SciFi - Western Espacial
El Ultimo Duelo
del Predicador Rojo
por Rodriac Copen
En el planeta árido conocido como Rath-7, el sol no se pone del todo: sólo cambia de color. A veces es rojo, a veces adquiere un tono de cobre sucio que parece sangrar sobre los desfiladeros de piedra negra. El aire quema la piel y deja un sabor metálico en la lengua. Las tormentas de arena pueden tragarse un convoy entero y devolverlo días después cubierto de polvo dorado. En ese infierno, los colonos cavan con las manos o con máquinas oxidadas, buscando fragmentos de oro líquido y diamantes de plasma, combustibles que mantienen vivas las rutas espaciales.
Las ciudades de los planetas mineros son poco más que montones de chatarra y ambición, construidas sobre huesos de esclavos. Los androides trabajan sin descanso, los humanos también, aunque los androides no se quejan. A veces, los dos terminan igual: rotos, olvidados y enterrados bajo el polvo. La ley está en venta, y el que puede pagarla se convierte en su propio juez.
En Rath-7, el único lugar que se puede encontrar con luces después del anochecer es La Cantina del Coyote Azul, donde el ron espacial se sirve caliente y la muerte se sienta a escuchar. Allí llegó Hawk Donovan, un hombre que parecía hecho de hierro y con pocos remordimientos.
Dicen que fue sheriff en otro mundo, antes de que lo traicionaran. Dicen también que perdió a su androide, Sable-9, una máquina con alma de compañero y memorias de las guerras y enfrentamientos de su compañero humano. A Hawk se lo arrebataron unos contrabandistas de cuerpos y lo vendieron en Rath-7, donde las piezas vivas valen más que el oro.
Hawk no busca justicia. Busca equilibrio. El tipo de equilibrio que se logra con el cañón de un arma. Su nave, vieja y marcada por la metralla, aterrizó entre los escombros del puerto minero con el sonido de una promesa rota.
—“No vine a negociar”— le dijo al capataz del muelle, mientras el viento levantaba una nube de polvo plateado —“Vine a recuperar lo que es mío.” —
El hombre lo miró, algo nervioso, como si hubiera visto a la muerte ponerse el sombrero. Tenía experiencia en tratar con hombres duro y, sin dudarlo, el forastero lo era. En Rath-7, la venganza es un idioma que todos entienden, pero sólo algunos pueden ejecutarla.
Hawk encendió un cigarro de hoja sintética y observó el horizonte abrasado. El humo se confundía con la bruma del calor. Sabía que encontrar a Sable-9 sería como rastrear una sombra en medio del fuego, pero no le importaba. El androide no era un robot como los demás. Había sido su compañero de aventuras.
Habría cruzado cualquier galaxia por mucho menos.
Y cuando un hombre como Hawk Donovan pierde algo porque se lo arrebatan, el universo tiembla un poco, esperando el estruendo.
Fort Ashbury, la única ciudad del planeta, era una herida abierta en medio del desierto. Los edificios parecían un montón de chatarra brillante, con luces parpadeantes y promesas oxidadas. Las calles eran de polvo rojo y metralla. Los muros se mostraban como placas de metal corroído por el tiempo. Todo el planeta giraba en torno a esa ciudad, y esa ciudad giraba en torno a La Quebrada del Lobo, la cantina más vieja y podrida de Rath-7.
Hawk Donovan entró en silencio, arrastrando las botas cubiertas del polvo rojizo y pegajoso de la calle. El zumbido de los generadores y el murmullo de las voces le dieron la bienvenida. Había olor a sudor, axilas y aceite quemado. El ambiente general era de obnubilada desesperanza. Dejó el rifle apoyado contra la barra y pidió un trago del ron local, un líquido denso que sabía a gasolina.
Subió al piso alto del hotel que daba sobre la cantina. El pasillo estaba lleno de puertas cerradas y risas forzadas. Ahí conoció a Lyla Torrance, una hermosa mujer con mirada cansada y piel algo marchita. Tenía el tipo de belleza que sobrevive a los golpes y al tiempo.
No hablaron mucho. No hacía falta para acordar un precio entre los dos.
Después del sexo, mientras el humo del cigarro se mezclaba con el calor, y ambos se relajaban, Lyla habló en confianza con Hawk.
—“No soy de aquí, ¿sabes? Antes no era protituta.”— dijo la prostituta con voz melodiosa —“Me trajeron capturada desde Eridan IV. Iba en un carguero de suministros. Lo abordaron los forajidos de la pandilla Ghostline Crew.” —
Hawk la miró de reojo, sin decir nada.
—“Me vendieron a este antro como si fuera una máquina más. Y lo peor… es que ya ni sé si quiero escapar.”— Se rió sin alegría —“A veces pienso que los muertos tienen más suerte.” —
Hawk se incorporó, mientras apoyaba los codos en las rodillas.
—“Dices Ghostline Crew...”—repitió el nombre como si lo probara con la lengua —“He oído rumores sobre ellos. Tipos que cazan carne y metal por igual.” —
—“Los lidera un fanático…”— continuó Lyla, encendiendo otro cigarro —“Quizá escuchaste de él. Le dicen Predicador Rojo. Recita versículos antes de apretar el gatillo. Se dice que lo hace para limpiar el pecado de sus víctimas antes de morir.” —
—¿En verdad parece tan noble?” — Preguntó Hawk con cinismo.
—“Na… yo diría que disfruta el momento antes del tiro final.” —
Hawk se quedó en silencio un rato, mirando por la ventana. Afuera, las luces de neón morían una a una en la bruma del polvo.
—“¿Sabes dónde puedo encontrarlo?” —preguntó, sin girarse.
Lyla bajó la vista.
—“Dicen que opera desde la Fosa de los Caídos, más allá de las minas del norte. Pero ten cuidado. Nadie vuelve de ahí.” —
—“Yo no vine a volver”— dijo Hawk.
Se levantó, se ajustó el cinturón con las pistolas de plasma y dejó unas monedas sobre la mesa. Lyla las miró, luego lo miró a él.
—“Si vas tras Vance...”— susurró —“ten cuidado. Mata a traición de ser necesario. No te relajes.” —
Hawk sonrió apenas, con una mueca cansada.
—“Hace mucho que dejé de confiar.” —
— “Otra cosa.” — Dijo Layla casi con urgencia, mientras le tomaba del brazo. —“Métele una bala en mi nombre. Y te deberé una.”—
Hawk asintió. Después de pensarlo por un momento, le preguntó:
—“Puedes venir conmigo si quieres meterle una bala tú misma.” —
Una expresión de alegría inundó el rostro de la prostituta mientras aplaudía entusiasmada. Dijo:
—“Me cambiaré en un minuto.” — empezó a desnudarse.
Hawk miró el cuerpo desnudo de Lyla mientras se cambiaba. La luz de neón se reflejaba en sus ojos, roja como la sangre de Rath-7. Los labios del hombre apenas se movieron, secos como el desierto:
—“No es un paseo, Lyla. La gente de Ghostline Crew no perdona. Ni a humanos ni a androides. Nos jugaremos los huesos en teso, niña.” —
Ella le sostuvo la mirada, desafiante.
—“Entonces quiero estar ahí. Quiero verlos caer. Que paguen cada grito, cada golpe, cada asqueroso cliente con el que me acosté. Si tú vas, yo voy. Te cuidaré las espaldas.” —
Hawk chasqueó la lengua, con un gesto de resignación. No era cuestión de confianza. Era cuestión de sobrevivir.
—“Bien. Pero si me entorpeces, juro que no me temblará la mano.” —
Lyla sonrió, una sonrisa cargada de fuego, cicatrices y mucho rencor.
Salieron sigilosamente por la puerta trasera de La Quebrada del Lobo, mezclándose con la tormenta de polvo. El viento de Rath-7 lo recibió como a un viejo enemigo.
A lo lejos, la noche parecía encenderse. Dicen que cuando la noche arde en ese planeta podrido, alguien va a morir.
Las calles de Fort Ashbury parecían pasadizos de muerte; cada sombra podía esconder una bala de plasma o una traición. Subieron a la montura mecánica de Hawk, que rugía como una bestia herida.
El viento los golpeaba mientras atravesaban el desierto de Rath-7. El cielo parecía un lienzo de cobre y ceniza. El horizonte temblaba, como si la tierra misma estuviera viva y vigilando. Hawk no hablaba mucho; solo avanzaba, con los ojos fijos en la distancia. La muerte parecía seguir cada huella de sus ruedas.
—“¿Ese es el Cañón del Diablo Rojo?”— preguntó Lyla, rompiendo el silencio. A la distancia, unas montañas se erigían despegándose del suelo plano del desierto.
—“La tumba de muchos que pensaron que allí podían esconderse”— dijo Hawk, con voz áspera —“Los que llegan a este lugar, no regresan, salvo que sean más rápidos que la muerte.” —
El cañón fue creciendo hasta aparecer como una herida abierta en la tierra, sus paredes de roca roja brillaban con un brillo metálico bajo la luz de Rath-7. Entre los salientes y las sombras, se adivinaban siluetas, restos de emboscadas pasadas: un androide partido, restos de cristales energéticos, huesos humanos medio cubiertos de polvo.
Hawk frenó la montura.
—“Nos esconderemos por aquí. Los Ghostline Crew suelen patrullar los desfiladeros. Tendremos ventaja si nos movemos entre las sombras.” —
Lyla bajó, ajustando su blaster.
—“Puedes confiar en mí.” — dijo —“Soy mejor que muchos hombres que has conocido.” —
Hawk sonrió con dureza.
—“Tenlo por seguro. No te habría traído si no lo pensara.” —
Lyla escondió su sonrisa de satisfacción por la palabras de Hawk.
El viento rugió en el cañón. El silencio pesaba, como un reloj que contaba los segundos hasta la primera bala. Hawk y Lyla se agazaparon entre las rocas, sus ojos permanecieron atentos a cada movimiento, preparados para enfrentar la tormenta de sangre y fuego que se avecinaba.
Porque en Rath-7, la venganza no espera. Se toma con las manos ensangrentadas y el corazón helado. Y Hawk Donovan no conocía otra forma de justicia.
El Cañón del Diablo Rojo parecía un cuerpo dormido, con grietas que brillaban como cicatrices en la roca. Hawk y Lyla avanzaban entre sombras y polvo, atentos a cada posible movimiento. Sabían que los Ghostline Crew estaban cerca, y que el primer error podía ser el último.
El primero en aparecer fue un tipo flaco, con casco y máscara de respiración. Iba revisando los restos de cristales que brillaban entre la arena. Hawk se agazapó detrás de un saliente. Sacó su pistola de plasma y disparó un rayo azul eléctrico que atravesó la máscara del forajido. Cayó de rodillas, luego de espaldas, sin un grito. Lyla apenas parpadeó, y Hawk ya estaba moviéndose hacia la siguiente sombra.
El segundo era más corpulento, con un brazo mecánico que brillaba como acero fundido. Se movía lento, confiado, pensando que podía intimidarlos. Hawk y Lyla lo rodearon por los flancos. Lyla disparó primero, cortando los cables de su brazo mecánico. El hombre gritó y trató de usar su arma, pero Hawk fue más rápido. Un disparo seco le atravesó la pierna mecánica, y cayó arrastrándose, hasta que un segundo rayo de plasma terminó con él.
El tercero apareció casi como un espectro entre la arena. Rápido, letal, con dos pistolas de plasma cruzadas. Lyla se adelantó un paso, apuntó y disparó, obligándolo a cubrirse detrás de una roca. Hawk corrió en línea recta, saltó sobre el saliente, y desde arriba le abrió el cráneo con un disparo preciso. Cayó con un estruendo metálico y un chisporroteo eléctrico. Silencio absoluto.
Solo quedaba Troy Vance, el Predicador Rojo. Apareció al borde del cañón, recitando un versículo mientras la luz de Rath-7 iluminaba su rostro marcado por cicatrices. Su capa roja se movía con el viento como una bandera de muerte.
—“Hawk Donovan”— dijo con una voz profunda y cruel —“Rezaremos antes de que mueras.” —
Hawk no contestó. Solo apuntó y avanzó, paso a paso, esquivando las balas que Troy disparaba con precisión casi sobrenatural. La arena se levantaba con cada rayo de plasma, iluminando los perfiles tensos de los dos hombres. Lyla se agazapó detrás de un saliente, viendo cómo la danza de muerte se desarrollaba.
Los disparos se volvieron más cercanos, más rápidos. Una chispa tocó el hombro de Hawk y lo hizo tambalear. Un corte ardiente recorrió su brazo.
Pero Hawk no vaciló. Con un salto, se colocó detrás de una roca y desde ahí, disparó directo al pecho de Troy. El Predicador Rojo cayó al suelo, gritando un último versículo antes de quedarse inmóvil, con la luz roja del cañón reflejada en sus ojos apagados.
Hawk respiraba con dificultad. Además del brazo, su pecho estaba herido, la sangre recorría su cuerpo y caía mezclándose con el polvo y la arena. Respiraba con dificultad. Lyla corrió hacia él, apartando los restos de roca y polvo.
—“¡Hawk!” — gritó con la voz rota, mientras sus manos temblorosas lo sujetaban —“¡Maldito, no me hagas perderte!” —
Él la miró, con una mueca de dolor que apenas se parecía a una sonrisa.
—“Hasta ahora nunca he perdido… Lyla”— dijo, jadeando, mientras ella revisaba la herida —“Pero… esto… duele más de lo normal.” —
Ella suspiró, apretando su cuerpo contra el suyo. El viento del cañón soplaba sobre ellos, mezclando polvo, luz y metal. El silencio que siguió a la caída de Troy era pesado y cargado de presagios de venganza y promesas que quemaban en los pechos de los sobrevivientes.
Después de un par de días, Hawk pareció recuperarse de las heridas. Se apoyó en Lyla, herido pero firme. Sabía que Rath-7 todavía tenía secretos, pero por primera vez en mucho tiempo, habían disfrutado de un instante de victoria. Y ella estaba allí, junto a él, entre las sombras y la muerte, lista para enfrentarlo todo a su lado.
Al otro día el Cañón del Diablo Rojo se despertó en silencio. El viento soplaba fuerte mientras levantaba el polvo rojo que se mezclaba con cenizas. Hawk se levantó apoyándose en Lyla, respirando con menos dificultad. Cada inhalación era un recordatorio de la pelea que acababan de librar.
—“Tenemos que movernos”— le dijo a la mujer, con voz áspera —“Esos que matamos no eran toda la banda Ghostline Crew. El resto de sus cómplices deben estar en las minas.” —
Lyla asintió, ajustándose el cinturón con su blaster. Sus ojos brillaban, rojos como el desierto, con una mezcla de miedo y deseo de venganza. Se movieron entre las grietas del cañón, dejando tras de sí las tumbas con los cuerpos de los cuatro hombres que habían sido la sombra del terror en Rath-7.
Las minas de ese planeta eran un laberinto de túneles y pasadizos que olían a metal y muerte. Hawk y Lyla avanzaron con cautela buscando al androide robado. Si había un enfrentamiento, el estruendo podía generar un colapso en las minas. Y siempre estaba el peligro de un enemigo agazapado, esperando para disparar.
—“Allí”—susurró Lyla, señalando un grupo de esclavos encadenados a unos metros —“Los tienen escondidos como ganado.” —
Hawk asintió. Moviéndose rápido y silencioso, abrió las compuertas de los calabozos con su destreza de pistolero. Uno a uno, los esclavos salieron, confundidos, cubiertos de polvo y miedo. Lyla le ofreció agua a los cautivos. La voz firme de los liberadores les devolvía algo de esperanza.
—“Rápido”— dijo Hawk —“No sabemos si vienen refuerzos.” —
Se internaron algo más adentro en la mina, y allí encontraron a Sable-9, el androide que había sido arrancado de sus manos. Su carcasa estaba rayada, su ojo izquierdo parpadeaba con luz azul débil, pero pordía ser reparado. Cuando Hawk se acercó, Sable-9 giró la cabeza y emitió un zumbido familiar, casi como un saludo.
—“Por fin…”— murmuró Hawk, tocando la superficie fría del androide —“Nunca más te perderé.” —
Lyla sonrió, con una chispa de complicidad y afecto. —“¿Listos para salir de aquí?”— preguntó, mientras colocaba un cargador extra en su blaster.
Al salir de la mina, subieron a la montura mecánica de Hawk, con Sable-9 acompañándolos. El planeta parecía un gigante dormido, observándolos mientras atravesaban el desierto. Detrás quedaban las minas y el cañón, como cicatrices en Rath-7, y testigos mudos de la venganza y la liberación del androide y los esclavos.
La nave de Hawk los esperaba en un claro, rugiendo con la promesa de un escape rápido y eficaz. Sable-9 entró primero, mientras su luz azul iluminaba la cabina.
Hawk subió con Lyla a su lado. Se miraron, y por un instante, no fueron cazador ni esclava, tampoco forajidos o víctimas. Solo estaban juntos, compinches y amantes, dejando atrás la arena y el recuerdo de la muerte.
La nave despegó, levantando polvo mientras Rath-7 quedaba atrás: un planeta árido, cruel, donde la justicia se ganaba con disparos y fuego.
Hawk, Lyla y Sable-9 se alejaron hacia el espacio, libres y marcados por la frontera, listos para otra aventura.
FIN
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