Los Misterios de Graciela Calvert
El Hombre de la Lluvia
por Rodriac Copen
Graciela Calvert miraba por la ventanilla del avión mientras Buenos Aires se desvanecía bajo un manto gris de nubes bajas. La primera luz del miércoles apenas iluminaba los edificios, y un frío familiar de nostalgia la recorrió.
Tenía unos días libres y decidió regresar a Ushuaia, su ciudad natal, mientras Elias Rowe, su pareja y escritor de ciencia ficción, permanecía en Buenos Aires atrapado en la vorágine del diario digital Dossier Ciudadano, cerrando artículos y revisando notas con su habitual meticulosidad.
—“Pronto llegaré a mi casa, Ushuaia…”— susurró Graciela, dejando que su mano descansara sobre la ventanilla empañada.
El vuelo de FlySmart duró tres horas y media, tiempo suficiente para que Graciela repasara mentalmente los recuerdos de su niñez: inviernos lluviosos, caminatas bajo cielos grises, la bruma que se colaba entre los muros amarillos de su antigua casa. Al descender, el aire frío y húmedo la envolvió de inmediato. Respiró profundo; el aroma de sal y tierra húmeda la golpeó con una familiaridad que ningún viaje a Buenos Aires había podido reemplazar.
Recogió su maleta y se dirigió a la parada oficial de taxis, justo frente al hall de arribos. El conductor, un hombre de barba corta y voz pausada, la llevó en un trayecto de quince minutos hasta la esquina de Belakamain y Marcos Zar, donde se erguía la casita amarilla de dos pisos que había sido su hogar durante la infancia y la adolescencia.
—“Llegué bien, Elias”— dijo al enviar un mensaje de WhatsApp —“Todo en orden.” —
Tras acomodarse, Graciela publicó en sus redes sociales que había llegado, y rápidamente recibió las respuestas de Lorena y Silvina, sus amigas de toda la vida, que vivían a pocos minutos de su antigua casa paterna.
Lorena tenía una tienda de regalos en la calle Río Grande, y Silvina un pequeño almacén en la calle Walanika. Acordaron encontrarse esa noche para ponerse al día.
Antes de la reunión, Graciela decidió salir a recorrer un poco la ciudad. Entró en el almacén de Silvina para comprar algunos alimentos para el almuerzo. Mientras revisaba los estantes, conversaron como si no hubieran pasado los años:
—“¡Mirá vos! Seguís igual de meticulosa”— dijo Silvina riendo, mientras señalaba la lista que Graciela llevaba en la mano.
—“Bueno, algunos hábitos no cambian”—
replicó Graciela, de buen humor.
Después de almorzar, un impulso la llevó a caminar. Tomó rumbo hacia la Costanera, el paseo que bordeaba la bahía y el puerto, donde el Canal Beagle se extendía como un espejo de plata bajo la llovizna. La caminata le tomó unos treinta minutos, pero la llovizna fina que caía sobre su cabello y hombros la envolvía en una sensación de familiaridad casi reconfortante.
Ushuaia estaba viva bajo la lluvia, y cada charco reflejaba fragmentos de cielo y montaña que la transportaban a los días de su adolescencia.
Fue entonces cuando lo vio.
Un hombre caminaba solo, con un paraguas negro y un abrigo largo. Sus pasos eran tranquilos, medidos, como si la lluvia no fuera un obstáculo, sino un acompañante silencioso. Al acercarse, Graciela tropezó ligeramente y se le cayó algo del bolsillo. El hombre lo recogió y se lo ofreció con una sonrisa que parecía iluminar la tarde gris.
—“Gracias”— dijo, tomando el objeto —“Es fácil perder cosas con este clima.” —
—“No hay problema”— respondió él —“Me llamo Darío.” —
Comenzaron a caminar juntos, sin plan ni intención, pero la conversación fluyó con una naturalidad que sorprendió a Graciela.
—“Es extraño volver después de tantos años”— dijo
ella, mirando el agua —“A veces siento
que este lugar no ha cambiado nada, pero a la vez todo me parece distinto.” —
—“La memoria hace eso.”— contestó Darío —“Nos muestra lo que queremos recordar y oculta lo que no queremos ver.” —
Graciela se sorprendió por la profundidad de la frase, y un silencio cómodo se instaló entre ellos. Continuaron caminando, compartiendo historias y pequeños detalles de su vida. Graciela habló de su trabajo en el podcast, de los viajes a Buenos Aires, de Elias. Darío escuchaba con atención. A veces respondía con reflexiones cortas e intensas.
—“A veces me pregunto”— dijo Graciela —“si la gente realmente escucha lo que uno dice, o solo espera su turno para hablar.” —
—“Escuchar de verdad es un arte olvidado”—
replicó Darío —“Yo intento practicarlo, aunque no siempre lo logro.” —
Se despidieron esa tarde con una promesa vaga: volverían a encontrarse en la Costanera, porque a los dos les gustaba caminar frente al mar.
Los días siguientes, la rutina de las caminatas bajo la llovizna se convirtió en un hábito compartido. Cada tarde lluviosa, Graciela esperaba ver a Darío, y siempre estaba allí, como si la ciudad misma lo llamara a aparecer solo cuando el agua caía del cielo.
Hablaban de todo y de nada, de recuerdos, de deseos, de pequeñas tragedias y alegrías. A veces Graciela se sentía cómoda contándole cosas de su relación con Elias, mientras Darío compartía su propia nostalgia por su esposa e hija, sin entrar en detalles sobre el porqué o el cuándo de la separación. Había un aire de melancolía que hacía que Graciela no se atreviera a preguntar demasiado.
—“Extraño caminar con ellas”— confesó Darío un día —“Pero la lluvia me recuerda que algunas cosas nunca se van del todo.” —
—“Es como si la ciudad guardara recuerdos invisibles”— dijo Graciela, comprendiendo sin preguntar.
Lo que comenzó como curiosidad se convirtió en una extraña obsesión: Darío solo aparecía los días lluviosos. Nunca lo encontraba bajo cielos claros. El misterio crecía, mezclando la familiaridad de su amistad con una sensación de inquietud que no podía ignorar.
Una noche, Lorena y Silvina la invitaron a una velada en casa de Patricia, una amiga que Graciela no conocía. La conversación derivó hacia la familia, los padres, y finalmente Patricia relató un recuerdo que por alguna razón, heló la sangre de Graciela:
—“Mi madre y yo perdimos a mi padre hace años… era pescador. Murió en un accidente a unos kilómetros mar adentro, en la Costanera. Siempre le gustaba caminar bajo la lluvia.” —
Graciela asintió con una sonrisa nerviosa, intentando disimular un escalofrío. Mientras se despedían, su mirada se detuvo en un retrato sobre la chimenea. El hombre del retrato era Darío. Su corazón se detuvo.
—“¿Este es tu padre?”—preguntó Graciela, con voz temblorosa.
—“Sí. ¿Como te diste cuenta?”— respondió
Patricia —“Siempre le gustaba pasear bajo la lluvia… parece que heredé eso de
él.” —
Graciela no dijo nada más. Sabía la verdad: Darío, el hombre que la había acompañado en tantas caminatas bajo la lluvia, era un espíritu atrapado en la memoria de Ushuaia, un eco del pasado que parecía desafiar las leyes de la vida y la muerte.
A la mañana siguiente, con la esperanza de verlo una vez más, Graciela regresó a la Costanera. Caminó entre charcos y reflejos, buscando entre las sombras al hombre que conocía tan bien. Pero Darío no apareció. La Costanera seguía siendo la misma: el agua gris, los barcos a lo lejos, las montañas al fondo del paisaje, y sin embargo, algo había cambiado. Un vacío intangible la acompañaba en cada paso.
Los días pasaron, y Graciela continuó caminando cada tarde lluviosa. No lo buscaba con desesperación, sino con la certeza de que el hombre de la lluvia seguía allí, de algún modo, suspendido entre el tiempo y la memoria, recordándole que algunas presencias están destinadas a ser fugaces, pero dejan una marca imborrable.
A veces se detenía en un banco de la Costanera y cerraba los ojos, imaginando que Darío caminaba a su lado. Le contaba secretos, le hacía preguntas que solo un amigo del pasado podría hacer, y escuchaba sus reflexiones con la misma intensidad de siempre. La ciudad respiraba a su alrededor, y la lluvia continuaba cayendo, fina y constante, como un hilo invisible que unía los mundos de los vivos y los recuerdos.
Graciela entendió algo fundamental: el misterio no siempre necesita explicación, y lo sobrenatural puede ser tan real como el corazón que late en la nostalgia. La intriga, la reflexión, y el asombro habían quedado tatuados en su memoria, dejando una sensación de inquietud serena que ningún relato, ni siquiera los suyos, podría igualar.
Desde aquel día, cada tarde lluviosa, Graciela volvió a la Costanera no para encontrarlo, sino para recordar la extraña amistad que desafió el tiempo y la muerte, y para sentir que la ciudad, con su cielo gris y su agua de plata, siempre guarda secretos que solo los ojos atentos pueden percibir.
Y aunque Darío nunca regresó, su presencia se sentía en cada gota de lluvia, en cada reflejo de la bahía, en el murmullo del viento entre los barcos. Como si la ciudad misma lo hubiera tejido en su memoria.
El hombre de la lluvia ya no era un simple desconocido; era un enigma vivo, un recuerdo tangible que Graciela llevaría consigo para siempre.
FIN
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