Pulp Noir Fiction
Cenizas a las Tres
por Rodriac Copen
La ciudad dormía a pedazos, mientras en cada barrio los habitantes soñaban con sus propias pesadillas. Afuera, el asfalto olía a lluvia vieja, o a pecado reciente. Las luces del neón se filtraban por las persianas rotas del apartamento, tiñendo las paredes de un azul enfermizo. En el reloj del velador, las agujas marcaban las tres de la madrugada.
Una hora muerta. Una hora especial para los que ya no esperan nada de la vida.
Robert estaba tirado en la cama con la camisa desabrochada, el cabello pegado al sudor y los ojos hundidos, como si el whisky que lo rodeaba le hubiera licuado la voluntad. La botella vacía en el suelo era su único testigo.
Laura, de pie junto a la ventana, encendía un cigarrillo con las manos temblorosas. La brasa iluminó apenas su rostro: ojeras profundas, labios partidos, una belleza que había aprendido a convivir con el cansancio.
—"Estás borracho otra vez"— dijo sin mirarlo.
—"Y tú todavía acá"— contestó él, arrastrando las palabras con una sonrisa torcida, como si estar borracho fuera una travesura.
El silencio cayó sobre ellos, denso, casi físico. La habitación parecía un campo de batalla: una silla rota, una camisa desgarrada, un cenicero que ya no podía sostener más colillas. En el aire, el olor agrio del sudor, el alcohol y el reproche.
Sobre la mesa, una pistola descansaba junto a un vaso vacío. Ninguno de los dos fingió no verla.
Habían pasado demasiadas cosas. Demasiadas para olvidarlas, y demasiado tarde para arreglarlas.
Laura lo miró con una mezcla de rabia y compasión. Le costaba recordar cuándo todo se había podrido. Tal vez el día en que Robert le prometió una vida nueva, mientras aún tenía puesto el anillo de casada. O quizás fue después, cuando planearon la muerte de su marido con la frialdad de dos actores ensayando un papel que no les correspondía.
Él le había enseñado a disparar, a mentir, a esconder los rastros. “El amor no tiene miedo”, le dijo aquella noche, mientras el cuerpo de su esposo se hundía en el lago.
Y ella le creyó.
Lo amó con esa fe desesperada de quien ya no tiene a dónde volver.
Pero el amor de Robert era como un incendio: empezó cálido y terminó devorándolo todo.
Después vino la fuga, los moteles, las noches sin nombre.
Las drogas, el sexo, el alcohol. La prostitución por la deudas.
Una caída libre sin testigos, salvo el espejo que cada mañana les devolvía la cara de dos fantasmas.
—"Ya no puedo seguir así"— dijo Laura, con voz apagada —"Esto es una carrera destructiva."—
No esperaba respuesta. Lo había dicho más para sí que para él.
Robert soltó una risa breve, hueca, y encendió otro cigarro. La observó entre las volutas del humo. A pesar de todo, había algo en ella que seguía doliéndole, una espina que ni el tiempo ni la costumbre lograban arrancar.
—"Sabes dónde está la puerta."— murmuró indiferente.
Laura se giró y lo miró a los ojos. Por un instante, buscó en ellos el mismo brillo que la había atrapado al principio: esa chispa peligrosa de los hombres que viven al borde.
Pero ahora solo veía un reflejo vacío, un fuego apagado.
—"Así es como terminamos"— dijo ella, y la frase sonó a sentencia.
Los lazos que los habían mantenido unidos se rompieron sin ceremonia.
El destino no necesitaba discursos ni lágrimas.
Solo cansancio, y la certeza de que ya no quedaba nada que salvar.
Habían despertado entrada la tarde, con la resaca clavada en el cuerpo y el alma hecha trizas.
El sol se colaba por la ventana como un intruso, revelando el desastre en que se había convertido su vida: botellas, ropa sucia, manchas que nadie quería nombrar.
Laura se sentó al borde de la cama. Miró alrededor, como si viera por primera vez el lugar donde habían vivido y se habían mentido.
El mundo que intentaron construir había nacido roto, y ahora era solo una ilusión disuelta entre el humo y la traición.
—"No puedo creer que te haya seguido hasta llegar a esto"— dijo ella, al borde del llanto.
Robert se encogió de hombros, sin apartar la mirada del techo.
—"No recuerdo que protestaras cuando te drogabas o te ahogabas en whisky"— dijo sin levantar la voz —"Ni cuando decidiste que tu cuerpo valía lo justo para pagar la deuda del póker."—
Satisfecho, aspiró el humo con calma. Para él, todo era parte del mismo juego. Pero Laura ya no jugaba.
Las lágrimas le corrieron por el rostro, aunque no pedían consuelo. Eran un acto reflejo, una forma de vaciarse.
Se acercó, como si quisiera despedirse, pero detuvo el gesto. Solo le puso una mano en el hombro y la retiró enseguida.
En la mesa seguía la pistola. Muda, paciente, esperando su turno en la historia.
Laura la tomó con cuidado. La observó unos segundos, como quien mira una solución. Luego la dejó sobre el mantel, sin un ruido.
Cruzó la habitación y abrió la puerta.
Robert no la detuvo.
El portazo retumbó en el pasillo como un disparo seco.
Y el silencio volvió a ocupar el lugar que siempre le perteneció.
Esa misma noche, Robert volvió a llenar el vaso. Afuera, la ciudad respiraba con su ritmo enfermizo y mortal.
En algún lugar, un hombre reía. En otro, alguien lloraba.
La vida, como siempre, seguía sin pedir permiso.
Miró la cama vacía, el cigarro consumiéndose entre sus dedos. Todo olía a ceniza.
El amor, los planes, las promesas: todo se había reducido a humo.
Se recostó otra vez, dejando que la oscuridad le cubriera los ojos.
Pensó que quizá el amor no muere; solo cambia de forma, se vuelve polvo, o un recuerdo que se repite cada madrugada.
Y cuando el reloj volvió a marcar las tres, supo que nada cambiaría.
Porque en esa ciudad —pensó—, las historias siempre terminan igual:
Entre humo, silencio y cenizas.
FIN
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