jueves, 16 de octubre de 2025

Cuento: "El Castigo de Natan Kane ( Scifi Pulp Noir )"

 


SciFi Pulp Noir

El Castigo de Natan Kane
por Rodriac Copen

 

La noche en Ciudad Lúmen olía a óxido, putrefacción  y perfume barato.

El cielo era un plato de neón sucio, interrumpido por los humos de las fábricas y las máquinas. Los autos flotantes se deslizaban entre los rascacielos como moscas metálicas buscando carroña. En las calles, las luces parpadeaban igual que los ojos de un moribundo.

Yo era parte de ese paisaje gris y vacío.

Un ex boxeador con más cicatrices que recuerdos. El tipo que la gente contrataba cuando necesitaba machacar a alguien. Mi trabajo era alquilarme al mejor postor. Por ese entonces me llamaban Natan Kane, y en los registros policiales figuraba como desempleado crónico con antecedentes de un matón de poca monta.

La noche que empezó  todo, volví al departamento tambaleando de borracho, con olor a sudor y whisky. Leena me esperaba sentada tensa y silenciosamente en la penumbra, con las manos apretadas en el regazo.

Tenía esa mirada que indicaba claramente que ya no me soportaba, pero al mismo tiempo trataba de disimularla. Yo, como un idiota aturdido, confundí su actitud de sumisión con desafío.

—“Llegas tarde otra vez”— dijo, sin levantar la voz.

—“Los negocios no se manejan con relojes, muñeca”—respondí, dejando caer la chaqueta sobre la silla.

—“Negocios…”— esbozó una risa cínica—“Le pegas a unos tipos por monedas. Yo no lo llamaría negocio.” —

Eso me pinchó el orgullo.

No debí haberme acercado, pero lo hice. Ella me sostuvo la mirada un segundo de más, y ese segundo bastó para que la furia me hirviera en la cabeza.

El resto fue ruido y silencio.

Cuando volví a respirar, Leena estaba en el piso. La sangre le dibujaba un hilo oscuro en la boca. Siempre recordaré su mirada de odio.

—“Maldita sea…”— murmuré. Pero ya era tarde para disculpas.

Tomé la chaqueta y salí. Afuera llovía un ácido fino que mordía la piel. Caminé hasta El Foso, un club clandestino donde los hombres apostaban sobre quién quedaría inconsciente primero. Era una especie de iglesia para mi.

La entrada la cuidaba un tipo enorme con un ojo de vidrio. Me reconoció y me dejó pasar sin palabras.

Adentro, el aire olía a sudor y aceite vieja. Había mucha gente gritando, luces intermitentes, metal golpeando carne. El sonido de la decadencia con banda sonora propia. Al fondo, una estriper vieja se contoneaba tratando de aumentar la lluvia de billetes que los borrachos de turno le concedían.

—“¡Kane!” —gritó una voz conocida. Era Myles Korven, un médico caído en desgracia que ahora jugaba a ser científico en los bajos fondos. Llevaba un abrigo largo y un cigarro electrónico que echaba humo azul.

—“Doctor de los milagros”— le dije, con una sonrisa torcida —“¿Qué haces entre los muertos en vida?” —

—“Observar, como siempre. Y ofrecer tratos imposibles.” —

Me convidó una copa de licor sintético.

—“Te ves cansado, Natan.” —

—“Los hombres no se cansan”— respondí, repitiendo una estupidez que había escuchado en el ring.

—“No, claro. Hasta que se rompen.” —

Me reí. Pero sus ojos no se movieron ni un milímetro.

—“¿Qué quieres, Korven? O tu visita es de ¿cortesía?” —

—“Quiero mostrarte algo”— dijo. Sacó una tarjeta con un logotipo en espiral —“Tengo un nuevo proyecto. Memoria Transferencial, experiencias compartidas. Estoy buscando voluntarios. Podrías ganar una buena suma si participas.” — 

—“Los billetes siempre vienen bien. ¿Qué clase de proyecto?” —

—“Digamos que… uno para los que ya no sienten culpa.” — dijo misteriosamente.

No sé por qué acepté. Quizá porque no quería volver al departamento. Tal vez para regalarle algo a Leena y así compensarle con algo la golpiza. O porque en el fondo, algo en mí necesitaba sentir algo.

Me llevaron en un vehículo sin ventanas hasta una clínica improvisada bajo un viejo estadio.

Todo olía a metal y formol. Una enfermera pálida me conectó unos cables al cráneo y me sonrió como si estuviera despidiéndose.

—“Relájate, Kane”— dijo Korven, desde detrás de un vidrio —“Vas a dormir un rato y soñar con otra vida.” —

—“¿Eso es todo? ¿Y después?”” —

—“Después… veremos si fuiste capaz de aprender algo.” —

El líquido frío del suero me subió por el brazo. El techo se disolvió en un remolino de luces blancas.

Cuando desperté, estaba en otro lugar. Me acompañaba el silencio.

El techo era de chapa oxidada. Me dolía todo el cuerpo, como si me hubieran pasado por una máquina de reciclaje. Intenté incorporarme… y empecé a notar cosas extrañas. Algo no cuadraba.

Mis manos eran pequeñas y delicadas. Tenía las uñas pintadas. El pecho me pesaba.

Me arrastré como pude hasta un espejo roto.

Una mujer me miraba desde el otro lado. Tenía el cabello oscuro y los ojos hundidos.

—“¿Qué… demonios?”— susurré, y noté que la voz no era mía.

Una puerta se abrió.

—“Mara, te dormiste otra vez”— dijo una voz áspera. Era un tipo gordo con una camiseta manchada de aceite —“Si no sales a trabajar, te descontaré la mitad del turno.” —

—“¿Quién eres?”— pregunté.

El tipo lanzó una carcajada.

—“Deja de actuar, nena. Los clientes no pagan por teatro.” —

Salió dando un portazo.

Yo me quedé mirando el reflejo, intentando entender.

No estaba soñando. Tampoco parecía una simulación. Algo me había robado mi cuerpo.

Salí a la calle, descalzo, bajo una lluvia amarillenta. En los vidrios de los autos vi la cara de la mujer que ahora era mi rostro. Nadie me reconocía. Nadie me escuchaba.

Intenté llegar a El Foso, pero no me dejaron entrar. — “No se admiten chicas sin compañía” — dijo el guardia con el ojo de vidrio.

Y cuando traté de explicarle quién era, se rió tanto que casi se atraganta.

—“Claro, eres Natan Kane.” — El matón me dio una palmada en el trasero —“Deja de drogarte, muñeca.” —

Caminé toda la noche, sin rumbo.

Cada sombra parecía un insulto. Cada mirada, una amenaza. Por primera vez en mi vida, tuve miedo de los hombres.

Volví al edificio con el tipo gordo. Era eso o vivir en la calle. Inventé una excusa cualquiera. Me llevó a una habitación y empezaron a desfilar los clientes. Fue Asqueroso.

Pasaron los días. Empecé a conocer a la gente del edificio.

Había una anciana que cocinaba sopa con agua de lluvia, un chico que reparaba prótesis usadas, y una mujer con un ojo cibernético que decía haber trabajado para la policía.

Todos me llamaban Mara.

Una noche, el chico de las prótesis se me acercó.

—“Te vi llegar hace unos días. Parecías perdida. ¿Todo bien?” —

—“No lo sé”— le respondí—“No soy quien crees que soy.” —

Pensó que estaba filosofando —“Nadie lo es en esta ciudad”— dijo él, encogiéndose de hombros.

A veces, en los reflejos del agua sucia, veía mi verdadero rostro. El de Natan. Me observaba con una mueca de desprecio.

Empecé a escribir en una libreta vieja que encontré en el suelo:

“Si esto es un castigo, todavía no sé por qué. Pero empiezo a entender lo que significa ser débil.”

Pasó el tiempo. El invierno llegó sin aviso.

En Ciudad Lúmen el frío no se mide por grados, sino por el color del humo: cuanto más gris, más helado.

Yo seguía en ese cuerpo ajeno. En cuanto pude, dejé la prostitución. Empecé a trabajar en una lavandería de barrio por unas monedas. Nadie recordaba a Natan Kane. Ni siquiera los noticieros lo mencionaban. Era como si nunca hubiera existido.

Una noche, mientras cerraba el local, escuché una voz detrás de mí.

—“Así que acá te escondes, Mara.” —

Me di vuelta con el corazón en la garganta. Era Korven, el maldito doctor. Tenía un abrigo nuevo y una sonrisa de bisturí.

—“¿Qué me hiciste?”— le grité.

—“Nada que no hubieras merecido”— respondió con calma —“Participaste en el Programa de Rehabilitación Empática. Firmaste los papeles.” —

—“¡No firmé para esto!” —

—“Claro que no. Nadie lo hace. Pero el experimento debía durar tres días. Una falla en la red lo hizo… permanente.” —

Me acerqué a él, temblando de rabia.

—“Devuélveme mi cuerpo, Korven.” —

—“Tu cuerpo ya no existe. Cerebralmente está muerto.”— Encendió un cigarrillo electrónico y exhaló una nube azul —“Pero, si te sirve de consuelo, parece que el tratamiento funcionó.” —

—“¿Tratamiento?” —

—“Estás sintiendo culpa, ¿no? Remordimiento, empatía, miedo. Antes no conocías esas palabras.” —

—“No sabes lo que es vivir con miedo todos los días.” —

—“¿Y acaso tú sabes lo que era para ellas vivir contigo?”— replicó, alzando una ceja.

La rabia me subió como un incendio. Lo tomé del cuello del abrigo y lo empujé contra la pared.

—“Si crees que esto me va a redimir, estás loco.” —

—“No se trata de redención, Kane. O mejor dicho Mara. Se trata de equilibrio.”— Me miró directo a los ojos —“El universo cobra sus deudas, incluso las pequeñas. Ya sabes. Karma.” —

Le solté el abrigo. Estaba mareado. Confundido. No sabía si quería matarlo o agradecerle.

—“¿Y Leena?”— pregunté.

—“Se recuperó. Y parece ser más feliz ahora.”— Pausó, dejando que la frase flotara —“Pero no quiere verte, ni saber de tí.” —

—“No podría aunque quisiera.” —

—“Exacto”— dijo, con una sonrisa triste —“Por eso el castigo es perfecto.” —

Me dejó unos fajos de billetes como pago por mi participación en el experimento. Luego se alejó entre la niebla. Su silueta se disolvió entre las sombras como una pesadilla que deja olor a ozono.

Pasaron meses después de ese encuentro.

Aprendí a moverme con el cuerpo de Mara, aunque seguía sintiéndome un huésped. A veces, en la oscuridad, escuchaba su voz adentro de mí que decía: “No arruines lo poco que queda”

No sabía si era un eco o si su conciencia todavía vivía, escondida.

Empecé a trabajar en un refugio para mujeres del bajo distrito. Les curaba las heridas, les servía sopa, escuchaba historias que me destrozaban por dentro.

Una noche, una de las chicas que tenía un ojo hinchado y la voz quebrada, me tomó la mano y dijo:

—“Gracias por ayudarnos.” —

—“No tienes por qué agradecer.” —

—“Tú sabes cómo se siente”— susurró.

Me quedé mudo.

Sí. Lo sabía.

Una tarde volví al edificio donde había despertado por primera vez. Todo estaba clausurado. En el suelo encontré una caja de metal con un nombre: Eidolon Labs.

Dentro había una grabación en cinta. La escuché.

La voz era de Korven:

 

“Informe final: sujeto 07-B.

Nombre original: Natan Kane.


Transferencia exitosa. Nivel de empatía adquirido: total.

Considerar el protocolo de eliminación: innecesario.


El castigo se sostiene por sí mismo.”

La cinta se detuvo con un chasquido.

Me quedé mirando la nada, con las manos temblando. No sabía si llorar o reír.

El castigo era vivir.

Vivir siendo lo que más había despreciado.

Finalmente el invierno cedió. Las calles se llenaron de ruido, de gente, de música.

Yo seguía en silencio. A veces me miraba al espejo y pensaba que tal vez Mara y yo ya éramos la misma persona.

Una noche, caminando por el viejo distrito industrial, vi a un hombre golpear a una mujer contra una pared.

Me acerqué.

—“Suéltala”— dije.

El tipo se dio vuelta, riendo.

—“Vete a casa, muñeca, no te metas.” —

No pensé. Solo actué. Lo empujé, lo tiré al suelo y le estampé la rodilla en la cara.

La mujer escapó corriendo. El tipo se retorció y me miró con miedo.

Por un instante, sentí una descarga vieja, casi placentera: el poder de los puños, la adrenalina del control.

Y entonces lo escuché.

Mi propia voz, dentro de mi cabeza, diciendo: “Así empezó todo.”

Me quedé quieto, el corazón latiendo como una alarma.

Lo solté, lo dejé escapar, y me desplomé contra una pared.

En el charco de agua frente a mí vi mi reflejo: el rostro de Mara, con los ojos de Natan detrás.

Una mezcla imposible. Una cicatriz viva.

—“¿Quién soy ahora?”— pregunté al vacío.

El eco respondió con la voz de Korven: “El castigo, Kane, no era morir. Era entender.”

Hoy trabajo en una clínica del distrito sur. Nadie conoce mi historia.

Curo heridas, limpio sangre ajena, y cada tanto, cuando escucho un grito en la calle, me tiembla el pulso.

A veces sueño con Leena. No con su rostro lastimado, sino con su risa, aquella que maté mucho antes de tocarla.

El mundo sigue girando indiferente.

Pero hay noches en que creo que el universo todavía me observa, esperando ver si aprendí la lección.

Y sigo aquí, dentro de una piel que no es mía, viviendo una vida prestada.

Quizás esa sea la verdadera redención: entender que no se puede escapar de lo que uno fue.

FIN



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