El Diario de Rodriac
El Compás Invisible de la Espera
por Rodriac Copen
Hay un bar en Mendoza, de grandes ventanales, con una atmósfera relajante. Antes tenía esas mesas de madera carcomidas por las charlas, que fueron reemplazadas por mobiliario moderno. Hay espacios vacíos habitados por fantasmas que, al igual que yo, buscaban escuchar esas promesas rotas del destino. Y que nunca se cumplieron. La vida es una eterna deudora.
El bar solía tener, cuando yo era joven, esa atmósfera que navegaba entre lo sacro y lo maldito.
Hoy me siento allí, con un café, esperando. Esperando qué, a veces lo ignoro; otras veces lo intuyo: ese algo que revolotea entre las palabras que no se dicen, entre los silencios de una soledad que nunca termina y que siempre me acompaña. Nunca encontré a nadie que pudiera llenarla.
Y pienso que la vida es un ritual de espera. Esperamos al amor que aún no llega, anhelamos esa mirada silenciosa que descubre los secretos que vienen del alma. Porque en realidad, todos queremos que nos lean los secretos, que descubran las melodías perdidas en nuestras almas, que lean los teoremas sin enunciado que guardamos. Esperamos que alguien nos mire con fidelidad, con lealtad; y que el silencio no sea vacío sino presencia.
Esperamos también esa idea que nos despierte, al verso que se desgarra desde adentro pero tarda en atravesar el laberinto de la mente. Uno se sienta sin que llegue nada, con la página en blanco que te desafía como un espejo: ¿y si lo que esperas nunca llega? Pero lo espera, uno lo espera. Y ese esperar es acto, es paisaje, es un modo de habitar el mundo.
Porque lo cotidiano, esa ceremonia de los días con el café que se enfría, el colectivo que no pasa, la voz que titubea al decir “te amo”, contiene su propia poesía. Y quienes hemos amado en silencio sabemos que ese amor escondido late: no exige, no reclama, pero se queda. Como esa pequeña bolsita invisible que llamamos corazón, como una sombra contradictoria, que ilumina.
En la espera hay dos capas: la que se lee, y la que se siente debajo de las costuras del pecho. Por fuera uno parece estar tranquilo: lee un libro, mira la calle, juega con los pensamientos mientras observa, a través de las ventanas, los rostros que pasan por la calle. Pero por dentro se enciende una hoguera de preguntas: ¿cuándo vendrá lo que espero? ¿Vale la pena esta espera? ¿De qué se nutren las almas que insisten en esperar?
Y quizá la respuesta no esté en ese “cuando”, sino en el “esperar” mismo. Porque esperar nos enseña paciencia, ternura, fortaleza. Nos obliga a mirar sin ver, a vivir aunque no sepamos exactamente para qué, a reconocer que lo que no se ve puede ser tan real como lo que toca. Como ese amor que nunca fue pronunciado, pero que habita en las salas secretas del corazón.
Al salir del bar, bajo el cielo semioscuro, pienso que la vida es este compás de espera: unas veces ríe, otras llora; unas veces nos da reconocimiento, otras sólo cicatrices. Pero sin la espera, ¿qué sería del anhelo? ¿De la vitalidad que tiembla cuando sentimos que algo, aunque no sepamos qué, está por venir?
Queda, entonces, abrazar esa mirada silenciosa del amor, esa espera paciente de la idea, del gesto, de la palabra. Sentarse sin que llegue nada, pero con la certeza de que en la nada también germina algo. Que en el silencio del querer, ese querer que no declama, se encuentra una fidelidad más fuerte que muchas manifestaciones.
Y que el corazón, aun cuando espera, no está pasivo: está vivo, latiendo, resistiendo. Soñando.
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FIN
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