Romance Gótico
Beso del Amanecer
por Rodriac Copen
Habían pasado tantos inviernos que el tiempo se volvió una idea lejana, como el suave sonido de la respiración detrás de un muro.
En la mansión de piedra, las ventanas parecían ojos clausurados y las arañas tejían largos mantos señoriales en los candelabros. Él existía sin propósito. No dormía, ni soñaba. Sus recuerdos lucían agrietados. Se limitaba a observar cómo su mansión envejecía, observaba los retratos iluminados por la luz mortecina de la luna.
Las sombras crecían como raíces por los corredores del castillo.
Su nombre, olvidado tras las arenas del tiempo, había sido Adriel. Pero en su milenaria soledad ya no quedaba nadie que pudiera recordarlo. El mundo lo había olvidado, y él había devuelto ese favor anónimo con esmero.
Su refugio se alzaba orgulloso en lo alto de un acantilado, rodeado por un bosque de árboles centenarios que silbaban con cada viento. En el salón principal, un reloj roto marcaba siempre las tres. Y en una de las paredes, un espejo ennegrecido devolvía la imagen de un castillo vacío.
Ese era su consuelo: la ausencia como única forma de orden.
Había decidido aislarse después de comprender que los hombres —esas criaturas efímeras y arrogantes— no merecían su inmortalidad. Los había visto destruir a sus congéneres, amar por mezquinos intereses, rezar sin fe con la esperanza vana de una salvación.
Había probado la sangre de reyes, poetas y criminales, y en todas había encontrado el mismo sabor agridulce: miedo.
Así, se condenó a vivir sin tocar, sin mirar, sin sentir. Había vivido una eternidad de silencio.
Hasta que ella llegó a su vida.
Fue en una noche tormentosa, cuando los cielos de cristal parecían romperse sobre la tierra reseca del castillo.
Los golpes en la puerta resonaron con la violencia de un grito a través de las paredes.
Adriel abrió, más por curiosidad que por piedad. ¿Quién podría tener el valor de atreverse a tocar en su lúgubre y solitario castillo?
Una mujer, empapada hasta los huesos, se sostenía desfallecida en el umbral. Llevaba una lámpara en la mano y una expresión que oscilaba en el temor y la fascinación.
—“Perdón…”— dijo con un hilo de voz —“Mi carruaje… cayó en el barranco. Vi luces desde el bosque. Pensé que esta casa estaba vacía.
“—
Adriel la observó extrañado, como mirando un sueño ajeno. Su rostro era pálido, mas no enfermo. Su mirada tenía esa mezcla de inteligencia y ternura que no suele durar mucho en los mortales.
La dejó pasar. No sabía por qué.
Ella se presentó con una voz suave y melodiosa como Liora.
Decía ser restauradora de arte sacro. Buscaba ruinas, iglesias olvidadas, leyendas. Había oído hablar del castillo de Briennor y sus extraños habitantes. No esperaba hallar a uno de ellos vivo.
Adriel la escuchó en silencio, mientras ella se acercaba a la chimenea y extendía las manos al fuego.
Y en ese gesto simple del calor sobre la piel, hizo que él sintiera el deseo que creía perdido: el de estar vivo.
Una grieta, que fue apenas un temblor, se presentó en su alma. Pero suficiente para que la oscuridad se resintiera.
Los días siguientes no fueron días, sino intervalos de luz que Adriel intentaba soportar.
Liora exploraba la mansión, maravillada por los muros cubiertos de tapices y los vitrales que aún respiraban el color de la vida, que alguna vez había reinado cuando Adriel estaba vivo.
Él la seguía desde las sombras, cuidando no mostrar demasiado, ni en el rostro ni en su voz. Pero ella, con esa inocencia que no puede ser fingida, no temía.
Conversaban por las noches.
La mujer hablaba del arte como una forma de salvación. De cómo el tiempo, con su crueldad, podía convertir lo profano en sagrado.
Él, en cambio, hablaba del tiempo como un pozo del que nadie salía entero.
—“¿Usted no cree en la redención?”— le preguntó ella una noche.
—“No. Creo más bien en la costumbre del dolor”— respondió él.
Liora sonrió, y su sonrisa fue como un rayo filtrándose entre las nubes de tormenta.
—“Entonces no ha amado de verdad. Porque el amor redime… y también reinventa.” —
Esas palabras le quedaron clavadas en la mente, como un fragmento de cristal roto.
Esa noche, por primera vez en siglos, Adriel soñó. Soñó con los latidos perdidos de su corazón.
Con el paso de los días, el cambio fue lento, casi imperceptible.
El aire en la mansión comenzó a oler distinto mientras se renovaba. Olía menos a polvo, más a madera húmeda.
El reloj roto por centurias, dio un tic.
Los retratos de sus antepasados, parecían mirar de nuevo.
Y Adriel, sin entender cómo ni por qué, sintió el roce de la nostalgia que pareció arder en su piel.
Cada encuentro con Liora era una herida agridulce. Sus palabras le desarmaban, su mirada le hacía recordar lo que había sido en otros tiempos.
Una tarde mientras caminaban, ella halló un espejo cubierto por un lienzo. Al destaparlo, el reflejo mostraba su figura en la penumbra.
—“¿Por qué no se refleja usted?”— preguntó, medio en broma.
—“Los espejos solo reflejan a los vivos. Y hace tiempo que dejé de existir.” —
—“Entonces permitame restaurarlo”— dijo ella, y posó su mano sobre la fría superficie.
El vidrio vibró. Y Adriel, sorprendido, dio un paso atrás.
Durante un instante breve, creyó ver su propio rostro surgir en el espejo, apenas un bosquejo entre las luces mortecinas.
Y en su pecho… algo se agitó. Fue un latido. El primero en miles de años.
El amor, comprendió al fin, era una dulce locura para los humanos.
Una fiebre que devolvía a los seres al vértigo de lo humano.
Cada roce de sus dedos era una muerte, pero también una resurrección.
Temió perder esa sensación, y temió aún más poseerla.
Porque el deseo de vivir, era siempre el preludio de un hambre que se volvía insaciable.
Una noche, incapaz de soportar la mezcla del deseo y de la culpa, Adriel le confesó su naturaleza.
Le habló de los siglos de oscuridad, de la sed que lo mantenía, de los crímenes que el tiempo había convertido en ecos de un pasado remoto.
Esperaba miedo, rechazo, gritos. Pero Liora lo miró sin apartarse.
—“¿Y si no huyes de tu maldición, sino de tu miedo a sanar?”— dijo ella.
—“No puedo sanar, Liora. No hay salvación para lo que ya está muerto.” —
—“Entonces deja de morir”— susurró, acercándose a él hasta que sus cuerpos se rozaron —“La vida no conoce de permisos” —
El beso que se dieron fue el amanecer abriéndose paso a través de un corazón sellado por la noche.
Adriel sintió el fuego, la fuerza de la sangre, y el latido de su corazón.
Su viejo cuerpo recordó las sensaciones olvidadas de la vida.
Por primera vez en tantos milenios transcurridos, el vampiro se conmovió.
Pero toda redención tiene un precio.
La luz del alba se filtró por los vitrales y lo alcanzó. La piel comenzó a arderle, pero él no retrocedió. Liora lo abrazó, y juntos cayeron al suelo.
—“No temas”— le dijo ella entre lágrimas —“La luz no puede destruirte. Te transforma.” —
Él sonrió. Y la última imagen que vio fue la de su propio cuerpo en el espejo. Por fin completo. Por fin humano.
El fuego lo envolvió.
Los aldeanos cuentan que hallaron la mansión envuelta en un silencio distinto, un silencio más amable.
En la sala principal, sobre las cenizas del vampiro, crecía una rosa carmesí que no se marchitaba.
Y frente al espejo restaurado, Liora dibujaba cada día el rostro que la luz había devuelto al mundo.
Nadie volvió a saber de Adriel.
Pero los aldeanos cuentan que al caer el sol de cada día, el reloj de la mansión lo anuncia con un gong.
El último del crepúsculo. Pero el primero de la vida.
FIN
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