jueves, 30 de marzo de 2023

Historia: "BackStream - Capítulo 2 - El Pacto de 1952"

 



BackStream

Capítulo 2: El Pacto de 1952
por Rodriac Copen

 

Capítulo previo: 

En el primer capítulo previo de la saga BackStream, conocimos a Morgan Cross, una exagente de inteligencia marcada por misiones encubiertas fallidas y decisiones que la persiguen. Reclutada por la misteriosa división secreta "Echo Division", es introducida al proyecto de inversión temporal BackStream, una tecnología que permite viajar al pasado... pero sólo para observar y preservar.  El pasado no está tan quieto como parece. Morgan debe detectar intrusos temporales, lo que despierta preguntas inquietantes: ¿quién más viaja en el tiempo? ¿Con qué propósito? ¿Y qué pasaría si alguien cambiara el curso de eventos clave en la historia?

En un mundo donde el tiempo es una corriente peligrosa y vigilada, Morgan Cross se enfrenta no solo a los fantasmas de la historia, sino también a los de su propio pasado.

NOTA: Los cuentos de la Saga BackStream pueden leerse individualmente.

Indice General de la Saga BackStream

 

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Morgan Cross aún sentía la excitación de su primer misión temporal en los huesos. Había evitado que le asesinaran, pero algo no cerraba: ¿quién o quiénes estaban detrás de la enorme confabulación temporal? ¿Quién estaba manipulado el tablero?

El Humvee que la había recogido la dejó en la Base Holloman, en pleno desierto de Nuevo México. El aire ardía, cargado de arena y secretos.

Lambert, jefe de la división encubierta BackStream, aguardaba en una sala de reuniones sin ventanas, en el ala más oculta de la base. Sobre la mesa metálica había un solo portafolio con el sello rojo Top Secret / Majestic Clearance.

Cuando la agente Morgan Cross entró, él no perdió tiempo en cortesías. Mientras la mujer se sentaba, su voz grave se proyectó en el silencio:

—“Desde el incidente de Roswell en 1947, el alto mando estadounidense mantiene un pacto de silencio. Lo que se divulgó fue solo humo. Lo real quedó sepultado bajo capas de negación oficial. La nave estrellada no era un globo meteorológico, sino un artefacto no humano. Dentro se hallaron cuerpos: pequeños, piel cenicienta, ojos desproporcionados. Seres grises.” —

Lambert abrió el portafolio. Fotografías en blanco y negro, borrosas pero inconfundibles, mostraban siluetas humanoides tendidas sobre camillas. Morgan reprimió el impulso de preguntar.

—“Los restos fueron llevados a bases subterráneas en el suroeste, al amparo de un nuevo órgano secreto del Pentágono. Nadie debía saberlo, ni siquiera la CIA. Desde entonces, se desplegó un programa de contención y estudio.”— Lambert bajó la voz —“Allí descubrimos algo más perturbador: no todos los visitantes venían de las estrellas.” —

Morgan lo observó con incredulidad.

—“¿Quiere decir… que algunos ya estaban aquí?” —

Lambert asintió, clavando sus ojos en los de ella.

—“Exacto. Existen civilizaciones ocultas bajo nuestros pies. Los grises no llegaron, despertaron. Han habitado los laberintos subterráneos desde tiempos inmemoriales. El choque en Roswell fue apenas un accidente de superficie, una grieta que nos permitió asomarnos a una realidad soterrada.” —

Morgan permaneció en silencio, procesando la magnitud de lo que escuchaba. Si lo que Lambert decía era cierto, la Guerra Fría palidecía en comparación con aquella guerra secreta que se libraba bajo la corteza terrestre.

Lambert encendió un cigarro, lo sostuvo entre los dedos con la calma de quien está a punto de lanzar una bomba informativa. Morgan lo observaba desde el otro extremo de la sala, con los brazos cruzados y el rostro imperturbable.

 

—“En febrero de 1952,”— dijo él, exhalando una voluta de humo —“la Casa Blanca recibió dos visitas. No eran diplomáticos, ni generales soviéticos. Eran visitantes… de otro origen.” —


Morgan arqueó una ceja.


—“¿Visitantes? No me diga que hablamos de algún miembro de la cortina de hierro, Lambert” —

 

—“Ojalá”— replicó él con una media sonrisa torcida —“A esos podríamos manejarlos mejor. Los primeros visitantes dijeron ser Pleyadianos, seres de luz, literalmente. Aseguraban venir de las Pléyades. Por supuesto, eso no podemos comprobarlo. Se aparecieron ante Eisenhower en persona y lo advirtieron que debía detener las pruebas nucleares si quería que la humanidad sobreviviera.” —

 

Ella se inclinó hacia adelante, fascinada.


—“¿Y qué ofrecían a cambio?” —

 

—“Tecnología limpia. Energía sin límites, medicina capaz de curar casi todo, y algo más peligroso: expansión de la conciencia humana.” —

Morgan soltó una carcajada breve, cargada de ironía.


—“Ya me imagino al viejo Ike intentando explicar eso a los halcones del Pentágono. Con los nazis recién derrotados y los rojos tocando la puerta de Occidente…”—

 

Lambert sonrió con complicidad.


—“Exacto. Un discurso sobre la conciencia cósmica hubiera hecho estallar de risa a los generales. Y justo cuando parecía que la historia quedaría ahí, llegaron los segundos visitantes.” —

 

El aire en la sala se volvió más denso. Morgan lo supo antes de escucharlo.

 

—“Los Grises, ¿verdad?”— susurró.

 

Lambert asintió.


—“Surgieron de bases subterráneas y, según decían, de más allá del sistema solar. Su propuesta fue simple: acceso a voluntarios humanos para sus experimentos. A cambio, nos darían ingeniería avanzada en energía, propulsión… y armas.” —

 

—“Siempre las malditas armas”—murmuró Morgan, con un dejo de asco.

 

Lambert la miró fijo.

—“Y en plena tensión con la URSS, ¿qué crees que eligió Eisenhower?” —

 

Ella apretó los labios.


—“Aceptó escucharlos.” —

 

Él se inclinó sobre la mesa, con el cigarro a medio consumir.


—“No solo escucharlos, Cross. Abrió la puerta al trato. Y desde entonces el mundo no volvió a ser el mismo. La potencia que somos ahora, la Nasa… la hegemonía económica y militar… Todo surgió a partir de ese trato.” —

Un silencio cargado se apoderó de la sala. Morgan se levantó, caminó hasta la ventana enrejada que daba a un callejón anónimo de Washington. No había estrellas allí, solo neones húmedos y el rugido distante de un motor.

 

De pronto, Lambert cambió de tono, casi burlón.


—“Lo curioso es que los Pleyadianos dejaron un mensaje: ‘Cuando los hombres elijan la oscuridad, una mujer será la llave’. Nadie supo qué demonios quisieron decir.” —

 

Ella giró sobre sus tacones, con la sombra de una sonrisa en sus labios.


—“¿Me está diciendo que soy esa mujer, Lambert?”—

 

—“Maldito si lo sé Morgan. No sé cómo funciona esto. Solo puedo decirte que te elegí para BackStream porque no había ningún otro agente hombre o mujer con tus características. Ningún otro con tus habilidades y posibilidades.”— La miró con un brillo peligroso y feroz en los ojos.

 

Morgan se acercó, lenta, desafiante, hasta quedar a pocos centímetros de su rostro. Podía sentir el calor del cigarro, la tensión contenida, la atracción que ninguno de los dos tenía intención de confesar en voz alta.

 

—“Si voy a ser la llave”— susurró ella, con un tono más cercano al de una amenaza que al de una promesa —“más vale que me dé todas las cerraduras.” —

 

Lambert soltó una carcajada breve, áspera, antes de aplastar el cigarro en el cenicero.


—“Esa es la actitud que necesito.” —

Morgan ajustó el cierre de su gabardina mientras se miraba en un espejo de la oficina de su jefe. Sus ojos se reflejaban con una intensidad que intimidaba incluso a los hombres más entrenados. Su cabello negro caía liso sobre los hombros, impecable, mientras sus labios delineaban apenas una sonrisa fría.

Lambert explicó con la carpeta de misión en la mano.

—“Morgan” — dijo, en su tono grave y seco —“no es un viaje cualquiera. Detectamos una anomalía temporal en la reunión de 1952: los Grises que debían encontrarse con Eisenhower corren peligro de asesinato.” —

Morgan arqueó una ceja.

—“¿Asesinato? ¿Por quién? ¿Un agente extranjero?” —

—“Peor”— Lambert dejó la carpeta sobre la mesa, abriéndola para mostrarle fotografías y planos en miniatura —“Un saboteador soviético, creemos que infiltrado como criptógrafo del ejército estadounidense. Inteligente, sigiloso y dispuesto a matar antes de que se selle el pacto.” —

Morgan recorrió con la mirada los documentos. Sus dedos acariciaron el contorno de la pistola que llevaba oculta bajo la blusa.

—“¿Y mi papel?”— preguntó, con esa mezcla de ironía y desafío que Lambert siempre odiaba admitir que le intrigaba —“ ¿Soy el mosquito que va a evitar el desastre?” —

—“Eres algo más que eso”— dijo él, con un brillo de admiración contenida —“Luego de viajar al pasado, te infiltrarás como secretaria asignada al personal de Eisenhower. Tendrás que localizar al traidor y neutralizarlo antes de que dispare.” —

Morgan soltó una risa corta.

—“¿Secretaria?”— repitió, dejando caer la carpeta sobre la mesa —“Espero que la ropa de los años 50 me quede bien.” —

—“No se trata de la falda, Cross”— replicó Lambert, cruzando los brazos —“Si fallas, la historia cambiará por completo. Y no creo que quieras estar con un mundo bajo el yugo soviético.” —

Ella lo miró fijamente, dejando que la tensión creciera.

—“No me digas lo que no puedo manejar.” —

Lambert suspiró mientras meneaba la cabeza. Luego se apartó, dejando que ella estudiara cada detalle.

—“Recuerda esto: el traidor es un prodigio, pero es humano. Todos los humanos tienen un patrón. Encuéntralo antes de que el arma hable.” —

 

Esa noche, cuando dejó la oficina de Lambert y la regresaron a la ciudad, se dirigió al Marriot Alamogordo, en donde estaba alojada. Después de bañarse y refrescarse caminó a un bar cercano para tomar un par de cervezas. Allí Morgan se encontró con alguien más: Adrian Blake, un agregado militar británico de sonrisa insolente y mirada de depredador. Él había trabajado en misiones conjuntas con la CIA y la conocía demasiado bien.

 

Adrian la invitó a su mesa, apartando gentilmente una silla.

 

—“Morgan Cross en persona”— dijo con voz baja, casi ronroneando —“No me digas que también viniste a bailar con fantasmas del Pentágono.” —

 

Ella aceptó la cerveza que él le tendió, sin dejar de mirarlo con ironía.


—“Digamos que me invitaron a un baile muy particular. Y yo nunca rechazo una invitación peligrosa.” —

 

Él inclinó la copa hacia la suya, y por un instante permitió que el mundo de conspiraciones, presidentes y extraterrestres se desdibujara  para relajarse un poco antes de la misión.

 

Morgan sabía que esa distracción podía costarle caro. Pero en el ajedrez del espionaje, el deseo también era un arma.

La velada terminó en la suite del militar. El desierto rugía al otro lado de las ventanas. Ella se dejó caer en sus brazos, y por un instante el mundo dejó de existir: ni Grises, ni Pleyadianos, ni guerras secretas. Solo calor, piel contra piel y un silencio roto por respiraciones entrecortadas.

Pero Morgan nunca dormía del todo. Mientras Blake se relajaba y dormitaba, ella rebuscó en su chaqueta y encontró lo que temía: un microfilm codificado con las coordenadas del hangar donde los Grises habían aterrizado.

Adrian Blake no era un amante cualquiera. Era la pieza oculta en el ajedrez.

Morgan lo zamarreó para despertarlo con un susurro envenenado:

—“Así que eras tú.”

Adrian abrió los ojos, sin sorpresa —“O tal vez soy tu única salida, Cross. ¿Cuál crees que es mi misión en el hangar? Debo protegerte. Y con mi vida, si es necesario.”

Ella le apuntó con el arma que siempre llevaba —“Convénceme de no volarte la cabeza.” 

Él se inclinó, sin miedo, hasta rozar sus labios. —“Si me matas, nadie estará allí para protegerte. Y créeme… si esta misión fracasa, la mitad del mundo caerá en un maldito infierno.”

Morgan dudó. Su dedo seguía en el gatillo, pero algo en los ojos de Adrian —esa mezcla de desafío y deseo— le decía que lo necesitaba vivo.

—“Entonces cántame alguna canción, Blake”— murmuró ella —“O me encargaré de que tu cadáver desaparezca en una línea temporal que jamás existió.”

Adrian encendió un cigarrillo y exhaló el humo con calma estudiada. Sus ojos, grises como acero mojado, se clavaron en los de Morgan.

—“Escúchame bien, Cross”— dijo en voz baja, casi un gruñido —“No confíes en la Echo División. Ni siquiera sé cómo decirte esto, pero me huele mal que me hayan enviado de forma encubierta para vigilarte… y al mismo tiempo protegerte. ¿Por qué diablos no lo haría tu propia agencia?” — inclinó la cabeza, con un gesto amargo —“Algo nos están ocultando, algo que ni tú ni yo, los que nos jugamos la vida en el campo, tenemos derecho a saber.” —

Esa noche, el pacto entre ellos no quedó sellado ni con balas ni con besos.

Quedó en suspenso, como una bomba con el temporizador corriendo.

Morgan sabía una cosa: cada hombre en su camino era un arma, un peligro… y una tentación. Adrian Blake podía ser las tres cosas a la vez.

Y en el horizonte, bajo las dunas de Nuevo México, algo esperaba. Algo que había dormido desde Roswell.

Morgan Cross había llegado al pasado como si la hubieran lanzado contra un lienzo que la esperaba intacto y rígido. La transición había sido breve, pero su impacto fue demoledor: el aire olía a tinta fresca y café barato, los tacones resonaban sobre suelos encerados, y el murmullo de secretarias mecanografiando telegramas cifrados la envolvía como un enjambre inquietante. La falda lápiz se ceñía a sus caderas, las gafas le daban la inocencia calculada de la época, pero en sus ojos brillaba el filo de alguien que había visto demasiadas líneas temporales rotas.

Se movía entre las máquinas de escribir con la precisión de un depredador disfrazado de conejo. Su objetivo era uno solo: Anatoly Petrov. En la agencia creían que se camuflaba con un nombre estadounidense típico: Alan Prescott.

El joven criptógrafo era impecable en apariencia, reservado hasta la solemnidad, con un expediente que hacía babear a cualquier oficial de inteligencia. Pero Morgan no se dejaba engañar por superficies pulidas: mediante la lectura subliminal, palabras en ruso y fragmentos de órdenes de sabotaje flotaban ante su mente como letreros en neón.

El hangar militar, disfrazado como un anodino taller de aviación, olía a queroseno y metal oxidado. Desde la ventana alta de la oficina de comunicaciones, Morgan divisó a Alan Prescott,  rostro impecable, traje demasiado perfecto para ser casualidad deslizarse fuera del área administrativa con la elegancia de un gato que no quiere dejar huellas.

—“Ah, pillaste el momento justo, bastardo”— murmuró para sí, ajustándose las gafas y alisando la falda estrecha que disfrazaba su agilidad letal.

Lo siguió, silenciosa, bajando a los pasillos subterráneos. Allí, las luces parpadeaban como si supieran que algo sucio estaba a punto de ocurrir. Desde las sombras, Morgan vio el movimiento: Alan escondía bajo su chaqueta un arma compacta, extraña, de un diseño futurista. No era de esa época. No podía serlo.

“Ruso… tenía que serlo”, pensó mientras sus labios se curvaban en una media sonrisa peligrosa.

El criptógrafo tomó posición junto a la puerta de acceso reservado. Al otro lado, la comitiva presidencial se acercaba, Eisenhower incluido. Y detrás, los invitados del otro mundo: los Grises. Si Prescott apretaba el gatillo, la historia se partiría en dos. No habría pacto. No habría tecnología. Tal vez no habría carrera espacial.

Morgan no esperó. Se lanzó sobre él segundos antes de que jalara el gatillo.

—“¡Ni lo sueñes, cariño!”— escupió entre dientes mientras lo embestía.

El forcejeo fue brutal y silencioso, casi sensual en su violencia. Él intentó girar el arma, ella lo inmovilizó con una llave rápida. El disparo se perdió en una viga metálica, dejando un eco vibrante que parecía un trueno contenido.

—“¿Quién diablos eres?”— bufó Alan, sudoroso, intentando liberarse.
—“La mujer de tus pesadillas… y de tus mejores sueños”— respondió ella, torciendo su muñeca hasta hacerlo soltar el arma.

Prescott o Petrov yacía contra la pared, con las muñecas aseguradas por las esposas que Morgan había sacado de su liga. El sudor le perlaba la frente, pero en sus ojos brillaba una obstinación peligrosa. Se inclinó hacia ella, con una media sonrisa que parecía más un desafío que una rendición.

—“No creas todo lo que ves, Cross”— murmuró con un acento apenas disfrazado —“El verdadero enemigo no está en Moscú ni en Washington. Busca los archivos Phantom… y entonces entenderás quién manipula a quién.” —

Morgan lo observó en silencio, dejando que sus palabras calaran como veneno lento. Sabía reconocer la trampa en un susurro, pero también sabía que aquel nombre Phantom, no era una improvisación.

En ese instante, a unos metros, unas sombras se movieron entre las penumbras. Morgan giró la cabeza y alcanzó a ver a Adrian Blake, su contacto en la misión, eliminar con un cuchillo limpio y rápido al soporte de Petrov, otro infiltrado soviético que había estado cubriendo al criptógrafo. El cuerpo cayó sin ruido, como una marioneta a la que le cortan los hilos.

Alan se desplomó contra la pared, jadeando. Morgan lo mantuvo controlado, mientras terminaba de inmovilizarlo.

Adrian se acercó, mientras guardaba el cuchillo en su bota.

—“Hermoso trabajo, Morgan. Aunque yo habría preferido menos preliminares”— dijo con un guiño.

Morgan se incorporó, acomodándose el vestido como si nada hubiese ocurrido.

—“Ya sabes cómo soy… me gusta sentir la respiración de un hombre antes de derribarlo.” —

Adam se acercó, con su voz grave acariciándole el oído: —“Adoro cuando te ensucias las manos.” —

Ella lo miró, desafiante. Los labios se rozaron apenas un instante antes de que los pasos de la comitiva presidencial resonaran por el pasillo.

Después del presidente, aparecieron los Grises. No alteraron el aire; su presencia era de una calma imposible de describir, casi sagrada. Sus cabezas alargadas y ojos negros como obsidiana parecían observar algo más allá del tiempo mismo.

Morgan y Blake habían cumplido el objetivo: el peligro había sido neutralizado, el pacto se sellaría, y las consecuencias eran insondables.

Desde las sombras, un Pleyadiano invisible para los ojos humanos, se manifestó fugazmente: era una figura de luz tenue que se materializó e invadió sus mentes con un mensaje silencioso:

“Cada decisión abre un nuevo camino, y no todos llevan a la supervivencia de su especie.”

Morgan respiró hondo, sintiendo la adrenalina todavía latiendo en su cuerpo. Con Blake habían salvado el momento, pero no habían ganado la guerra.

La noche cerró su telón sobre el hangar. Morgan sabía que había sido la llave… pero cada cerradura tenía sus riesgos, y en el juego del tiempo, abrir una puerta siempre podía cerrar otra.

FIN





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