SciFi - Humor
El Dios de las Vacas
por Rodriac Copen
La muerte no tiene glamour. Nada de túneles con luces blancas ni coros angelicales. Es más bien como esperar el colectivo equivocado en la terminal más sucia de la ciudad: sabes que viene, pero deseas que tarde un poco más.
El hombre que yacía moribundo en la cama se llamaba James, tenía unos cincuenta y largos, colesterol en alza, y una familia que lo quería a medias pero que lloraba fuerte para la posteridad. James ya estaba con un pie en el agujero y el otro resbalando lentamente.
Antes de que se desatara lo inevitable, entonces entraron los médicos. Unos tipos de bata blanca con la sonrisa de vendedores de seguros. Y vacaciones pagadas por las farmacéuticas. Lo usual era que prometían más y mejor vida de la que realmente entregaban.
—"Queremos probar un procedimiento experimental"— le dijeron, como quien ofrecía una muestra gratis de detergente.
James aceptó. ¿Qué podía perder? Su hígado ya parecía un departamento okupado por las metástasis y sus pulmones generaban más ruidos que un radiador descompuesto.
Le conectaron cables, electrodos, cosas que sonaban a física cuántica, como si Einstein hubiera hecho un curso rápido de bricolaje. La idea era simple: con el cableado, conectarían su conciencia al “entramado cósmico”. O sea, meterían la cabeza de James en la sopa primigenia del universo para ver qué flotaba en medio de la nada. Trataban de comprobar la teoría de la "Supraconciencia Cósmica" del Dr. Manuel Segarra.
El doctor Segarra lo llamaba “supraconciencia cuántica”. Una especie de club VIP del alma, donde todos somos socios eternos. Atractiva idea. Lo decía tan convencido que hasta parecía que había estado allí para tomar café con Dios.
James, pobre infeliz, creyó que era una buena oportunidad para encontrarse con el creador.
Lo que encontró fue peor que eso.
Había algo ahí afuera, sí. Pero no era el viejo barbudo y bonachón que bendecía bebés del Nuevo Testamento. Esa era la imagen que la iglesia había cultivado cuiadosamente para el mundo civilizado del siglo XXI. Pero tampoco era el tipo severo que mandaba plagas y destruía ciudades y personas.
Lo que James vio es que se parecía más a un enjambre. Una vasta red de arquitectos alienígenas con menos poesía que un burócrata de aduana. Ingenieros cósmicos que instalaban religiones como quien instala el Wi-Fi en un edificio nuevo.
Cada mundo en el que trabajaban, era manipulado con un paquete distinto: cristianismo aquí, budismo allá. Todo diagramado para mantener a las especies en su lugar, mientras analizaban la evolución de sus vacas en el laboratorio.
James entendió rápido: la fe que le habían dibujado en la Tierra no era el camino a la verdad, más bien era el candado que cerraba la puerta a la libertad.
En un momento de explosión de conciencia expansiva, trató de gritar, de arrancarse el casco, pero solo pudo sentir cómo aquellas presencias lo miraban como se miraba al ganado antes de marcarlo con fuego. Uno de ellos, extraterrestre, alienígena o lo que fuera, se asomó un poco más. No tenía rostro, pero transmitía la misma ternura que un capataz del matadero.
—"Tranquilo"— le dijo —"Eres parte de nuestro rebaño."—
Entonces James volvió en sí de repente. Los monitores pitaron, los médicos casi aplaudieron del entusiasmo, y su familia lo rodeó como si fuera un nuevo Lázaro en versión low cost. Él apenas pudo mover la boca. Tenía un solo mensaje agónico antes de irse para siempre:
—"Dios existe"— dijo, con un hilo de voz —"Pero no es como creemos. Es como un granjero... y nosotros, somos sus vacas."—
Después se murió de verdad. Sin coros, luces, arcángeles ni túneles de luz. Apenas un silencio incómodo.
Su hija lloró un poco. La esposa rezó mientras pensaba en la herencia. Y el médico anotó en la historia clínica: Fallecimiento a las 18:42.
El universo siguió adelante. Y el ganado también, mugiendo sus plegarias.
FIN
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