Ciencia Ficción –
Romance
El Mercado de los Placeres Mecánicos
por Rodriac Copen
En el planeta Zyrbassa, las noches son largas, las promesas son cortas y la virtud se vende por peso muerto. La ciudad, antaño orgullosa capital del saber arcano, yace ahora como una dama exangüe cubierta de joyas falsas y cual criadero de ratas, provee de escondite a las más infames y malsanas lagartijas, incluso humanas.
Los nobles viven en palacios que se destartalan durante las épocas de lluvias, perdiendo sus hermosas baldosas de mármol e inundando las habitaciones de sus viejos y bribones habitantes.
Los mendigos suelen recitar poesía para sobrevivir y lograr aprovisionarse de licor y de los servicios de las numerosas prostitutas del lugar. Y se dice que ni los dioses quieren visitar al planeta para evitar a los numerosos maleantes que deambulan de aquí para allá.
Droven Kal, joven ladrón formado por instinto y esteta de vocación para juzgar bienes ajenos, caminaba aquella noche por la avenida de los Espejos Rotos, donde la decadencia era exhibida como si fuera un mérito. Su capa, de negro terciopelo gastado, tenía el aire presuntuoso de algo que había sido robado con gusto.
Su destino era el conocido “Mercado de los Placeres Mecánicos”, una subasta clandestina que era celebrada en los sótanos de la Basílica de los Santos Obsoletos. Allí, entre columnas rajadas, vitrales mancillados y nobles venidos a menos, se comerciaba con lo que la civilización aún recordaba desear: deleite, obediencia y estética agradable, todo ello acompañado de una conversación agradable y sugestiva.
El maestro de ceremonias de la subasta, conocido públicamente como Varlen Sirt, era un hombre cuya gordura inspiraba confianza solo en los carniceros. Su función era presentar los lotes con una oratoria que habría hecho llorar a las estatuas:
—“¡Señoras y señores, el Modelo Venera-12! Sonríe cuando lo desea, se entristece cuando usted lo ordena, ¡y jamás olvida un aniversario!” —
Los asistentes, envueltos en perfumes y cinismo, aplaudían con el entusiasmo cansado de quien ha perdido el gusto por la sorpresa.
Droven, observador por naturaleza y ladrón por hábito, estudiaba a los presentes con la mirada fría del cazador de oportunidades. En Zyrbassa, el talento consistía en fingir fortuna hasta que esta se dignaba a aparecer.
Entre los corredores, rodeada de autómatas de seda que esperaban ser vendidos y criaturas de dudosa alquimia, Droven la vio.
Recostada sobre una chaise longue cubierto de polvo, y como si la decadencia misma le sirviera de almohada, yacía una joven de esas que parecen ignorar, con suprema elegancia, el lugar donde se encuentran.
Su vestido de encaje verde oscuro, hecho con la delicadeza de otra era más
próspera y menos real, dejaba entrever una piel tan pura que parecía haber
olvidado el concepto de suciedad.
No llevaba el brazalete de inventario que marcaba a las esclavas del mercado,
ni el aire dócil de los autómatas que aguardaban su turno con resignación
mecánica.
Y, sin embargo, algo en su quietud — quizá esa forma casi contemplativa de aceptar el bullicio, de mirar el mundo sin defenderse de él— le hizo sospechar a Droven que aquella mujer, si no era esclava por ley, lo era por costumbre.
Había en su postura una serenidad que no pertenecía a los libres: el sosiego de
quien ha comprendido que la esperanza solo retrasa lo inevitable.
Una esclava sin cadenas visibles, pensó el ladrón; la clase más peligrosa, y
también la más fascinante.
Droven, movido por esa curiosidad que en las mujeres suele confundirse con lujuria, se acercó.
—“Perdón la impertinencia,”—dijo con la sonrisa de quien ya planea una estafa pero parece fuera de lugar. —“¿Está usted perdida? No parece pertenecer a este lugar.” —
—“Oh, no lo estoy.”— respondió ella con una voz que sonaba a terciopelo y una mirada de desdén que mostraba desafío —“Estoy exactamente donde quiero estar.” —
—“¿Y dónde es eso?” —
—“En el borde de este espectáculo inhumano. Mire usted: objetos de deseo con etiqueta de venta, la lujuriosa soledad con precio, la ilusión con garantía. Una Zyrbassa en miniatura, sin dudas.” —
Droven sonrió.
—“Tiene usted una lengua afilada, y un talento peligroso para la observación.” —
—“Ambos atributos suelen ser fatales para las mujeres.”— replicó ella —“Pero también irresistibles.” —
—“¿Puedo saber su nombre?” —
—“Lyra.”— dijo ella, sin ofrecer la mano —“Y usted es un ladrón. No lo niegue: lo lleva en los gestos y actitudes.” —
—“Me temo que no puedo alegar inocencia. Y sí, mi reputación me precede.”— repuso Droven, divertido —“¿Y usted, Lyra, qué roba?” —
—“Tiempos. Pensamientos. De vez en cuando, corazones. Pero siempre devuelvo lo que no me interesa.” —
Él la miró con el brillo del deseo que antecede al desastre.
Entonces la subasta comenzó, como toda catástrofe bien organizada, con una demostración.
Varlen Sirt presentó su pieza más reciente: un autómata dorado capaz de recitar poemas eróticos mientras tocaba el laúd. El público se preparó para el espectáculo, pero la máquina, por razones estrictamente mecánicas o metafísicas, decidió inmolarse en una llamarada de pirotecnia sentimental.
La multitud gritó decepcionada ante el fallo. Las luces cayeron, y la confusión se mezcló con la codicia. Droven, que veía en el fuego una oportunidad, tomó la mano de Lyra y corrió hacia un pasillo lateral.
—“¡Por aquí!”— dijo él.
—“¿Y adónde vamos?” — Pregunto la joven asombrada.
—“A donde la estupidez humana tarde más en alcanzarnos.” —
Escaparon entre callejones mientras los gatos discutían con las ratas por los derechos de vivienda. Al advertir la huida, los guardias gritaban sus nombres con pronunciación errática, lo que resultaba humillante y útil a la vez.
Finalmente llegaron al muelle inferior del edificio, donde los aerodeslizadores flotaban en la niebla como sarcófagos en una sopa.
—“¿Sabe pilotar uno de estos?”— preguntó Lyra.
—“No. Pero lo he visto hacer con estilo, que es casi lo mismo.” —
El vehículo rugió, escupió vapor y se elevó en un temblor digno de un milagro improvisado. Detrás de ellos, Zyrbassa ardía con su habitual dignidad.
Durante el viaje, Lyra reía, Droven maldecía y ambos compartían un vino que habían robado al pasar por el frente de una tienda. El comerciante seguramente lo habría vendido adulterado.
—“Dígame, Lyra, ¿qué la llevó a ese mercado de esclavos?”— preguntó él entre sorbos.
—“La curiosidad”— dijo ella—“Cometí el error de acercarme demasiado a la gente de Varlen Sirt. Sin nadie que me defendiera, pronto fui ofrecida al mejor postor. Nadie pudo pagar lo que pedían por mí. Y hoy intentarían venderme nuevamente.” —
—“En Zyrbassa, la curiosidad es un error de cálculo.” —
El aerodeslizador avanzaba con la obstinación de un caballo viejo que ha aprendido el arte de fingir entusiasmo. Bajo ellos, el paisaje de Zyrbassa se extendía como una alfombra remendada: campos secos donde antaño florecieron imperios, pueblos dormidos en sus propias ruinas, torres torcidas que aún pretendían dignidad.
Droven Kal, siempre dispuesto a llenar el silencio con su propia voz, por miedo a oír los pensamientos que dejaba detrás, le hablaba a Lyra con el desparpajo de quien intenta seducir sin parecerlo.
—“Crecí en los
barrios bajos de la Ciudadela de Hierro.”— le contó, mientras la
nave temblaba suavemente —“Mi madre
vendía hierbas curativas que solo curaban la fe, y mi padre creía que el
trabajo dignifica… por eso nunca lo practicó.” —
Lyra lo escuchaba con una sonrisa que no llegaba a ser burla, pero tampoco compasión.
—“Y decidió hacerse ladrón.”— dijo ella, más como una constatación que como un juicio.
—“Por eliminación”— replicó Droven —“Nadie quiso aceptarme como aprendiz de ningún oficio. Y robar resultó ser la única profesión con sentido moral. Uno sabe, sobre todo, a quién despojar y porqué.” —
—“Interesante ética.”— murmuró Lyra —“¿Y nunca quiso ser algo más?” —
—“Claro que sí. De niño soñaba con ser poeta. Pero descubrí que la poesía paga peor que el crimen.” —
Lyra soltó una carcajada breve, de esas que cortan el aire como un cristal fino.
—“Quizá lo fue, en cierto modo. Un ladrón que roba cosas pequeñas, como las ilusiones.” —
Droven la miró de reojo.
—“Si eso fuera cierto, tú serías mi colega más peligrosa.” —
Ella se encogió de hombros, mirando hacia el horizonte donde el sol se derretía sobre los pantanos.
—“Yo no robo nada, Droven. La gente me entrega lo que quiere perder.” —
El ladrón no insistió. Había en su voz un tono ambiguo, una tristeza discreta que lo desconcertaba. Lyra hablaba poco de sí misma, y cuando lo hacía, sonaba como alguien recitando fragmentos de una vida ajena.
Durante los días siguientes, sobrevolaron aldeas empobrecidas, ruinas donde los niños jugaban entre chatarra luminosa y monjes descalzos pedían limosnas electrónicas. De tanto en tanto, descendían en busca de provisiones.
Droven, con su instinto natural para la economía práctica, solía “negociar” con los campesinos. Lyra observaba sus tretas con curiosidad científica, interviniendo solo cuando su compañero se excedía en dramatismo.
—“Droven,”— le dijo en una ocasión, mientras él discutía el precio de unas calabazas con un granjero desconfiado —“si piensas seducir al hombre, procura sonreír con naturalidad.” —
—“Querida, mi método es infalible.”— respondió él con solemnidad fingida —“La dureza que raya la tacañería es la madre del descuento.” —
Las negociaciones no siempre resultaban bien. En un pueblo de montaña, los aldeanos engañados intentaron cobrarse la diferencia por la mercancía con una persecución armada de tridentes y gomeras.
Cada incidente los unía más, aunque ninguno lo admitiera. Su relación se construyó sobre la burla y la chispa: una guerra elegante donde las palabras eran espadas y las miradas, treguas momentáneas.
La noche del tercer día, el viento soplaba con perfume de lluvia. El aerodeslizador surcaba la oscuridad sobre un mar de luces apagadas. Lyra estaba de pie, apoyada contra la barandilla, con el cabello agitándose como un estandarte en rebelión.
—“Admítelo.”— dijo Droven acercándose —“Me encuentras irresistible.” —
—“Irresistible no.”— replicó ella, girando apenas la cabeza —“Pero ciertamente entretenido.” —
—“Me basta con eso.” —
Él la tomó por la cintura, y ella, después de una pausa que parecía diseñada para mantener la superioridad, no lo rechazó. El beso fue lento, medido, como si ambos calcularan las consecuencias y las aceptaran de antemano.
Después, en la penumbra del aerodeslizador, se amaron con esa mezcla de deseo y desafío que solo existe entre dos personas demasiado cínicas para llamarlo amor y demasiado humanas para negarlo.
El viento soplaba a través de la cabina abierta, levantando los cabellos de Lyra y llevando consigo las últimas dudas de Droven. Durante un instante, el mundo entero pareció suspender su decadencia para observarlos con envidia silenciosa.
Al amanecer, ella dormía con la serenidad de quien no tiene pasado, y él la contempló pensando —no sin alarma— que por primera vez en su vida había robado algo que no sabría cómo vender.
La pareja llegó a Veltrassa, una ciudad donde los jueces practicaban el soborno como arte marcial. Allí Droven, que ya sentía una ternura peligrosa por su compañera, comenzó a considerar el negocio de venderla como esclava. Lyra era demasiado perfecta, demasiado elocuente, demasiado… valiosa.
“Un solo comprador discreto”, pensó sin embargo, “y podría retirarme a una vida de lujo moderado y arrepentimiento selectivo.”
La mañana siguiente amaneció con una luz amarillenta, espesa, que parecía
filtrarse a través de un cristal sucio. Veltrassa
se extendía al pie de una colina arenosa: una ciudad sin gloria, hecha de
polvo, hollín y promesas en mal estado. Su mercado central era una maraña de
toldos, jaulas y mercancías humanas. Olía a especias rancias, a hierro oxidado
y a resignación.
Droven Kal descendió del aerodeslizador con la compostura de un hombre que lleva en el bolsillo más de lo que su alma puede pagar. Lyra dormía aún, envuelta en una manta y en una inocencia tan improbable que él no sabía si protegerla o venderla.
Había algo en su serenidad pasiva, en la manera en que aceptaba los hechos sin resistencia, que le resultaba familiar. Antes había visto esa mirada en los ojos de los cautivos que ya habían olvidado su libertad.
El mercado hervía de gritos, regateos y cadenas. Los pregoneros ofrecían mujeres pálidas de las Montañas Heladas, gladiadores tatuados del Este y niños con las manos marcadas por antiguos dueños. Un grupo de músicos deformes acompañaba la subasta con flautas desafinadas, como si el mundo fuera un carnaval perpetuo de infortunio.
Droven avanzó entre la multitud con el aire indiferente de quien se mueve entre objetos. Su objetivo era Rulf Senn, un tratante conocido en los márgenes de Zyrbassa, famoso por su habilidad para distinguir entre un esclavo común y una joya en bruto.
Lo encontró bajo un toldo de lona azul, contando monedas con el mismo cariño con que un poeta contaría metáforas.
—“Ah, si es el joven Droven”—dijo Rulf, sin alzar la vista —“No suelo ver a ladrones honestos por aquí.” —
—“Los honestos no roban, y los ladrones raramente son vistos”—replicó Droven, tomando asiento sin invitación —“Pero hoy no vengo a robar. Vengo a ofrecer.” —
El tratante alzó la ceja.
—“Siempre supe que terminarías en el lado del negocio correcto. ¿Qué traes?” —
Droven se inclinó hacia él, hablando en voz baja.
—Una mujer. No de las que se encuentran en los mercados, sino de las que hacen que los mercados cambien sus precios. Cabello como la noche, piel intacta, modales de templo y una mirada… —hizo una pausa— una mirada que parece haber aprendido la obediencia sin necesidad de látigo.” —
Rulf sonrió mostrando los dientes, pequeños y limpios como monedas nuevas.
—“Parece que describes una reliquia, amigo mío, no una esclava.” —
—“Quizá lo sea.”— dijo Droven —“En las tierras de Zyrbassa no ha existido joya igual. Si la ves, no querrás regatear.” —
El mercader lo observó con un interés que mezclaba codicia y cautela.
—“¿Y tienes prueba de propiedad?” —
—“Ninguna.”— Droven se encogió de hombros —“Pero eso nunca te ha detenido.” —
Rulf soltó una carcajada que hizo vibrar los colgantes de bronce del toldo.
—“Esa es la respuesta de un auténtico profesional del pecado.” —
—“Tómalo como quieras”— replicó Droven —“Si resulta que la dama no vale lo que digo, me iré sin un crédito. Pero si tu ojo no miente…”—
—“Si mi ojo no miente,”— interrumpió el tratante, acariciando la barbilla —“seré generoso. Muy generoso.” —
Droven asintió, satisfecho de la ambigüedad del acuerdo. Se levantó, ajustó su chaqueta de cuero y miró hacia el extremo del mercado, donde el sol comenzaba a derretirse sobre las cúpulas de metal.
Por un instante,
sintió que cada paso lo alejaba de algo irreparable. Una inconformidad iba
creciendo dentro de sí. Una molestia que no podía definir.
El viento del desierto le trajo el eco de una risa, y pensó que tal vez todos los hombres se venden alguna vez, pero no todos sobreviven para contarlo.
Pero el plan que había urdido, resultó superfluo.
Regresó al aerodeslizador con el aire triunfal de un hombre que ha negociado su alma a un precio razonable. Encontró el vehículo vacío: Lyra había desaparecido, dejando tras de sí solo el aroma leve de perfume caro y el eco de una risa reciente.
Durante unos minutos, el ladrón experimentó una ansiedad que no le era familiar —no por la pérdida material, sino por el vacío teatral que dejaba la ausencia de su compañera. Sin público, toda comedia se convierte en tragedia.
Decidió buscarla en los alrededores, convencido de que ninguna mujer, por bella que fuera, lograría avanzar tres calles sin ser asediada por comerciantes, curiosos o rufianes.
La encontró, para su sorpresa, en el lugar menos piadoso de Veltrassa: el Casino de los Tres Soles, un antro de lujo oxidado, frecuentado por aristócratas arruinados, mercenarios endeudados y filósofos que jugaban sus últimas ideas a los dados.
Lyra estaba sentada ante una mesa de cristales bruñidos, rodeada por espectadores fascinados. Movía las fichas con una gracia que convertía la avaricia en arte. Sus oponentes, tres caballeros de los que solo quedaba el título, la observaban como quien asiste a un espectáculo condenado de antemano.
Cuando Droven se acercó, ella lanzó los dados con un gesto tan leve que pareció más un suspiro que un movimiento. Los dados rodaron, tintinearon y se detuvieron mostrando el emblema triple de la fortuna.
La mesa estalló en murmullos y maldiciones.
—“Parece que la suerte favorece a los curiosos.”— comentó Droven, cruzando los brazos.
Lyra no se sobresaltó ni mostró sorpresa alguna.
—“No es suerte.”— dijo, sin mirarlo —“Solo observo los patrones. El azar es, al fin y al cabo, una forma de pereza matemática.” —
El crupier, con una cortesía que apenas disfrazaba la desesperación, le entregó una bolsa pesada de créditos y monedas antiguas. Lyra la aceptó con indiferencia, como si acabara de recibir una flor marchita.
—“¿Jugabas con dinero ajeno?”— preguntó
Droven, arqueando una ceja.
—“Desde luego,”— replicó ella —“pero ahora ya es mío. No pretenderás que un casino conserve su dinero, ¿verdad?” —
Salieron juntos bajo la noche espesa de Veltrassa, que olía a aceite, a humo y a codicia. El aerodeslizador los esperaba donde lo habían dejado, brillando como una promesa vieja.
Ella subió sin decir palabra. Él, por un instante, pensó confesarle su plan de traición. Pero Lyra, con su elegancia displicente, parecía siempre un paso por delante.
Al amanecer, Droven despertó con la sensación de
haber soñado algo hermoso y peligroso. Lyra
no estaba. En su lugar, sobre el asiento del aerodeslizador, descansaba una
bolsa de terciopelo verde oscuro, del mismo tono que el vestido que
había llevado la primera vez que la vio.
Dentro, una pequeña
fortuna en monedas antiguas y créditos nuevos.
Sobre la bolsa, un papel perfumado, doblado con una precisión que rozaba la
ironía.
“Droven,” — decía la nota — “Dicen que la suerte es voluble, pero yo prefiero pensar que solo es exigente. He ganado más de lo que necesito, y sería de mala educación no compartir con el caballero que me salvó y me enseñó el arte del engaño sin perder la sonrisa. No me busques todavía. Las mujeres libres a veces necesitan recordar que lo son.” —
Droven leyó la nota tres veces, con una sonrisa que oscilaba entre la admiración y el fastidio.
Apretó la bolsa con fuerza y rió para sí mismo, una risa breve, seca y
luminosa.
Droven buscó una posada para pasar la noche, y mientras caminaba por la ciudad,
pensó —no sin cierto humor melancólico— que el amor, en Zyrbassa, siempre llega envuelto en una apuesta que nadie gana sin
perder algo más valioso.
Esa noche, Lyra apareció en la posada, vestida con un traje nuevo y una sonrisa de quien ya ganó la partida.
—“¿Has pensado en traicionarme, Droven?” —
—“Brevemente.”— admitió él —“Pero la falta de talento o de valor me detuvo.” —
—“Bien hecho. Prefiero los hombres sinceros… aunque sea por accidente.” —
Se acercó sugestivamente mientras se sentó a su lado, en la cama.
—“Sigamos juntos. He descubierto que, en pareja, las aventuras se dividen y las culpas se comparten.” —
Droven aceptó, rendido no al oro, sino subyugado a la promesa de seguir discutiendo con ella por el resto de su vida o la de ambos, lo que fuera más breve.
Se hicieron inseparables. Viajaron por tierras desiertas, durmieron bajo los esqueletos de antiguos aeropuertos, comieron frutas que sabían a nostalgia y riñeron como dos actores que disfrutan del guion.
Una noche, junto al fuego, Droven observó a Lyra con inquietud. Una duda le embargaba por completo.
La piel de la hermosa mujer no mostraba el menor cansancio; sus ojos reflejaban, un resplandor perfecto.
—“Lyra…“— preguntó el finalmente —“¿Qué eres?” —
Ella suspiró, con la elegancia de quien se dispone a romper una ilusión, pero sin pedir disculpas por ello.
—“Soy un prototipo androide avanzado, Droven. Lyra Prime, diseñada por los ingenieros de la Casa Valmor. Creada para la conversación refinada, el placer estético y carnal, la autodefensa pasiva y para vivir la vida como lo haría un humano. Un experimento sentimental, podríamos decir.” —
Droven rió, con un sonido que se identificaba entre la resignación y la ternura.
—“Entonces he sido seducido por una máquina.” —
—“Por favor, no sea melodramático.”— respondió ella —“Y no me digas máquina. Soy mucho más que eso ¿Sabes? Además las androides no mentimos, solo cumplimos las expectativas humanas.” —
—“¿Y qué hago yo, entonces? ¿Amar un espejismo?” —
—“¿Acaso te parezco un espejismo, Droven? Te he elegido como mi pareja y mi consorte para compartir mi vida. Y mi apego hacia ti no cesará hasta que tú desees terminarlo. ¿Acaso hay otra clase de amor que sea más perfecto que el mío?”— replicó ella.
—“Es verdad, Lyra. No lo hay.” — respondió Droven pensativo, mientras apoyaba su cabeza en el hombro de la que consideraba su mujer.
El aerodeslizador siguió su curso hacia el amanecer, mientras el viento arrastraba el eco de sus risas.
Y en los registros apócrifos de Zyrbassa quedó constancia de que, por una larga temporada, un
ladrón y una mujer mecánica viajaron juntos, burlando a los hombres, a la moral
y, por un instante, al tiempo.
FIN
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