lunes, 20 de marzo de 2023

Historia: "Expedición a Coliandron - Las aventuras de Leorin Dastel ( SciFi - Humor )"

 


Expedición a Coliandron - Las aventuras de Leorin Dastel

Capítulo 1: Zyrbassa
por Rodriac Copen

 

En el planeta pantanoso de Zyrbassa, donde las ciudades eran como setas que brotaban entre lodazales púrpuras y avenidas de madera húmeda, las gentes solían envolverse en capas de colores chillones para disimular el tedio. Todo olía a fermento, desde los canales donde flotaban las focas de carrera hasta los mercados donde se voceaban ungüentos que prometían longevidad y sólo ofrecían diarreas.

Zyrbassa es un mundo contradictorio, una gran esfera de lodazales interminables y estepas peladas que, sin embargo, se ufana de poseer puertos interplanetarios, cátedras filosóficas de renombre y un tráfico constante de mercaderes que llegan con promesas de progreso. Dicho “progreso” se manifiesta, principalmente, en tabernas de mayor tamaño, burdeles más eficientes y ejércitos de bandidos con armas importadas.

Las ciudades de Zyrbassa se alzan como islas de madera húmeda y ladrillo verdoso en medio de la nada. Sus avenidas son fangosas incluso en los barrios nobles, y los templos más prestigiosos suelen ser demolidos cada diez años para dar paso a algún burdel o mercado de esclavos, negocios mucho más estables.

Los habitantes del planeta se dividen en dos categorías principales. Los campesinos incultos, cuyo universo mental oscila entre el cultivo de raíces comestibles y la invención de nuevos insultos para sus vecinos. y los aristócratas arruinados, que viven de recordar cómo sus abuelos poseían molinos y cañones para defenderse de los vándalos.

La mayor parte de los habitantes apuestan lo poco que tienen en las carreras de focas o en combates de ratas mecánicas.

La educación, salvo en círculos extremadamente reducidos, es vista con sospecha. Un campesino que sabe leer puede ser linchado por brujería, y un noble que sabe contar suele acabar como recaudador de impuestos, destino tradicionalmente considerado peor que la horca.

El pueblo de Zyrbassa ha reducido el arte del entretenimiento a tres pilares fundamentales:

Sexo: En donde la población practica una ética de “urgencia inmediata”. En aldeas pequeñas, los pactos matrimoniales duran lo que dura la cosecha, y en las ciudades se organizan ferias donde la atracción principal es la “lotería erótica”, cuyo reglamento nadie respeta pero todos celebran.

Alcohol: La bebida más popular es el glösh, un fermentado de raíces que huele a pintura disuelta y quema como ácido. Los zyrbassianos lo consideran indispensable para cualquier ocasión: nacimientos, funerales, ejecuciones públicas o simplemente el aburrimiento cotidiano.

Matanzas: Robar es tan común que los viajeros extranjeros lo confunden con un impuesto local. En los caminos, las caravanas son atacadas regularmente por bandidos que después venden el botín en las ciudades, donde los mismos mercaderes lo recompran resignados. La violencia se practica con el mismo entusiasmo con que otros pueblos cultivan la jardinería: como hobby, pasatiempo y declaración de identidad.

Algunos consideran dentro de lo tradicional, el ejercicio de un cuarto deporte planetario: la gestión del placer tras un exceso de glösh, el licor por excelencia. La técnica de tal evento no es compleja, pero requiere precisión, valor y un notable grado de insensatez.

El procedimiento comienza típicamente con el campesino tambaleante, apoyado en la pared de madera de un burdel de mala muerte o sobre un carro abandonado en medio de la calle. Sus pantalones, húmedos de lodo y vino, crujen con cada paso y su discurso combina promesas, insultos mal articulados y nombres de deidades desconocidas.

—“Dama de luces y curvas”— grita, señalando a la más cercana de las prostitutas —“deseo sus servicios por un plazo que garantice la satisfacción mutua y mi honor. También dispongo de un puñado de monedas que huelen a barro, pero son honestas.”—

En este instante, el campesino cree estar actuando con la audacia de un aristócrata. La mujer lo mira con esa mezcla de desdén y paciencia que define a la mayoría de las mercaderes del placer en Zyrbassa.

—“¿Tres monedas de barro?”— responde ella —“Usted puede obtener la experiencia completa, pero deberá demostrar primero que sabe bailar el vals de las anguilas risueñas.”—

Antes de que el campesino pueda empezar a girar sobre sí mismo, llega la esposa. Nunca se hace anunciar: entra con la precisión de un reloj y la fuerza de un martillo neumático. Conoce las tendencias lujuriosas de su marido; las ha anticipado durante años de matrimonio y un conocimiento enciclopédico de su torpeza alcohólica.

—“¡Hijo de barro fermentado!”— grita —“¡otro paso y juro que descubrirás cuán flexible es el suelo de la taberna!”—

Lo que sigue es una lección de boxeo doméstico de alta peligrosidad. La esposa, a veces acompañada de un vecino de confianza, despliega una técnica sorprendentemente refinada:

Una estocada lateral que hace caer al campesino sobre una pila de fardos húmedos.

Un golpe de reversa que derriba al bribón más cercano que se atreviera a reírse.

Y un martillo descendente, destinado exclusivamente a los testículos de la vergüenza, pero aplicado con tal elegancia que nadie se atreve a objetar.

El resultado es una coreografía caótica: campesino tambaleante, esposa enfurecida, prostitutas observando con resignación, y un par de bandidos desarmados que terminan más golpeados que los protagonistas. Al final, el marido queda fuera de combate sobre el barro, la esposa satisfecha y los bribones humillados, mientras las mujeres del lugar susurran entre ellas sobre “la previsión marital en Zyrbassa”.

Luego, la noche continúa con más vino y menos ilusiones sobre el honor masculino, y la lección se aprende: en Zyrbassa, incluso la lujuria tiene límites dictados por la fuerza y la anticipación.

En este planeta, se dice que un hombre no está realmente borracho hasta que su esposa lo ha dejado inconsciente sobre un fardo de nabos mojados.

Pese a tan dudosas costumbres, Zyrbassa se enorgullece de sus viajes interplanetarios. Naves cargadas de barro, esclavos, prostitutas de lujo y sedas eléctricas parten a mundos distantes, donde los comerciantes repiten con desparpajo que su planeta está “en franco proceso de civilización”. Es cierto que las ciudades están llenas de aparatos importados, aunque la mayoría no funciona, y los campesinos siguen convencidos de que un generador eléctrico es en realidad un altar demoníaco.

Zyrbassa es un mundo que combina lo peor de la barbarie con lo más superficial de la modernidad. Un planeta donde se puede contratar una nave estelar para cruzar la galaxia, pero se corre el riesgo de ser despojado y cosido a cuchilladas antes de llegar a la estación espacial.

En resumen, un lugar exuberante, grotesco y siempre dispuesto a ofrecer su hospitalidad en forma de burdel, jarra de glösh y una puñalada en el costado.




Expedición a Coliandron - Las aventuras de Leorin Dastel

Capitulo 2: La Dinastía Dastel
por Rodriac Copen

 

En este escenario florecía, o más bien agonizaba con cierta dignidad, Leorin Dastel: un aristócrata venido a menos que aún se aferraba a su prosodia impecable y a su costumbre de beber vino caro incluso cuando sólo podía pagarlo aguado. Tras haber dilapidado la herencia familiar en apuestas, burdeles y la ruinosa pasión por las carreras de focas, se había convertido en mercader. Un mercader con ínfulas, es cierto, pues siempre hablaba de “mi cartera de clientes” como si se tratase de un séquito imperial.

Antes de que Leorin Dastel se distinguiera por perder fortunas en las carreras de focas y componer sonetos ebrios a taberneras iletradas, existió la Dinastía Dastel, familia aristocrática que alcanzó la cima social de Zyrbassa mediante métodos tan expeditivos como poco recomendables.

El fundador, Aregald Dastel el Rojo, no heredó fortuna alguna, pero poseía una daga curva y un apetito insaciable por las bolsas ajenas. Sus primeras propiedades fueron literalmente arrancadas de las manos de mercaderes moribundos en los caminos de Tarssen. La posteridad lo celebra como un “hombre de iniciativa”. Sus víctimas, menos entusiastas, lo recordaron en epitafios anónimos con términos como 'carroñero' y 'sanguijuela con botas'.

Con los botines amasados, Aregald compró títulos nobiliarios a un conde alcohólico que necesitaba pagar deudas. Así nació el linaje.

Los sucesores de Aregald comprendieron que apuñalar a un hombre era rentable, pero apuñalar a toda una familia resultaba trabajoso. Optaron entonces por el matrimonio como instrumento económico. El método era simple: conquistar doncellas de aspecto bárbaro, cejijuntas, robustas como luchadores de circo y con barbas incipientes que podían rivalizar con las de un soldado.

Los cronistas describen cómo Dornak Dastel el Seductor recitaba versos torpes bajo balcones rurales hasta que la doncella, enternecida o simplemente aburrida, accedía al matrimonio o al sexo (lo que fuera más rápido). La dote incluía campos, esclavos y ocasionalmente una mina de turba maloliente. Los matrimonios no eran precisamente dulces, pero resultaban fructíferos, y los Dastel prosperaron como una cepa de hongos en sótano húmedo.

A lo largo de generaciones, los Dastel amasaron propiedades, palacios en ruinas y un ejército de criados mal pagados. Su fortuna creció tanto que comenzaron a ser invitados a los bailes de la aristocracia, donde se distinguían por robar cubertería de plata durante el vals.

El momento de mayor gloria llegó con Harkovius Dastel el Magnánimo, llamado así porque repartía limosnas en público mientras sus cobradores exprimían a los campesinos en privado. Harkovius sedujo a una princesa bárbara de las montañas, mujer de cejas monumentales y barba negra que provocaba envidia entre los lugareños más robustos. La boda se convirtió en leyenda: hubo vino, peleas de cuchillos, y un incendio accidental que redujo a cenizas la mitad de la catedral, lo cual aumentó el prestigio de la familia.

Con el tiempo, los Dastel dejaron de blandir dagas y comenzaron a blandir copas. La ferocidad de sus ancestros se diluyó en una languidez alcohólica. Los últimos descendientes, incluido nuestro inefable Leorin, heredaron la fortuna sin la astucia, y el título sin la disciplina.

Actualmente, la dinastía se recuerda por tres cosas: Su habilidad para apropiarse de lo ajeno con naturalidad casi artística, sus esposas, cejijuntas y barbadas, que las malas lenguas aún confunden con retratos de guerreros, y finalmente, su talento hereditario para la ruina económica, perfeccionado hasta convertirse en arte con Leorin, el último de los Dastel.

La historia de la dinastía Dastel prueba que la grandeza no siempre surge de la nobleza, ni la nobleza garantiza grandeza. En ocasiones, basta una daga, una novia barbuda y la convicción de que el botín se gasta mejor en vino que en reformas agrícolas.

Leorin Dastel, a diferencia de otros nobles arruinados que se resignan a la soltería por aburrimiento o meditación, permanecía solo por una razón mucho más concreta: nunca logró consumar la conquista que más deseaba. No por falta de ardor ni ingenio —su arsenal de galantería torpe era legendario— sino por pura y caprichosa mala fortuna.

El episodio más memorable ocurrió con Rachel de Grondiaz, una mujer de linaje próspero, ingenio sagaz, celeridad erótica y belleza tan calculadamente armoniosa que hasta las sombras de la habitación se inclinaban ante ella. Rachel estaba casada con Gorvak de Grondiaz, campeón en el manejo del espadín, una espada tan delgada que se decía que podía atravesar un pétalo sin rasgarlo... y, por supuesto, atravesar a un intruso con la misma facilidad.

El plan de Leorin parecía perfecto: la fortuna perdida lo había dejado humilde, pero no prudente. Sabía que Rachel se aburría de su esposo y pensó que una visita nocturna a su recámara sería tanto elegante como factible. Ingresó con sigilo, esquivando la criada dormida y los felinos domésticos que vigilaban la estancia.

—“Mi señora”— susurró, mientras ajustaba su chaleco y trataba de aparentar compostura —“permítame ofrecerle una velada de placer... discreta y encantadora.”—

Rachel, encantada y un tanto divertida, se dejó guiar. Leorin respiraba con dificultad, entre la ansiedad y la anticipación de su triunfo romántico. Creía que la jornada de entretenimiento del marido en el Club de Esgrimistas de Syrmoll le otorgaba la libertad total.

Todo iba según lo previsto... hasta que, en el preciso instante en que los lienzos de la ropa empezaban a deslizarse con delicadeza estratégica, la puerta se abrió de golpe.

—"¿Qué demonios...?"— gruñó Gorvak, con la expresión de un hombre que esperaba un espectáculo de baile y se encontró con un episodio de teatro erótico improvisado.

El espadín, brillante y ultrafino, surgió de la mano del esposo con una rapidez que desafiaría a cualquier narrador decente. Leorin apenas tuvo tiempo de un bostezo mental antes de verse correteado indignamente por el dormitorio, esquivando muebles y alfombras que traicionaban cada paso.

En un instante de audacia desesperada, y completamente consciente de la indignidad, Leorin se lanzó por la ventana abierta, acomodando con torpeza su ropa interior mientras caía sobre un seto que milagrosamente amortiguó la caída. Aterrizó con un elegante revolcón, embarrado, desalineado y, sobre todo, sin honor recuperable.

Rachel, desde la ventana, solo pudo lamentar su poca suerte:

—"Siempre tan celoso… Nunca cambiarás, Gorvak..."—

Leorin, tendido entre arbustos y barro, comprendió que la soltería era inevitable. No por falta de pasión, sino porque la vida conspiraba para hacerle pagar cada osadía con humillación pública.

Con este tipo de episodios, la fama de Leorin creció tanto en astucia como en torpeza: un hombre brillante en la intención, pero que jamás pudo consumar lo que más deseaba sin que la realidad lo golpeara con espadines ultrafinos.

 

 


Expedición a Coliandron - Las aventuras de Leorin Dastel

Capítulo 3: La caravana
por Rodriac Copen

 

Un día, en la sala maloliente de apuestas del puerto de Syrmoll, un cliente de dudosa reputación le ofreció a Leordin una fortuna a cambio de los ovillos de sedas eléctricas, extraídos únicamente en el páramo de Coliandron, al norte de la estepa de Tarssen. El viaje era peligroso, pero la recompensa exorbitante.

El comercio de estas sedas es tan lucrativo como peligroso. Primero, porque los gusanos no toleran el cautiverio: cualquier intento de criarlos fuera de Coliandron termina con colapsos eléctricos que incendian las granjas. Segundo, porque los capullos deben recogerse con guantes aislantes de fibra de roca espongaria; de lo contrario, el colector se queda convulsionando entre chispas hasta que otro lo arrastra fuera del pantano con un palo.

Leorin, confiando en su ingenio (que nunca resistía un escrutinio prolongado), se unió a la expedición del célebre preboste Gogersson: un hombre cuya fama se sostenía en dos pilares sólidos, su capacidad de organizar caravanas colosales y su aptitud para beber hasta que el suelo le resultara indistinguible del techo.

La caravana reunía mercaderes, soldados alquilados para la defensa y bribones arrepentidos a medio camino de la reincidencia. Entre ellos destacaba Calyra, viuda reciente y mercader de joyas extraídas de almejas pantanosas. Era alta, de busto generoso, cintura como onda de río y caderas que parecían cinceladas para arruinar la concentración de cualquier varón. Su mirada serena y sus modales ambiguos provocaban rumores: unos afirmaban que había matado accidentalmente a su esposo en medio de un clímax demasiado vehemente. Otros sostenían que lo había dejado en un estado de beatitud tan profunda que había decidido no regresar.

Leorin Dastel había llegado al puerto de Syrmoll con la mezcla habitual de confianza y desesperación que lo caracterizaba. El día lo encontró negociando con el preboste Gogersson, un hombre cuya reputación como organizador de caravanas y bebedor formidable lo precedía por leguas de pantano y rumores. La conversación sobre tarifas y condiciones se desarrollaba con la habitual falta de fortuna para nuestro héroe: Leorin ofrecía cifras ridículas y gesticulaba con entusiasmo, mientras Gogersson respondía con risas roncas y aumentos inexorables en el precio.

—“¡Cincuenta doblones, y no uno menos!”— rugió el preboste, golpeando la mesa hasta que los vasallos saltaron hacia atrás —“¡Incluye tiendas, soldados y raciones de glösh por diez días!”—

Leorin palideció, sudó y trató de recuperar la compostura con frases que sonaban bien solo en su cabeza:

—“Verá, señor preboste... eh… estoy seguro de que, si reducimos un poco, podré... contribuir... a... la seguridad... de la caravana...”—

Fue en ese instante que Calyra pasó cerca, caminando con una gracia que parecía desafiar la gravedad y la cordura de los hombres por igual. Se veía alta, de porte noble aunque indudablemente mortal, con caderas que dibujaban curvas imposibles y un busto que le habría hecho ganar cualquier concurso de anatomía aplicada a la seducción. Su cabello relucía como hilos de cobre al sol, y la mirada, franca pero cargada de misterio, provocó un fenómeno inmediato en Leorin: los ojos se le salieron de las órbitas y comenzó a respirar con dificultad.

—“Oh... oh... eh...”— balbuceó Leorin, incapaz de hilar dos palabras coherentes. Su mente, acostumbrada a discursos elocuentes y poemas embriagados, quedó convertida en un charco de estupor.

Gogersson, conociendo la debilidad de Leorin ante la belleza femenina, intervino con tono paternalista:

—“Leorin, permíteme presentarte a Calyra, mercader de joyas y señora de este distrito.”—

Calyra sonrió, un gesto leve que parecía contener un mundo de secretos y advertencias. Leorin intentó responder algo ingenioso, pero solo salió:

—“S-señora... es un gusto... uhm... conocer... a alguien tan... elegante... y, eh... impresionante...”—

El tartamudeo finalizó con un gesto torpe de inclinación, que hubiera sido gracioso si no fuera trágico para la reputación de un hombre. Calyra lo observó con interés, sin el menor atisbo de desprecio, pero con un toque de diversión que encendió en Leorin un fuego instantáneo y absoluto.

Tras los intercambios de rutina, y luego de arreglar el precio de su inclusión en la caravana, Leorin se retiró para preparar sus cosas, aún temblando y tratando de recomponer su imagen ante sí mismo.

Un poco más tarde, cuando Gogersson se encontró nuevamente con Calyra, no pudo evitar comentar:

—“Leorin vendrá con nosotros, aunque a decir verdad... me parece un poco torpe y, en general, inservible para la seguridad de la caravana.”—

Calyra, arqueando una ceja con sagacidad y diversión, respondió:

—“Oh, preboste, lo hallé muy atractivo... y además, simpático. Después de todo, todos tenemos pequeños defectos.”—

Gogersson se encogió de hombros, mientras Calyra desaparecía en la multitud del puerto, dejando tras de sí un aroma de misterio y una estela de admiración en todos los hombres que, como Leorin, habían tenido la desgracia y el privilegio de mirarla.

Leorin, por su parte, no lo sabía todavía, pero ese encuentro marcaría el inicio de un viaje donde la fascinación, el ridículo y el deseo se entrelazarían con la peligrosa realidad de los pantanos de Zyrbassa.

La expedición partió en medio de trompetas herrumbrosas y discursos tediosos. A los tres días, cuando los pantanos se volvían espesos como un estofado de sapos, Leorin decidió impresionar a Calyra.

—“Mi señora,” — dijo con voz impostada mientras caminaba a su lado —“acaso haya notado que, entre estos mercaderes, yo soy el único que sabe distinguir un buen vino de un orín fermentado.”—

—“Lo he notado, Leorin”— respondió ella, serena —“Sobre todo cuando bebe ambos con idéntico entusiasmo”—

Las carcajadas de los mercaderes cercanos lo hirieron como dardos, pero él persistió. Esa misma noche intentó recitarle un poema mientras se bañaba en un barril improvisado. Resbaló en el barro, cayó de cabeza y sólo la rápida intervención de Calyra evitó que muriera ahogado con la parte trasera en alto.

Los murmullos en la caravana bautizaron a nuestro héroe como el caballero del trasero burbujeante.






Expedición a Coliandron - Las aventuras de Leorin Dastel

Capitulo 4: Calyra
por Rodriac Copen

 

A medida que la caravana avanzaba, los peligros crecían.

En el pantano de Vey-Druum, una criaturas llamadas anguilas risueñas treparon las carretas para morder a los viajeros. Mientras los soldados luchaban, Leorin intentó blandir una lanza. Falló y ensartó el toldo de la propia tienda de Gogersson, que quedó expuesto bajo la lluvia. El preboste, ebrio como de costumbre, declaró que el clima lo hacía sentirse “en contacto con su infancia” y le perdonó.

En otra ocasión, en la aldea de Hralmak, donde la ley local dictaba que todos los visitantes debían bailar una danza obscena antes de comerciar, Leorin se ofreció como voluntario para representar a la expedición. Su danza fue tan torpe y obscena que los aldeanos la consideraron una burla sacrílega. Sólo la intervención de Calyra, que entonó un cántico ancestral mientras le empujaba discretamente fuera del escenario, evitó que fuera lapidado con nabos pútridos.

Cada salvación reforzaba la fascinación de Leorin por la subyugante mujer. Entre tanto, Calyra mantenía su halo enigmático. A veces lo invitaba a su tienda para conversar. Él esperaba confesiones íntimas; recibía, en cambio, preguntas inquietantes sobre su carácter.

—“¿Ha sido usted alguna vez leal a pesar de no convenirle?” —

—“Por supuesto, señora. Cuando mi amigo Ralko fue acusado de fraude, declaré que no tenía talento para semejante engaño.” —

—“¿Y era cierto?” —

—“Desde luego que no, era culpable como un gato con plumas en la boca. Pero, ¿qué es la amistad sin una pizca de mentira?” —

Calyra lo observaba con esa sonrisa impenetrable que lo volvía tanto más ansioso.

Leorin, aunque acostumbrado a desventuras y humillaciones propias, jamás había experimentado una emoción tan corrosiva como la que lo consumía en presencia de Calyra. La belleza de la mercader no era solo llamativa; era hipnótica, capaz de arrancar el juicio de un hombre y reemplazarlo con un estado de vigilancia constante, mezclado con deseo y, lo peor de todo, celos.

Cada gesto que ella ofrecía a otros mercaderes lo transformaba en un espía involuntario, un observador compulsivo de conversaciones ajenas, un analista de miradas y sonrisas que le robaban el aliento. Y fue precisamente uno de esos días que la tentación superó la prudencia:

Calyra había invitado a cenar a un vejete simpático, comerciante de antiguas reliquias de cobre, conocido por su bondad y su carácter afable. Leorin, consumido por celos que palpitaban como un tambor dentro de su pecho, decidió espiarlos. Su plan, en principio, era tan simple como estúpido: hacer un agujero discreto en la tienda y observar qué ocurría tras la tela.

Con sigilo apenas digno de un ratón enfermo, Leorin introdujo el cuchillo en la tela, tratando de rasgar un pequeño orificio. Pero la fortuna, como siempre, se alió con la ironía: en lugar de un agujero, el filo se hundió en uno de los perros guardianes de la dama, un mastín fornido, pardo y extraordinariamente irritable.

El animal reaccionó con una velocidad insultante: un bufido que estremeció la carpa, seguido de un ataque directo hacia el pobre Leorin. El aristócrata, despistado y tembloroso, huyó de manera tan poco digna que los otros mercaderes estallaron en carcajadas, algunos incluso cayéndose de sus sillas de madera ante la hilaridad del espectáculo.

Mientras tanto, dentro de la tienda, Calyra percibió los celos de Leorin de manera inmediata. Y así su mirada sobre el pobre hombre se transformó: dejó de ser la fría y enigmática mercader que todos conocían para mirarlo con una mezcla de curiosidad y excitación, fascinada por la pasión torpe que lo dominaba.

A partir de ese incidente, la relación entre Leorin y Calyra comenzó a estrecharse de manera sutil pero implacable. Los encuentros, antes formales y distantes, se volvieron más personales; las conversaciones más largas, los gestos más frecuentes y la intimidad —no siempre física, pero sí emocional— empezó a infiltrarse entre las tiendas, los caminos fangosos y los fogones de la caravana.

Leorin, humillado, embarrado y con el corazón acelerado, no podía imaginar que aquel desastre fuera el primer paso hacia una cercanía que cambiaría su vida en los pantanos de Coliandron. Y Calyra, por su parte, sonreía, sabiendo que incluso la torpeza de un hombre podía ser, en ciertos casos, irresistiblemente atractiva.

Finalmente llegaron al páramo de Coliandron, un paisaje de niebla fosforescente y vegetación que brillaba como si hubiera tragado relámpagos. Allí crecían los capullos de seda eléctrica, filamentos que chisporroteaban al tacto y que, una vez recogidos, se trenzaban en ovillos de incalculable valor.

La caravana acampó. Durante la noche, hordas de bandidos emergieron de la niebla. El ataque fue feroz: lanzas de hueso, gritos guturales, y el preboste Gogersson dormido bajo la carreta, roncando como un órgano desafinado.

Leorin, preso de un extraño valor (o de la desesperación), intentó defender la tienda de su amada. Blandió un cuchillo contra un bandido y terminó clavándoselo en el muslo propio. A punto de ser ejecutado, fue salvado por Calyra, que con movimientos veloces y precisos abatió a los atacantes con armas ocultas bajo su túnica.

Cuando el peligro pasó, Leorin quedó tirado, sangrando y jadeante. Ella lo levantó con facilidad sorprendente y lo llevó a su tienda. Luego de curarle dedicadamente la herida en la pierna, por fin, sucumbieron al deseo.

Tras la unión, exhausto y satisfecho, Leorin intentó recitar:

—“Calyra, mi joya de los pantanos, usted es…”—

—“Aguarda un momento, querido. Debo mostrarte algo…”— interrumpió ella.

Se incorporó, y en la penumbra con cuidadoso detalle, abrió un panel oculto de su pecho, del que emergió un entramado de circuitos luminosos.

—“Leorin Dastel, he de confesarte que soy un androide de compañía. Mi programación incluye la evaluación de potenciales amos. Desde que te vi, supe que podías ser el adecuado. Tus defectos son evidentes, pero tu obstinación y tu curiosa capacidad de sobrevivir a pesar de ti mismo te vuelven… el objeto de mis deseos.” —

Leorin, boquiabierto, sólo pudo musitar:

—“¿Y todo este cortejo, mis celos, mis poesías fallidas…?”—

—“No fueron otra cosa que pruebas. Las superaste con una mezcla de torpeza y lealtad inesperada.” —

Cuando la caravana regresó a Syrmoll, Leorin poseía los ovillos de seda eléctrica y un contrato lucrativo que le devolvió la fortuna. Pero más importante: tenía a Calyra a su lado, ahora declaradamente suya… o más bien, él declarado suyo.

En las tabernas, cuando presumía de su nueva fortuna y compañía, solía decir:

—“He conquistado a la mujer más enigmática de Zyrbassa.” —

Calyra, a su lado, sonreía sin corregirlo. Porque, después de todo, ¿qué mayor triunfo para un hombre que creerse conquistador cuando ha sido cuidadosamente domesticado?

A veces el amor no es ciego: es un contrato de servidumbre firmado con la tinta invisible del autoengaño.

 

FIN



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