miércoles, 22 de marzo de 2023

Historia: "Sombras de Otro Tiempo"

 

Sombras de Otro Tiempo


Desde hace generaciones, entre los grandes exploradores de la galaxia, se habla de un remoto planeta olvidado en los mapas estelares, conocido por colonos y astronautas como El Planeta de los Fantasmas Errantes.

Se cuenta que una expedición enviada en busca de nuevas fronteras aterrizó allí solo para hallar una ciudad vacía, donde las sombras se movían sin cuerpos y el tiempo oscilaba entre pasado y futuro. Los edificios no eran simples estructuras, sino seres vivientes que respiraban lentamente, observando a los visitantes con ojos invisibles.

Los fantasmas que vagaban por aquella ciudad no hablaban ni respondían a las señales. Quienes intentaron comunicarse con ellos aseguraban que sus palabras eran absorbidas por el aire, y que incluso sus pensamientos parecían cambiar, como si el planeta se burlara de su presencia.

Desde entonces, se cree que ese mundo es un umbral entre realidades, un lugar donde los fantasmas no pueden, o no quieren, cruzar para dialogar con los vivos. Los pocos que regresan lo hacen con la mente marcada por la incertidumbre, y ninguno puede explicar lo que realmente ocurre allí. La leyenda advierte: "No busques respuestas en el silencio del planeta, porque el silencio mismo es la respuesta".

 

 

Alana sintió un fallo seco, casi elegante: un destello azul, un olor intenso a ozono... y la Antílope, su nave, quedó muerta en el vacío.

—"Genial..."— murmuró, revisando los controles del tablero principal. El motor de salto estaba inerte, como un cadáver.

Un planeta sin identificar flotaba cercano. Según los cálculos de la computadora, podía aproximarse lo suficiente para que su gravedad arrastrara la nave a la superficie.

La atmósfera parecía estable, gravedad estándar, temperatura templada. Demasiado perfecto para ser real.

El descenso la llevó a atravesar una capa espesa de neblina con cristales de agua que relucían como vidrio molido. Entre claros, distinguió una ciudad de geometrías imposibles: calles simétricas, pero sin señales de vida.

A unos cien metros, la ciudad parecía vacía... pero no muerta.

Aterrizó en una plaza metálica. Bajó y caminó. Sus pasos retumbaban sin eco. De pronto, los bordes de un edificio vibraron. Lo observó: la estructura crecía y se contraía, como si respirara.

Entonces lo vio: una figura inmóvil, humanoide, a unos veinte metros. Demasiado rígida. Parpadeó y había envejecido. Otro parpadeo, y se veía joven de nuevo.

Recordó la leyenda. Aquella figura parecía fuera de su tiempo.

 

 

El ser que se hacía llamar Kerev llevaba siglos custodiando la plaza central.

Ese día presenció lo imposible: una forma de luz que emergió del suelo, parpadeó, se estiró y finalmente se contrajo. Una nave apareció de repente y, desde ella, una sombra apenas visible saltó de un lugar a otro, como un destello intentando imitar un cuerpo.

Los antiguos habitantes del planeta, los K’revans, transmitían una historia desde tiempos inmemoriales: en la galaxia existían espíritus viajeros, los Errantes de Luz, que aparecían en la plaza envueltos en destellos fugaces. No tenían cuerpo fijo ni voz, solo una presencia cambiante atrapada entre momentos distintos del tiempo.

Durante siglos, los K’revans intentaron acercarse a esos espíritus, pero cada vez que creían tocarlos, estos se desintegraban en cascadas de luz. Sus palabras eran recibidas como ecos distorsionados; sus gestos, con mutismo absoluto.

Los ancianos decían que no eran amigos ni enemigos, sino viajeros de más allá del tiempo, incapaces de comunicarse porque sus pensamientos vibraban en una frecuencia inaccesible.

La leyenda concluía con una advertencia: "Los Espíritus bailan en el tiempo, pero su danza es un lenguaje sin voz. Debemos observarlos con respeto, porque el misterio que guardan es demasiado inmenso para ser desvelado".

—"Padre, el Fantasma del Espíritu Blanco ha regresado"— susurró su hija.

Pero Kerev sabía que nunca antes lo había visto.

Con cada aparición, la sombra cambiaba. Su cabello se movía como líquido. Sus manos manipulaban algo invisible. Cuando intentaba acercarse, ya estaba lejos.

Quizá él era demasiado lento.

 

 

Alana avanzó hacia otra figura recortada contra la penumbra. Sentía su mirada fija, pero al acercarse comprendió que sus ojos no se movían ni parpadeaban: imitaban la vida, sin serlo.

De repente, la piel del ser comenzó a marchitarse, agrietándose y perdiendo color, como una fruta al sol. Antes que pudiera reaccionar, la piel volvió a regenerarse, fresca y tersa, como si el tiempo allí jugara en sentido inverso.

Retrocedió, el corazón golpeándole el pecho. Una pregunta se clavó en su mente:

—"¿Son ellos los que cambian... o soy yo?"—

Un recuerdo emergió: viejas historias de exploradores que advertían sobre esos fantasmas. El contacto nunca terminaba bien. Decían que, cuando tocaban a un humano, ocurría algo semejante a una reacción de materia y antimateria: una explosión instantánea.

Hablaban de cuerpos desintegrados en segundos, convertidos en cenizas y energía, como si tiempo y realidad se rebelaran contra aquel contacto prohibido.

Sacudida por la imagen, corrió hacia la Antílope.

Dentro, trabajó en el núcleo del motor, pero no apartó la vista de la escotilla. Un grupo de figuras se había congregado frente a la nave. Una, más alta que las demás, vibraba con una energía extraña.

Cada vez que desviaba la mirada y volvía a observar, la figura cambiaba de postura, como si su tiempo fluyera a otra velocidad.

Recordó la advertencia de los viajeros desintegrados. Debía huir.

 

 

Kerev no pestañeaba. Observaba cómo la aparición blanca se movía dentro de un caparazón oscuro y brillante que emitía un tenue resplandor metálico. Sus manos se desplazaban a velocidades imposibles; cada roce con una piedra o una columna producía un eco profundo que vibraba hasta los huesos.

A su lado, Nahar, el joven más veloz de la ciudad, intentó acompasar sus movimientos para acercarse. Pero cada paso encontraba la misma respuesta: la figura se desintegraba en luz y reaparecía a metros de distancia.

Kerev comprendió que no era un simple visitante: era algo que trascendía la realidad conocida.

 

 

La presión en los oídos de Alana aumentó, como si estuviera sumergida bajo el mar. Voces lejanas, distorsionadas, se filtraron entre el silencio.

Entre ellas, creyó oír su nombre.

—"¿Cómo podrían saberlo?"— susurró.

El motor de salto vibró, listo. Los edificios ya no parecían inertes: se inclinaban hacia ella, extendiendo sus sombras como brazos.

—"¿Es una invitación... o una trampa?"— pensó.

Terminó los preparativos. El motor rugió.

 

 

Kerev observó cómo la nave rugía con un sonido profundo. Un destello envolvió la plaza. Cuando la luz se desvaneció, la figura blanca desapareció, disolviéndose en hilos de plata que se apagaron como estrellas.

Con manos temblorosas, activó un antiguo proyector ritual. Sobre un muro cercano apareció una sola palabra:

"VUELVE"

Los K’revans observaron en silencio. La hija de Kerev, con lágrimas en los ojos, susurró:

—"Se ha ido... otra vez."—

—"No"— respondió él, acariciando el lugar vacío —"Esta vez, nos ha encontrado."—

 

 

Alana activó el salto. En el último segundo, vio en la pared erosionada de un edificio cómo las sombras se acomodaban en una forma imposible.

Una palabra:

"VUELVE"

El planeta quedó atrás, reducido a un punto mudo en la inmensidad.

FIN







 


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