SciFi - Romance
Jardín de Máscaras
por Rodriac Copen
La primera vez que la vi se dio un golpe tremendo.
Literalmente, el subte se sacudió de repente, ella perdió el equilibrio y cayó como si los tacones le hubieran jugado una mala pasada en ese imprevisto de la gravedad. La salvé de romperse la nariz contra una de las barandas metálicas. No me pareció un acto demasiado heroico... tampoco uso capa. Ni máscara. Lo cual, en este planeta, es casi peor que ir desnudo a una cena de gala.
—"Gracias"— dijo, con la sonrisa perfecta que proyectaba su máscara.
Yo sonreí también, pero a la manera antigua: con los músculos de mi cara. Eso la desconcertó.
Las máscaras biotecnológicas de mi planeta eran una moda que se terminó convirtiendo casi en una nueva religión. Diseñadas para mostrar las emociones “adecuadas” en una sociedad de hipócritas. Moldeaban alegría en reuniones de negocios, ternura en funerales, entusiasmo en las fiestas corporativas. Algo así como un televisor que dibuja tu rostro pegado en la cara. El problema era que, detrás de esas pantallas humanas, la mayoría de las personas no sentía nada. O peor: sentían lo contrario a lo que mostraban. Pero nadie quería saberlo. Era más cómodo vivir en un carnaval permanente, aunque oliera a cadáver.
Las calles estaban húmedas y brillaban bajo anuncios de neón que prometían felicidad inmediata: pastillas para la alegría, espectáculos exóticos de luces y cuerpos, prostitutas holográficas y reales que ofrecían compañía en cada esquina. Los drones vigilaban cada gesto, cada contracción de cejas, cada suspiro que no coincidiera con la emoción proyectada por la máscara. El sistema detectaba tristeza, depresión o enfado y la respuesta era rápida: multas, sanciones sociales, o incluso la reclusión en instituciones psiquiátricas “para corregir” emociones impropias. Aquellos sin máscara, los parias, corríamos un riesgo casi constante de ser señalados.
Yo, en cambio, en una época no podía pagarlas. Lo que terminó de convertirme en un paria social. Invisible para los demás. Lo bueno de ser invisible es que puedes mirar todo lo que quieras porque nadie te mirará directamente. Y lo malo de mirar demasiado es que empiezas a ver cosas que los demás no soportarían ni en sueños. Una mutación mía, regalo genético de mis padres o una maldición de familia si lo prefieres, me dejaba ver a través de las máscaras el verdadero rostro de las personas. Y créeme: las sonrisas más dulces siempre escondían veneno.
Para cuando progresé lo suficiente como para comprar una máscara, ya no deseaba hacerlo. A la mierda el mundo. Prefiero vivir solo en mi mundo real, en los barrios marginales donde la tristeza y el desencanto eran tolerables y la gente se permitía sentir.
La mujer del subte se llamaba Cristine. Casada con uno de esos influencers de moda que coleccionaban aplausos como otros coleccionan monedas antiguas. Después supe que era un matrimonio social, sin amor, con cenas programadas, sexo en piloto automático y fotos para hologramas públicos. Lo que pasa en muchos matrimonios de mi mundo.
Una par de días después de nuestro primer encuentro, coincidimos en el andén vacío. Ella me miró un largo rato, como si intentara calcular si yo era un loco, un mendigo o una mezcla rentable de ambos. Finalmente decidió que podría acercarse sin peligro.
—"No llevas máscara."— dijo.
—"No tengo sponsor."— respondí cínico.
Tímidamente dijo —"Debe ser... difícil."—
—"Tanto como caminar descalzo en un baño público."—
Ella rió. No fue la risa brillante que su máscara habría mostrado, sino una risa verdadera: breve y rota, como un cristal astillado. Ahí supe que estaba perdida.
Nos volvimos a ver. Primero casual, luego... fue deliberado. Un café en un bar donde las luces moradas daban ganas de confesar pecados inventados. Un paseo entre torres oxidadas y pantallas publicitarias que prometían felicidad a crédito. De vez en cuando, ella se quitaba la máscara, como quien se baja el cierre de una prenda prohibida.
Con cada encuentro, Cristine se soltaba más. Comenzó a pintar, a dibujar emociones que no podía mostrar en público. Dejaba las pinturas en mi casa. Su mundo, dominado por su esposo influyente y por la tristeza que lo cubría todo, se abría un poco, y la vibración de libertad que sentía junto a mí la hacía sentir viva. Pero su matrimonio seguía vigilante: el esposo comenzaba a sospechar, detectaba cambios en ella, signos de tristeza no corregidos por la máscara. Ella temía que la delatara ante las autoridades por mostrar emociones “inapropiadas”.
—"¿Qué ves cuando me miras?"— me preguntó una tarde.
—"Que sonríes cuando no deberías, y que lloras cuando nadie lo nota."—
—"Eso suena aterrador."—
—"Así es la vida de muchas personas. Por eso las máscaras, ¿no?"—
Los encuentros eran bellos y se sentían sucios. Nos hicimos amantes. Amantes en un mundo que solo aceptaba contratos sociales, sin pasiones verdaderas. A veces, mientras me abrazaba, Cristine dejaba su máscara en la mesa de luz como si fuera un elemento incómodo. La observaba descansar ahí, proyectando su falso rostro en la penumbra del cuarto, mientras yo tenía el verdadero entre las manos.
El amor, supongo, es un delito en las sociedades que premian la apariencia.
El quiebre llegó rápido. Una mañana se apareció en mi puerta sin máscara, sin equipaje, con la determinación de una bomba caída en plena misa. La policía y los inspectores ya habían empezado a investigar su “tristeza impropia” a pedido de su esposo. Pero cuando llegaron, se encontraron con que la tristeza de Cristine se había evaporado; estaba libre, pintando, riendo, viva. Justo en ese momento, decidió dejar a su marido y juntarse conmigo.
—"Ya no quiero volver"— dijo.
—"Lo sé."—
—"¿Me vas a proteger?"—
—"No soy bueno protegiendo a nadie. Pero sí, qué diablos."—
Vivimos juntos desde entonces. Los vecinos nos miran como si fuéramos un experimento fallido, dos bichos raros salidos de un frasco roto. A nadie le gusta ver que alguien decide dejar de mentir. Dejar las máscaras molesta. Hace ruido en la conciencia.
Y sí, el mundo siguió girando. Las máscaras siguieron sonriendo en las calles, mostrando una felicidad esterilizada. Mientras tanto, Cristine y yo nos enamorábamos con torpeza, con ganas, con miedo y sudor verdadero. Ninguna proyección pudo competir con eso.
A veces me preguntan qué es lo que más me atrae de ella.
Podría hablar de sus ojos, de su piel, de cómo respira cuando duerme.
Pero la verdad es simple:
Lo que más me gusta de Cristine es que dejó de sonreír cuando ya no había motivos.
Y en un planeta de máscaras, eso es el gesto más erótico que existe.
FIN
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