo silencio.

Lo he visto en el trabajo, en mis amigos, en mis seres más cercanos, en mi vida.

Mentes que se apagan despacio. Personas que dejan de rebelarse. Brazos que se bajan por costumbre. Y ese, creo, es el verdadero final: no cuando uno pierde, sino cuando deja de intentar.

Por eso sigo creyendo —aun con todas las cicatrices— que hay que empujar un poco más. Aunque duela. Aunque no haya garantías. Aunque nadie aplauda. Aunque te quedes solo y debas reconstruirte.

Porque peor que fracasar es vivir una vida que nunca intentó ser otra cosa.


 

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