La mirada silenciosa del amor
Hay amores que no pisan la tierra. Que no rozan jamás el barro de lo cotidiano, ni se sientan a la mesa de las decisiones comunes. Son amores secretos, pero no por vergüenza, sino por honra. Amores silenciosos, casi metafísicos, que habitan en la profundidad del alma como una melodía que nunca ha sido escrita, pero que se recuerda.
Hay quienes creen que un amor no expresado es un amor incompleto, y sin embargo, algunos de los sentimientos más perfectos, como los teoremas que nadie ha enunciado o las bibliotecas que sueñan los escritores sabios, son aquellos que permanecen en la penumbra, sin pronunciarse. Porque hay lealtades más fuertes que el deseo, y fidelidades que no se traicionan ni siquiera ante el temblor de una mirada que lo dice todo sin atreverse a decir nada.
Hay quienes aman cuando ya es demasiado tarde. Cuando la palabra está empeñada en otro juramento, cuando el camino ya ha sido trazado, cuando el reloj no permite volver sobre sus pasos. Y sin embargo, ese amor, que no busca ni pretende, que no exige ni reclama, se convierte en una presencia constante: una bolsita invisible que colgamos del corazón, y en la que guardamos a ese ser que no fue, pero que sigue siendo.
Estos amores que no se concretan no son menos reales que los otros. Pero se apoderan de otras formas para volverse incorruptibles. No han sido sometidos a la erosión de la costumbre ni al desgaste de lo práctico. No han conocido la rutina ni el roce áspero de los días. Son ideas platónicas que se conservan intactas. Son la forma pura del sentimiento, aquella que no precisa del acto para existir.
Y así, en medio del vivir, ese que nos inunda en el ruido de la vida diaria, en la ceremonia de los días, el amor escondido late como un recuerdo que no llega con palabras, sino con el alma. No interfiere, no interrumpe, pero tampoco se disuelve. Permanece. Sabe que llegó tarde, pero se queda para siempre.
Porque el corazón humano es un museo secreto. Y en sus salas más escondidas se guardan esos amores imposibles que, paradójicamente, son los más fieles. No se rompen, porque no fueron armados. No mueren, porque nunca nacieron en el tiempo. Vibran en una eternidad íntima y sagrada, como el último pensamiento antes de dormir, o el primer suspiro antes de partir.
Y si alguna vez duelen, ese dolor es un honor. Es mejor sufrir por lo que se ha amado en silencio, que no haber conocido jamás esa belleza callada que hace más noble la vida interior. Porque esos amores no destruyen: construyen. Construyen en secreto, como construye la raíz bajo la tierra, lo que algún día dará fruto en la paz de los espíritus.
Tal vez sea en otro mundo donde las almas puedan decirse lo que aquí no fue dicho. Tal vez no. Pero mientras tanto, que nadie diga que no son verdaderos. Porque hay amores que, por no manifestarse, tocan con más fuerza el alma.
Y como todo lo que no tiene cuerpo, esos amores son invulnerables. Y eternos.
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