jueves, 23 de marzo de 2023

Historia: "Fusión Silenciosa"

 


Fusión Silenciosa

Capítulo 1: La Tregua de Aarhus
por Rodriac Copen

 

El sol de Aarhus, bajo y dorado, tocaba la superficie del mar con una delicadeza engañosa. La playa, de arena clara y con un mar casi inmóvil, era un santuario temporal, un breve paréntesis entre un caso cerrado y el siguiente que, inevitablemente, llegaría.

Steve Crettan estaba recostado en una reposera con los ojos entrecerrados, un libro en una mano y la otra apoyada sobre su muslo derecho, justo donde una cicatriz todavía reciente recordaba lo cerca que había estado de morir en el crucero interestelar Estrella de Andrómeda.

Sonja Holten, de piernas largas y cabello recogido en un rodete despreocupado, se sentó a su lado con los pies aún mojados. Se inclinó sin pedir permiso, como siempre hacía, y pasó los dedos por la línea irregular de la cicatriz.

—“¿Duele?”—preguntó en voz baja, casi como si hablara con la herida y no con él.

Steve alzó una ceja sin apartar la vista del mar.

—“No más que los recuerdos.” —

—“¿Y eso qué significa exactamente?” —

—“Que prefiero una puñalada limpia a la burocracia que vino después.” — 

Sonja sonrió sin humor. Lo conocía demasiado como para tomar esas frases como simples bromas. Eran verdades envueltas en sarcasmo. Lo había visto sangrar por esa pierna y resistir sin quejarse. En una oportunidad lo había oído gritar por radio cuando la compuerta del hangar se abrió en una nave y casi los expulsa al vacío.

—“Te vuelves melodramático, Steve. O quizá simplemente te estás poniendo viejo.” — Bromeó.

 —“Eso dicen todos los que nunca han tenido un cuchillo ruso oxidado dentro del muslo.” — Dijo Steve mientras le daba un cariñoso empujoncillo.

—“Yo estuve ahí ¿Lo recuerdas?”—

—“Entonces lo entiendes.” —

Hubo un silencio breve, cargado de historia compartida. Ella dejó caer la mano sobre su propia pierna, como si buscara equilibrio.

—“A veces pienso que no deberíamos seguir.” —

—“¿Trabajando juntos?” —

—“No. Viviendo así. Persiguiendo a lunáticos, durmiendo en cápsulas presurizadas, viendo explosiones desde ventanas blindadas.” —

Steve giró la cabeza y la miró con atención. El rostro de Sonja, habitualmente calmo, mostraba grietas. Había cansancio en esos ojos, pero también algo más profundo, que él intuía como dudas. No sobre él, tampoco sobre su mutua relación, sino sobre todo lo demás.

—“Puedes irte cuando quieras de Seguridad Nacional. Tienes tu título de Psicóloga Clínica. Haz como tu padre: pon una consulta. Yo no tengo otras habilidades que puedan salvarme de ser agente. Tengo varias cicatrices que me lo recuerdan cada mañana.” —

—“Yo también las tengo. Pero más adentro.” —

—“Y sin embargo, sigues en el campo. Podrías dejar la vida de agente cuando quieras.” —

Ella lo miró con una mezcla de ternura y rabia.

—“Supongo que soy estúpida. Prefiero quedarme. Y seguir junto a ti.” —

—“No eres estúpida. Eres unas de las pocas que entiende lo que esto significa. Pero mis razones son egoístas. Cuando estás lejos, no hay silencio que me guste. Si alguien me cubre la espalda, prefiero que seas tú.” —

Sonja bajó la mirada, pensativa. Se limpió los dedos en la toalla sin necesidad.

 —“A veces me asusta cuánto te necesito.” —

—“Eso nos hace humanos, ¿no? El miedo.” —

—“No lo sé. Tal vez nos hace vulnerables.” —

—“Todos somos vulnerables, Sonja. Todos tenemos debilidades. No importa cuánto quiera alguien ocultarlo.” — hizo una pausa breve —“Es lo primero que aprendí siendo agente.” — Steve dejó el libro a un lado.

—“¿Quieres saber lo que realmente me molesta de todo esto?”—preguntó serio, mientras señalaba su pierna herida.

 —“Sorpréndeme.” — dijo la rubia.

—“Que me arruinó la rutina de natación sincronizada.” — bromeó

—“Eres insoportable.”— Sonja sonrió al fin, un gesto genuino que le devolvió algo de color a sus mejillas. 

Se quedaron así un rato más, sin hablar. El sol bajaba lentamente, y el agua empezaba a oscurecerse. No sabían cuánto tiempo tendrían antes de que el deber los reclamara otra vez. Pero en ese instante, con el murmullo del mar y la complicidad del otro, había una especie de tregua.

Steve rompió el silencio con una voz más baja.

—“¿Alguna vez pensaste en cómo sería una vida normal?” —

—“Todo el tiempo.” — respondió sin mirarlo.

—“¿Y cómo se ve?” — quiso saber Steve.

—“Una casa con biblioteca. Café por la mañana. Tú sin un arma en la cintura. Pero no te ves como una pareja común. No te veo arreglando la plomería del baño.” — se rió de pensarlo. –“Esa es una faceta que no imagino de ti…”—

—“¿Y sin cicatrices?” —

—“No. Las cicatrices quedan. Son parte de tu historia.” —

 Steve la miró, y por un momento pareció a punto de decir algo importante. Pero en su lugar, asintió.

—“La biblioteca tendría que tener buena ventilación. Y el olor del tabaco sin quemar se queda.” —

—“Eres el único no fumador que conozco que le gusta el olor al tabaco sin quemar.” —

—“Es un vicio sentimental. Me une a mi abuelo materno.” — dijo el hombre, evocando pensativamente su infancia.

Sonja le tomó la mano, y él la dejó hacer sin comentarios. El calor entre ellos no provenía sólo del sol.

Entonces, el sonido agudo del celular rompió la escena con precisión. Una alerta en clave.

Ambos lo reconocieron antes que el mensaje completo apareciera en la pantalla.

CÓDIGO AZUL. Activación inmediata. Contaminación radiactiva detectada. Charles de Gaulle. Cobalto-60 confirmado. Coordinadas adjuntas. Despegue en 90 minutos.

El silencio que siguió fue distinto. Pesado. Sonja soltó su mano y se puso de pie con calma. No hubo maldiciones ni gestos bruscos. Sabían que eso pasaría. Siempre pasaba.

—“¿Francia?” —preguntó ella, buscando su smatphone.

—“De Aarhus tendremos que ir a Londres y de allí al Charles de Gaulle. El mensaje dice material radiactivo. Suena a regalo diplomático.” —

—“O a suicidio colectivo.” —

Mientras recogían sus cosas, Steve se permitió un último comentario antes de volver a ser el agente frío y metódico que el mundo conocía. 

—“¿Sabes qué es lo peor de las vacaciones?” —

—“¿Qué?” —

—“Que duran lo que tarda el infierno en encontrarte.” —

Sonja no respondió. Pero mientras caminaban hacia la salida de la playa, sus dedos rozaron los de él una vez más. Apenas un segundo. El mar seguía quieto, como ignorando que el mundo volvería a arder. 

La pareja de detectives llegó al Aeropuerto Charles de Gaulle en medio de la fría mañana parisina. Arribaron en un vuelo de British Airways y descendieron en la terminal 2E. El aire mañanero de la zona de bares arrastraba un aroma metálico mezclado con croissants recién horneados, un contraste que a Crettan le parecía casi irónico considerando la urgencia de la misión.

Después de desayunar, el contacto local los esperaba junto a un escritorio improvisado en la zona de aduanas, tablet en mano.

—“Se detectaron rastros de Cobalto-60 en un pasajero ruso”— informó con voz firme —“Intentaba volar a Belgrado y de allí a Moscú. Nada más ver el nivel de contaminación, la aduana llamó a Seguridad Nacional. Ustedes son los que deben encargarse.” —

Steve asintió, ajustando el cierre de su chaqueta.

—“¿Determinaron su nivel de exposición?”— preguntó protocolarmente —“ ¿Se trata de contaminación externa o interna?” —

—“Externa”— dijo el agente —“Lo suficientemente fuerte como para activar los protocolos de aislamiento.” —

Sonja frunció el ceño, mirando al pasajero que ahora estaba sentado, asegurado con esposas a su asiento, cabizbajo y visiblemente incómodo.

—“¿Quién es?”— preguntó.

—“Dice ser técnico en radiografía industrial. Según su pasaporte, griego.”— El agente deslizó la tablet hacia ellos —“Trabaja en redes de gasoducto, inspeccionando tuberías” —

Steve levantó la cabeza y miró a su compañera:

—“Accidente laboral, negligencia… o algo peor.” —

Ella asintió lentamente.

—“Veremos qué nos dice él mismo.” —

El interrogatorio inicial fue breve y tenso. El pasajero evitaba la mirada, sus respuestas eran cortas, y parecían ensayadas.

—“¿Usted sabía que estaba contaminado con material radiactivo?”—preguntó Steve

—“No”— dijo el hombre, con un hilo de voz —“Soy técnico. Hago mediciones. Y me controlo periódicamente en mi empresa. No me avisaron que estuviera contaminado. Pero todo es posible.” —

—“Si ya viene contaminado desde Grecia es inexplicable que le hayan dejado pasar por su aeropuerto de origen. Entonces, le dijo a la policía local qué estaba intentando comprar cobalto-60 en Francia” — insistió Sonja, dejando escapar la paciencia —“¿Por encargo de la empresa?” —

El hombre dudó apenas una fracción de segundo, respiró profundo y finalmente dijo:

—“Me enviaron para comprarlo. Pero no es para la empresa… es un encargo privado.” —

Steve entrecerró los ojos:

—“Privado… ok. ¿quién lo contrató?” —

—“No puedo decirlo. Es confidencial.”— respondió el pasajero.

Sonja intercambió una mirada rápida con Crettan, silenciosa pero cargada de tensión. El bajo mundo de París comenzaba a perfilarse en sus mentes.

Visitaron varias instalaciones que utilizaban Cobalto-60: hospitales, centros de investigación, fábricas de inspección industrial. Ninguna tenía registro de haber tratado con el pasajero.

—“Todo apunta a que la excusa es improvisada”— comentó Steve mientras esperaban que los atendieran en un laboratorio — “Nadie conoce al tipo. Nadie.” —

—“Entonces el origen del problema no está en la compra legal dentro de Francia.”—dijo Sonja, tomando notas —“Tenemos que rastrear su vuelo desde Grecia... y a su empresa. Y ver si la contaminación empezó allí.” —

El contacto de Seguridad Nacional en Grecia confirmó que el pasajero había salido limpio. No fue enviado por la empresa, y ningún registro oficial justificaba su viaje.

—“Es un viaje muy particular”— dijo Sonja al escuchar la llamada de Crettan, apoyándose contra la pared —“Nadie lo autorizó, nadie lo envió. Y su cliente es confidencial.” —

—“Y ahora está en París. Y resulta que si iba a comprar cobalto-60… ningún vendedor autorizado lo conoce.” — dijo Steve, con una media sonrisa irónica —“Así es como los problemas tienden a buscar a los agentes.” —

El bajo mundo parisino no tardó en aparecer en sus planes de investigación. Entre callejones, talleres clandestinos y cafés que funcionaban como oficinas encubiertas de mafias, Steve y Sonja comenzaron las pesquisas y los interrogatorios.

Cada encuentro tenía su propio ritmo: amenazas veladas, silencios largos, o sonrisas que escondían cuchillas.

En un depósito de armas con problemas de papeles, Steve estuvo a punto de recibir un golpe desde atrás, pero Sonja empujó con firmeza al matón, desviando la amenaza e inmovilizándolo.

—“Eres increíble.” — dijo él, ajustándose la chaqueta mientras recuperaba el equilibrio.

—“¿Increíble por salvarte del golpe o por estar atenta?”— respondió ella, sin perder la ironía.

—“Por las dos cosas”— contestó, un hilo de sonrisa en sus labios —“No puedo decidirme.” —

Más tarde, en un café a media luz, con el murmullo de conversaciones ajenas como fondo, compartieron información mientras bebían café negro.

—“¿Te das cuenta de que cada paso que damos está lleno de agujeros?”— comentó Steve, mirando la calle desde la ventana —“Nadie del circuito legal le conoce. Tampoco del circuito ilegal. Pero nuestro sospechoso estuvo en contacto con cobalto-60 durante su estadía en París. Tengo un mal presentimiento.” —

—“Sí” — dijo Sonja —“Y parece que nosotros caminamos convenientemente justo detrás de pistas falsas.” —

Un silencio breve, pesado de conciencia. Steve dejó caer su mano sobre la de ella de forma casual, pero cargada de intención. Ella la sostuvo unos segundos antes de retirarla suavemente.

—“No diré nada”— susurró él, consciente de la tensión que su cercanía le añadía —“Esto no es una cita.” —

—“No todavía.”— respondió ella con media sonrisa —“Aún tenemos pistas que recorrer. Y si esto es lo que parece, el reloj no perdona.” —

Horas más tarde, en un callejón iluminado por la luz amarillenta de una farola, Steve y Sonja compartieron un momento de descanso mientras sus pasos les llevaban sin destino.

La ciudad era un susurro lejano; solo el murmullo de sus propios pensamientos llenaba el silencio.

—“¿Sabes?”— dijo Sonja, mirando la línea de su mano —“A veces olvido que esto es nuestro trabajo… que no podemos simplemente… detenernos.” —

—“Lo sé”— respondió Steve —“Creo que nos necesitamos más de lo que admitimos.” —

—“Más de lo que deberíamos”— repuso ella, con un suspiro.

Se miraron un instante. En París, entre mafiosos, armas y material radiactivo, seguían siendo agentes. Pero también eran humanos, con sus miedos y su necesidad mutua, la que nadie más podía entender.

La amenaza seguía latente. Pero en ese momento, en la penumbra de un callejón, Steve y Sonja habían encontrado un pequeño refugio: un espacio donde la vulnerabilidad se mezclaba con la confianza, y donde las cicatrices del pasado eran reconocidas, pero no discutidas.

 

 


Fusión Silenciosa
Capítulo 2: La Sombra del Cobalto-60
por Rodriac Copen


El contacto de Grecia confirmó lo que ambos temían y, a la vez, lo que necesitaban escuchar: el pasajero no estaba contaminado al salir del país, y nadie en su empresa había autorizado su viaje. No había comisiones oficiales, no había razón laboral. Todo apuntaba a que el viaje era particular, y en palabras de Steve, “una decisión hecha a ciegas en un terreno minado”.

—“Privado” — repitió Sonja, dejando escapar un suspiro mientras se recargaba contra un escritorio en las oficinas del aeropuerto —“Eso complica todo.” —

Steve frunció el ceño, mirando los pasillos abarrotados de la terminal. La luz blanca fluorescente se reflejaba en el metal y el vidrio, y él no podía dejar de notar los movimientos de la gente: cada paso, cada maleta rodando, cualquier gesto que pudiera ser un patrón.

—“Privado, sí”— dijo, con voz seca —“Eso significa que no hay contrato ni registro, ningún rastro oficial. Si algo sale mal, nadie va a responder por esto.” —

—“Ni su empresa, ni nadie”— Sonja se pasó una mano por el cabello, incómoda —“Así que si el tipo se contaminó con Cobalto-60 fue aquí, en Francia. Y no por comprar, sino haber estado en contacto ilegal con el material...” —

—“Exacto”— Steve se apoyó en la pared —“Y los rastros que dejó en París nos obligan a movernos rápido.” —

Sonja se cruzó de brazos, evaluando la información, como si pudiera razonar por el pasajero y el material al mismo tiempo.

—“¿Y si es verdad que fue un encargo?”— preguntó, con la voz baja, casi un murmullo para sí misma —“ Alguien lo contrató para comprarlo. Pero el intentó hacerlo por vía ilegal. Quizá para…  maximizar ganancias.” —

Steve giró la cabeza y la miró con una ceja levantada, mitad ironía, mitad advertencia.

—“Entonces, ¿por qué ocultar a quien lo contrató? Porque eso es lo que necesitamos saber. Y rápido.” —

—“No lo sé”— dijo Sonja —“Solo podemos seguir pistas que nadie quiere que sigamos.” —

—“Esto siempre resulta divertido”— Steve soltó un sarcasmo seco, mientras su mirada permanecía tensa —“Nada como caminar en un terreno donde cualquier error podría ser letal.” —

Se miraron un instante, compartiendo la tensión y con la certeza que el caso se complicaría aún más. Luego, Sonja tomó aire y añadió:

—“Tenemos que considerar que su arresto y su testimonio fueron improvisados. Tenemos que considerar que alguien quiere crear una bomba sucia justo aquí, en París.” —

El cobalto-60 no sirve para crear una bomba atómica, pero sí puede usarse para dispersar radiación, creando lo que se llama una “bomba sucia”. En una bomba sucia se combina material radiactivo con un explosivo convencional o un método de dispersión para contaminar un área con material radioactivo. El propósito es causar pánico, contaminación y costes de descontaminación; las muertes por radiación directa suelen ser raras salvo exposición muy cercana y elevada. El daño principal suele ser sanitario, con contaminación, riesgo de irradiación, costos económicos y daños psicológicos.

Steve apoyó la mano en la baranda, observando silenciosamente a los pasajeros que caminaban hacia las cintas de equipaje. Asintió con la cabeza a lo que decía Sonja.

—“Tienes razón. Hay una gran posibilidad de que algún grupo terrorista le haya contratado para manipular cobalto-60 para crear una bomba sucia. Probablemente para pedir rescate o ejercer presión. Francia es desde hace tiempo un lugar adecuado por varios motivos: crisol multi razas, multi religión, multi cultural. Un caldo potencial de fanáticos. Y buenos canales logísticos. Improvisado su arrresto o no, esto comienza a tener un patrón. Siempre lo hay. Todo acto, incluso el más desesperado, deja un rastro. Solo tenemos que encontrarlo.” —

—“¿Y si el artefacto se arma en París pero el destino es otra ciudad? —preguntó Sonja, haciendo de abogado del diablo. —“Ya sabes, antes de dar el alerta nuclear, debemos barajar todas las posibilidades. París parece buen lugar para contactos, pero ¿Qué pasaría si el objetivo fuera colarla en otro país?” — El razonamiento analítico de Sonja apuntaba a cubrir todos los posibles frentes de investigación.

Si Sonja tenía razón, la bomba se movería. Se descartaban los aviones y los barcos. El transporte tenía que ser clandestino. Nada mejor que un submarino.

La venta o el alquiler de submarinos,  estaba fuertemente regulada. Cualquier operación de ese tipo implicaría autoridades, astilleros autorizaciones y controles. Y si bien era posible comprar voluntades en cualquier país, crear una operación de esa envergadura en cualquier puerto requeriría de una gran cantidad de dinero, pero, lo que complicaba una operación así, era la gran cantidad de potenciales testigos a los que estaría expuesto el artefacto.

Obviamente un grupo terrorista evitaría todo lo posible a las autoridades y la exposición. Según razonaban los agentes entre sí, lo más probable es que los potenciales terroristas usaran alguna compañía fantasma, algún sumergible civil reconvertido para investigaciones oceánicas  o algún proyecto experimental.

—“Si lo pensamos de ese modo, Sonja, los puertos se reducen a un puñado” —dijo Steve, casi con voz filosófica —“No sé lo que tú piensas, pero yo lo reduciría a Lorient, La Rochelle y quizá Cherbourg.” —

Lorient, en la costa sur de Bretaña, aportaba una atmósfera apropiada para pasar desapercibido, pero con un pasado de bunkers, memoria de submarinos y talleres industriales reconvertidos. Era perfecto para una operación de este tipo. Allí se podían encontrar astilleros que hacían mantenimiento a pequeñas embarcaciones.

La Rochelle, al sur de Nantes, era una ciudad costera de mayor envergadura. Con aeropuerto, turismo y mucha clandestinidad, además de marinas lujosas, los potenciales terroristas podrían mezclarse fácilmente entre los extranjeros. A modo de contraste, hangares y bunkers  conservaban sombras útiles para encuentros discretos. Era ideal para contratar un sumergible civil o privado de corte experimental o turístico.

Finalmente Cherbourg en Normandía y muy cerca de Inglaterra, era una ciudad con personal de mucha experiencia en construcción de cascos o sistemas navales.

Se produjo un breve silencio. Ninguno de los dos necesitaba decirlo: estaban en el límite donde la prudencia y el instinto debían coexistir. El pasajero griego, el Cobalto-60, la red de conexiones invisibles… todo se combinaba en un escenario donde un solo error podía significar desastre.

—“Deberemos hablar con mucha gente del bajo mundo local. Tendríamos que dividirnos para acelerar la búsqueda. Uno podría ir a  Lorient y La Rochelle, que están relativamente cerca. El otro debería ir a Cherbourg.”—dijo Sonja, finalmente rompiendo el silencio —“Hay que buscar personas que conozcan rutas, manejen permisos y visas… gente que pueda identificar patrones que nosotros no vemos en los papeles.” —

—“Ya lo estaba pensando”— asintió Steve, con la mirada fija en la multitud —“Y mientras hacemos eso, tenemos que protegernos a nosotros mismos. Cualquier contacto accidental con el material podría ser crítico.” —

—“Al estar separados no podremos protegernos el uno al otro. Deberemos confiar en la gente local.”— Sonja dejó que la frase flotara en el aire, mostrando un pequeño toque de vulnerabilidad entre la urgencia de la investigación.

Steve no respondió de inmediato. Observó cómo un niño dejaba caer su maleta, y cómo la madre reaccionaba sin perder la calma. Finalmente, su voz emergió baja, firme, sin ironía esta vez:

—“No puedo confiar al 100% en nadie, excepto en ti.” —

Sonja lo miró con un brillo que Steve reconoció: mezcla de gratitud, complicidad y algo que él apenas se permitía aceptar.

—“Entonces, seguimos adelante.”— El tono de Sonja se endureció, volviendo a la profesionalidad que ambos necesitaban mantener —“Tu irás a Bretaña y al Atlántico, Steve. Yo iré al Canal de la Mancha. Hagamos preguntas. Encontraremos quién está detrás de esto.” —

Steve asintió, soltando un suspiro que no parecía de alivio, sino de aceptación.

—“A prepararnos, entonces. Y que nadie se interponga en el camino.” —

Mientras caminaban hacia la salida de la terminal, la ciudad los esperaba con su caos habitual: coches, bicicletas, turistas y un sinfín de gestos humanos que se superponían con los peligros invisibles que traía el pasajero griego. Ambos sabían que cada paso, cada decisión, los acercaba no solo a la verdad, sino también a la inevitable confrontación con la fragilidad de sus propias vidas y de la del otro.

El tren desde París a La Rochelle había salido antes del amanecer. Steve Crettan viajó con el rostro apoyado en el vidrio, observando los campos que pasaban como sombras verdes y grises bajo una lluvia menuda. En el asiento de enfrente, un joven policía local, asignado como acompañante y soporte, repasaba el informe que le habían enviado desde Seguridad Nacional. Se llamaba Arnaud Vasseur, y hablaba demasiado para alguien que llevaba un arma reglamentaria.

—“Así que usted viene de Aarhus”— dijo el joven, sin apartar la vista del dossier —“Escandinavia debe de ser tranquila comparada con esto.” —

—“No soy de Aarhus. Estaba allí de vacaciones. Desde hace años estoy radicado en Copenhague. Sobre la tranquilidad, depende.” — dijo Crettan —“En Aarhus el café es más caro y las balas suelen ser más silenciosas.” — Respondió Steve con buen humor.

Vasseur soltó una risa.

Cuando llegaron a La Rochelle, les dieron un auto oficial. El puerto olía a sal y gasoil. El sol apenas rompía entre las nubes. Les habían informado que una pista del cargamento de Cobalto-60 podría haber pasado por allí, oculto entre equipos de buceo o material científico. Steve lo dudó desde el principio: La Rochelle era demasiado visible, demasiado turística.

Pasaron dos días revisando cámaras, entrevistando mecánicos de barcos, y vigilando contenedores en el muelle de Les Minimes. Nada. Solo marineros borrachos, turistas alemanes y algún traficante de tabaco.

—“No hay nada aquí”— dijo Steve al final, mientras encendía una linterna en un galpón húmedo.

—“¿Está seguro?”— preguntó Vasseur, frustrado —“Los informes dicen que…”—

—“Los informes dicen muchas cosas. Lo importante es lo que no dicen”— interrumpió Steve—“Si el Cobalto pasó por aquí, alguien limpió bien sus huellas. No hay nada de contaminación. Si pasó por aquí son muy profesionales. Pero eso no concuerda con el técnico que atraparon ustedes en París. Si son tan profesionales, no se habrían descuidado tanto. Ese era un miembro crítico de la banda.” —

A la mañana siguiente, tomó la carretera hacia Lorient, en la Bretaña. El paisaje cambió: menos postales y más herrumbre. Lorient era un puerto que respiraba historia militar; los restos de búnkers de la Segunda Guerra Mundial asomaban entre grúas modernas y hangares vacíos.

Su nuevo contacto local lo esperaba junto al muelle. Era el sargento Jules Marrec, un hombre de hombros anchos, barba de tres días y paciencia de santo. Había trabajado en la policía marítima durante años, y su manera de mirar el mar era la de quien ya lo había visto tragar demasiados secretos.

—“Aquí no hay turistas, Crettan. Solo gente que trabaja o trafica”— dijo Marrec mientras caminaban entre los astilleros.

—“A veces es lo mismo”— replicó Steve.

 

 



Fusión Silenciosa
Capítulo 3: La Huella de Sonja
por Rodriac Copen

 

Esa noche, visitaron un viejo bar cerca de los diques, “Le Sillage”, donde los marineros bebían ron barato y hablaban en voz baja. Marrec presentó a Steve a un contacto del bajo mundo, llamado Renaud Lefèvre, que tenía más cicatrices que dientes.

—“Escuché algo sobre unos contenedores que no pasaron por aduana”—dijo Lefèvre, con voz rasposa—“Venían desde España, por mar, pero no eran de pesca.” —

Steve lo observó con esa calma que solo usan los que saben esperar.

—“¿Qué clase de contenedores?” —

—“Pequeños, pesados. Los trajeron como ‘equipamiento oceanográfico’ y no querían que lo tocaran demasiado. Cajas plomadas. ¿Sabes? Nadie pregunta mucho cuando ve etiquetas científicas. Pero sí puedo decirle que no era equipo de buceo” —

—“¿Y sabes desde que lugar de España venían?”— preguntó Marrec.

—“Del sur, creo. Alguien mencionó Málaga.” —

Steve frunció el ceño. El rompecabezas empezaba a tomar forma.

—“¿Y quién los trajo?”— preguntó.

—“Una tripulación que hablaba ruso y árabe. No se quedaron mucho tiempo. Descargaron, pagaron en efectivo, y partieron hacia Cherbourg con un camión refrigerado.” —

Hubo un silencio tenso. Steve cruzó una mirada con Marrec.

—“¿Y nadie echó un vistazo?” — preguntó Steve con voz baja.

Lefèvre se encogió de hombros. —“Yo no inspecciono las cargas, monsieur. Pero cuando el tipo que las transporta usa guantes de plomo... algo no huele bien.” —

Más tarde, en el coche, mientras cruzaban los muelles, Marrec encendió un cigarrillo y miró al horizonte.

—“¿Cree que ese material viene de un laboratorio?” —

—“No”— respondió Steve —“Viene de equipo viejo de hospitales. Probablemente de Marruecos. Equipos de radioterapia. Es más fácil de conseguir, menos controlado.” —

—“¿Y por qué Marruecos y España?” —

—“Porque hay tráfico marítimo constante, rutas viejas de contrabando. Lo disfrazan de expedición oceanográfica y nadie sospecha. Si el material terminó en Cherbourg, creo que alguien planea algo más grande.” —

Marrec lanzó el humo por la ventana. —“¿Una bomba?” —

—“No una nuclear.”— aclaró Steve —“Pero sí una bomba sucia. Suficiente para hacer que media ciudad entre en pánico.” —

El policía local se quedó callado.

El informe preliminar fue enviado esa misma noche. Sonja, desde Cherbourg, respondió por el canal seguro:

“El Cobalto entró a esta ciudad. Todo muy complicado, pero creemos que hay una red entre Marruecos y Cherbourg. Rastrea el camión. Haremos lo mismo.”

Steve la llamó.

—“Siempre supe que ibas a complicarme la tarde, Sonja Holten.” —

—“Es mi talento natural. ¿Tienes algo sólido?” —

—“Solo rumores, pero encajan. Sabemos que el cargamento entró por España a Lorient. Y salió de aquí. Probablemente ya llegó a Cherbourg. Es cuestión de tiempo que alguien lo reenvíe. No creo que Cherbourg sea su destino final. Probablemente vaya a Inglaterra o Alemania.”—

—“Entonces no tenemos tiempo.” — La voz de Sonja sonó lúgubre.

— “Manaña a primera hora ya estaré allí contigo. Los encontraremos.” — Dijo Steve con seguridad.

Hubo un silencio breve entre ellos, de esos que pesan más que las palabras.

—“Cuídate, Steve. No hagas lo de siempre.” —

—“¿Y qué es lo de siempre?” —

—“Meterte en problemas. Donde hay radiación, probablemente habrán balas.” —

Él sonrió apenas. —“Prometo mantenerme lejos de la radiación.” —

La comunicación se cortó.

Mientras el tren nocturno lo llevaba hacia Rennes para después transbordar a Cherbourg, Steve pensó en lo absurdo de todo aquello: hombres jugando con el veneno del mundo como si fuera una mercancía cualquiera. El cansancio le pesaba más que el arma en la cintura. Sabía que el caso apenas empezaba, y que al final, cuando el ruido cesara, lo único que quedaría sería el silencio.

Cuando Steve Crettan bajó del tren en Cherbourg, el aire olía a sal, óxido y lluvia vieja. Llevaba tres días sin dormir bien y lo sabía. El cansancio le pegaba en los ojos, pero la ansiedad lo mantenía alerta. Un oficial local lo esperaba junto a una patrulla estacionada frente al andén. Era joven, de barba incipiente y uniforme arrugado.

—“Agente Crettan”— dijo el policía, saludando con un gesto nervioso —“Soy el teniente Marchand. Hay… un problema.” —

—“¿Qué clase de problema?”— preguntó Steve, sin frenar el paso.

Marchand tragó saliva.

—“No encontramos a la doctora Holten. Salió del hotel hace unas horas y no regresó.” —

Crettan se detuvo en seco. Lo miró con una calma que heló el aire.

—“¿Cómo que no regresó? ¿Quién la vio por última vez?” —

—“El recepcionista. Dijo que iba a encontrarse con un informante en el puerto viejo… no volvió.” —

El detective bajó la mirada. El asfalto húmedo reflejaba las luces del cartel de la estación, parpadeando en rojo.

—“¿Y ahora me lo dice como si fuera un contratiempo menor?”— su voz siseó en un tono bajo y controlado.

Marchand intentó justificarse.

—“Estamos rastreando las cámaras, señor. Pero Cherbourg no es París. No todo funciona aquí.” —

Crettan caminó hacia el auto, abrió la puerta y dijo sin mirarlo:

—“Ya verá cómo haré funcionar todo. Tráigame a todos los soplones comprados de la policía local.” —

Horas después, en la estación policial, las pistas eran un rompecabezas mal armado a través del interrogatorio de los veinte soplones más importantes. Marchand trajo un expediente improvisado con informes de los barrios bajos.

—“Según sabemos hay movimiento en Les Provinces”— dijo —“Hablan de un grupo de extranjeros que paga caro por silencio. Gente armada.” —

Se dirigieron al lugar.

El primer soplón apareció en una calle húmeda del puerto, acorralado contra una pared. Olía a miedo y a sudor. Steve lo observó sin emoción.

—“¿Dónde están?”— preguntó.

—“No sé de qué habla, jefe. Yo no…” —

El disparo retumbó como un trueno. El hombre gritó, mirando incrédulo el dedo que yacía a su lado mientras trataba de parar la sangre. Marchand se asustó.

—“Ahora sí. La próxima irá directo a tu cerebro.”— dijo Crettan con serenidad —“ ¿Dónde está la mujer que secuestraron?” —

El soplón tembló.

—“Un grupo de rusos… se mueven entre Le Maupas y los muelles. Hay un edificio con un bar… ‘Le Chien de Mer’.” —

Crettan miró a Marchand. —“Llama a los refuerzos. Y una ambulancia para éste. Esto termina ahora mismo.” —

Les Provinces olía a humedad, fritanga y humo de cigarrillos. Era una selva de hormigón sin ley. El brillo del centro se apagaba tras los muros agrietados. Los niños jugaban al fútbol con una pelota desinflada mientras la policía se preparaba en silencio.

Los móviles aparcaron a cien metros del lugar. Una pequeña multitud de policías de grupos especiales esperaban las órdenes de Steve.

Marchand recibió una policía de civil. Su cara se puso blanca. La mujer dijo:

—“Encontramos esto cerca de un contenedor, frente a la puerta de entrada.”— Abrió la mano y mostró un dije diminuto, una figurilla de oro.

Steve lo tomó sin decir nada. Era el amuleto que Sonja llevaba siempre colgado, un símbolo nórdico que ella consideraba un talismán de protección. Lo cerró en el puño y respiró hondo.

—“Vamos”—dijo con una voz fría como el acero.

El asalto comenzó a las 22:07.

Le Chien de Mer” era un agujero de marinos y rameras baratas, con luces de neón moribundas. Dentro, las mesas estaban cubiertas de vasos vacíos y miradas hostiles.

Crettan entró primero. Un hombre corpulento levantó la vista.

—“No servimos a polis aquí.” —

Steve disparó antes que terminara la frase. El cerebro del hombre explotó. Cayó sobre una mesa, desparramando cerveza y sangre. Todos corrieron en pánico.

—“Ahora sí”— dijo Crettan —“Empezamos a hablar.” —

El infierno se desató. Ráfagas cortas de ametralladora atravesaron las paredes. Los policías respondieron. El aire se llenó de pólvora, gritos y astillas.

Steve avanzaba entre sombras, su mente en un solo objetivo: Sonja.

Por las escaleras llegaron al piso superior en una lluvia de balas.

La encontró atada, golpeada y con la blusa rasgada, los labios partidos. Cuando lo vio, apenas pudo hablar. Uno de sus ojos estaba semicerrado. Le habían dado un puñetazo.

—“Steve… sabías que vendrías.” —

Él se acercó rápido, la liberó y le entregó su pistola de respaldo.

—“No hay tiempo para eso. Quédate atrás mío. ¿Cuántos quedan?” —

—“Tres, creo. Pero no se irán sin pelear.” —

—“Ten por seguro que si se van, no lo harán vivos.” —

El suelo tembló con el estruendo de otra ráfaga. Steve la cubrió ubicando el cuerpo de Sonja detrás de él. Una bala le rozó el cuello, dejando una línea roja.

—“¡Estás herido!”— gritó Sonja

—“No es nada.” — dijo mientras disparaba—“ Vamos.” — señaló a la salida.

Subieron a la azotea. Dos hombres los esperaban con fusiles. Sonja disparó primero, el tiro fue preciso y derribó a uno. El otro se apresuró para ganarles las espaldas. Steve giró, empujó a Sonja al suelo y disparó. El ruso cayó sin rostro.

El silencio que siguió fue insoportable. El aire olía a pólvora y miedo.

—“¿Estás bien?”— preguntó él, respirando con dificultad.

—“Podría decir que sí, pero mentiría”— respondió ella con voz quebrada.

Steve le tendió la mano.

—“Vamos. Ya no quedan héroes aquí.” —

Minutos después, en la patrulla, ella habló en voz baja, mirando por la ventana.

—“El grupo no está completo, Steve. Los rusos querían reemplazar al técnico capturado en París.” —

—“¿Reemplazarlo para qué?” —

—“Para terminar la bomba. Luego cruzarán al Canal de la Mancha a Inglaterra. Capturaron a un científico local. Necesitan a alguien que sepa manipular el Cobalto-60 sin matarse en el intento. Ahora deben estar en el puerto.” —

Crettan apretó las mandíbulas.

—“Entonces esto todavía no ha acabado.” — Ladró una orden por la radio. Los equipos especiales corrieron a los vehículos.

Sonja lo miró, cansada. —“No pienso quedarme atrás esta vez.” —

Steve asintió.

—“No vas a hacerlo, doctora. Pero si esto sigue así… cuando todo acabe, pediremos otras vacaciones.” —

Ella sonrió, apenas.

—“Lo dudo, detective. Siempre hay otro infierno esperando.” —

Las unidades patrulla se perdió en la lluvia del puerto, mientras el mar golpeaba contra los muelles de Cherbourg como un tambor de guerra.

El aire del puerto olía a sal y gasoil. La noche era espesa, cortada por el zumbido distante de una grúa y el repiqueteo del agua contra los pilotes. En los galpones industriales, la oscuridad tenía dueño.

Steve avanzaba despacio, con el arma baja y la linterna encendida. Sonja lo seguía, concentrada, los ojos fijos en el polvo que flotaba en el aire. Marchand cubría la retaguardia.

—“¿Seguro que es aquí?”— preguntó Sonja en voz baja.

Los grupos especiales empezaron a desplegarse silenciosamente.

Marchand tragó saliva.

—“No se escucha nada. Tal vez ya se movieron.” —

—“O tal vez nos esperan”— dijo Steve —“Sin novedades del grupo que secuestró a Sonja, deben estar esperando un ataque. Lo sabremos en tres segundos.” —

Empujó la puerta metálica. El chirrido fue largo, como un lamento. Dentro, un único foco colgante alumbraba el centro del galpón. En el suelo, un hombre estaba arrodillado, las manos atadas, con una mordaza improvisada. Dos sombras armadas custodiaban el perímetro.

Crettan apuntó con el arma. Un disparo seco. El primero cayó. Sonja, rápida, se cubrió tras una columna y respondió con precisión. El segundo hombre no alcanzó a gritar.

Cuando el silencio volvió, el hombre arrodillado los observó con ojos aterrados.

—“Soy… soy el doctor Merieux”— balbuceó en cuanto le quitaron la mordaza—“Ellos… me obligaron.” —

Sonja se arrodilló frente a él.

—“Tranquilo, doctor. Ya está a salvo. ¿Qué querían de usted?” —

El hombre temblaba. Tenía el rostro macilento, los labios agrietados, y olía a encierro.

—“Querían que calibrara un dispositivo… una bomba. Usaron Cobalto-60 extraído de equipos médicos… lo montaron dentro de una cápsula de acero. Escuché que el plan es transportarla por mar.” —

Steve lo interrumpió:

—“¿Sabe dónde está ahora esa bomba?” —

El científico dudó. Bajó la mirada.

—“En un submarino civil. Lo alquilaron para exploración oceanográfica, pero…”— tragó aire —“no hay ninguna expedición. El submarino se llama Nautienne. Está fondeado en la rada de Cherbourg. Parten mañana al amanecer.” —

Crettan lo miró fijo.

—“¿Algo más que pueda decirnos?” —

—“Son rusos. No los conozco. Pero hablaban de un “ajuste simbólico”. Querían llevar la carga a la costa inglesa. No sé mucho más.” —

Sonja se incorporó, cruzando los brazos.

—“Podemos interceptarlos esta misma noche.” —

—“Si.”— afirmó Steve —“Pero primero pongámosle custodia al testigo. Si los rusos descubren que habló, lo van a cazar.” —

La tensión se volvió palpable.

—“Steve, cada hora cuenta.” — dijo Sonja mirando su reloj —” Si zarpan, perdemos toda oportunidad.” —

Marchand dio un paso atrás.

—“¿Ordeno el traslado del testigo, señor?” —

—“Sí”— dijo Steve finalmente —“Ordene llevarlo al cuartel con agentes de confianza y que no digan una palabra del submarino. Nadie fuera de esta sala debe saber lo que tenemos.” —

El doctor Merieux lo observaba con miedo y alivio mezclados.

—“¿Van a detenerlos?”— preguntó.

—“Eso… o aniquilarlos. De ellos depende.” — dijo Steve

 

 


Fusión Silenciosa
Capítulo 4: Zona Crepuscular
por Rodriac Copen

 
Cuando Marchand se fue con el testigo, Steve y Sonja quedaron solos. El galpón parecía más grande, más frío.

—“Hoy es un mal día.”— Dijo la mujer. 

Steve la miró un instante. Tenía el cabello desordenado, las manos manchadas de polvo, y un ojo amoratado. Aun así parecía inquebrantable.

—“Puedes quedarte, Sonja. Yo puedo hacerlo solo.” —

Ella lo miró como si acabara de escuchar una blasfemia.

—“No pienso quedarme. Tú sangrabas en Cherbourg y no te detuviste. No voy a hacerlo yo ahora.” —

Él sonrió, apenas.

—“Sabía que ibas a decir eso.” —

—“Entonces deja de probarme.” — dijo altiva y desafiante.

La lluvia comenzó a caer sobre el techo del galpón, un tambor metálico que marcaba el tiempo. Steve miró su reloj.

—“Tenemos algunas horas antes de que zarpen. Si salimos ahora, todo se habrá resulto antes del amanecer.” —

Sonja revisó la carga de su arma.

—“Entonces movamos el infierno.” —

Salieron bajo la lluvia, sin mirar atrás. Detrás de ellos, el galpón quedó vacío, salvo por las sombras y el eco de lo que acababan de decidir: capturar un submarino armado con una bomba sucia.

El destino ya no era una elección. Era una deuda.

La rada del puerto estaba envuelta en niebla cuando Steve Crettan, Sonja Holten y los equipos especiales llegaron al borde de los muelles. El olor a diesel y sal los recibió. Por detrás, la vista del submarino, oscuro y silencioso, se lo veía recostado contra los pilotes. La luna apenas delineaba su silueta, como un tiburón dormido.

—“Ahí está”— dijo Steve, señalando con un gesto apenas perceptible.

—“Más silencioso que la muerte”— respondió Sonja —“¿Estamos seguros de que nadie más se escapó?” —

Steve repasó mentalmente la información del científico capturado.

—“Merieux confirmó los horarios. Si zarpan al amanecer, ahora es el momento.” —

Marchand y su equipo se desplegaron detrás de ellos. La tensión era palpable: cada sombra podía contener un arma, cada ola podía ocultar un enemigo.

—“Recuerda, Sonja”— dijo Steve bromeando —“Primero neutralizamos la amenaza. Después hablamos de filosofía.” —

Ella lo miró, con cejas arqueadas.

—“Siempre con tus prioridades.”— Una sonrisa tensa se dibujó en sus labios. 

Los últimos miembros de la red terrorista aparecieron justo cuando se acercaban al muelle. Dos hombres armados emergieron del acceso lateral al submarino. La ráfaga inicial fue un choque de reflejos: disparos y gritos se mezclaron con el rugido del mar.

Steve se lanzó adelante buscando la cobertura de un contenedor, mientras Sonja avanzaba diagonalmente, tomando posición.

—“¡Cúbreme!”— gritó él.

—“No pienso dejar que mueras antes de tiempo”— respondió ella, disparando.

Uno de los terroristas cayó, derribado por un miembro del equipo especial, mientras Steve derribaba al segundo con una patada y un disparo limpio. Las armas cayeron al suelo con un sonido metálico que resonó sobre el agua.

Marchand gritó:

—“¡Tenemos al último!” —

Steve se acercó al líder restante, un hombre alto, de mirada fría y movimientos calculados. Estaba sorprendentemente tranquilo, casi arrogante.

—“No hay necesidad de morir hoy”— dijo Crettan, apuntando directamente a su torso —“Contesta rápido o será tu último error.” —

El hombre sonrió, emitiendo un sonido sin humor.

—“Creen que hacemos terrorismo. No lo entienden. No atacamos al azar.” — Hizo una pausa, examinando Merchand y a Steve —“Lo que hacemos es… reorganizar a la humanidad. Desde el caos. Desde la destrucción.” —

Sonja se adelantó para preguntarle mientras fruncía el ceño.

—“¿Reorganizar a la humanidad?”— repitió con incredulidad —“Eso no es visión. Es locura.” —

El hombre levantó los hombros.

—“Llámelo locura si quiere. Yo lo llamo limpieza. El mundo está podrido, y nosotros somos los que le enseñaremos a respirar de nuevo.” —

Steve apretó los dientes.

—“Respirar de nuevo, ¿eh? Bueno, hoy aprendes algo: el mundo sigue en pie, y nadie evitará que siga girando como hasta ahora.” —

El líder hizo un gesto de desdén. 

—“Ustedes son solo peones del sistema… entrenados para obedecer ciegamente.” —

Mientras tanto, Sonja revisaba los mecanismos del submarino con un especialista del ejército a su lado. La tensión de la operación la mantenía alerta; el zumbido de la bomba sucia se podía sentir bajo el casco del muelle.

—“¿Puede desactivarla?” — le preguntó al especialista.

—“Sí, pero necesito tiempo”— dijo él, sudando y moviendo cuidadosamente las manos.

Steve bajó la vista, observando cómo ella sostenía la pistola y daba instrucciones simultáneamente.

—“Una chica peligrosa. A veces olvido que también eres una asesina entrenada”— murmuró.

—“Solo cuando es necesario.”— respondió Sonja con una sonrisa breve

El especialista manipuló los códigos, y en cuestión de minutos el peligro se redujo a una alarma apagada. La bomba estaba desactivada.

Steve miró al líder ruso, esposado y herido en el muelle.

—“¿Y ahora?”— preguntó.

—“Ahora… hablamos”— dijo Sonja, acercándose.

El hombre los miró, resignado pero orgulloso.

—“Pueden detenerme a mí y a mis hombres, pero la idea… la idea sigue viva. Ustedes no entienden lo que es necesario para el nuevo orden mundial.” —

Steve se inclinó, mirándolo directo a los ojos.

—“No necesitamos entender tus fantasías filosóficas. Solo asegurarnos de que no destruyas más vidas.” —

El silencio se extendió. El agua golpeaba los pilotes con fuerza, como marcando un compás que nadie podía ignorar. Steve y Sonja compartieron una mirada  de tensión contenida, cansancio y un entendimiento tácito de que el deber siempre pesaría sobre ellos, pero que, juntos, podían contenerlo.

—“Marchand”— dijo Steve finalmente —“Lleva al testigo a seguridad. El resto, a interrogatorio y custodia máxima.” —

—“Sí, señor”— respondió el joven oficial, obedeciendo al instante.

El cielo empezaba a clarear cuando Steve y Sonja se quedaron en la cubierta del muelle, observando cómo los últimos vehículos de la unidad especial cargaban la bomba desactivada y aseguraban al personal ruso detenido. La lluvia había cesado, y el puerto olía a metal mojado y sal.

—“Se acabó”— dijo Marchand satisfecho, limpiándose la frente con el dorso de la mano —“Todos los objetivos están neutralizados.” —

Steve asintió, sin dejar de mirar el horizonte. Su cuerpo estaba adolorido, las heridas recientes todavía palpitaban, pero su mente estaba clara.

—“Sí… se acabó”— repitió, con voz seca —“Por ahora. Me temo que esta no es toda la organización.” —

Sonja se apoyó en el barandal, mojado por la niebla nocturna. Sus ojos reflejaban cansancio y alivio.

—“Nunca pensé que podríamos ver esto tan claro después de tanto caos.” —

Steve la observó en silencio, evaluando cada gesto, cada respiración.

—“El caos nunca desaparece. Solo aprendemos a contenerlo por un rato.” —

Marchand los interrumpió con un gesto de la mano.

—“El ministro de Seguridad llamó. Quiere un informe preliminar antes de que se informe a la prensa internacional.”— Suspiró —“Esto va a generar… interés político.” —

Sonja frunció el ceño.

—“Interés político… ¿o diplomático? No olvides que Rusia ya está al tanto de la operación. Esto aún no termina.” —

Steve cruzó los brazos, sintiendo la tensión que siempre llegaba después de un trabajo intenso.

—“Lo sé. Pero por ahora, no podemos controlar todo. Solo asegurarnos de que los inocentes estén a salvo y que nadie más toque esa carga.” —

Marchand asintió y se retiró para coordinar el transporte de la bomba y la custodia de los detenidos. Quedaron solos.

Sonja bajó la mirada, jugueteando con el amuleto de oro que Steve había recuperado en Cherbourg.

—“¿Nunca te cansas de esto, Steve?”— preguntó, con un hilo de voz —“Siempre el próximo desastre, la siguiente bomba, la siguiente vida que proteger…”—

Steve suspiró, apoyando la espalda contra el barandal.

—“Sí me canso… pero no hay alternativa. Siempre hay algo que alguien quiere destruir o manipular. Solo podemos mantenernos un paso adelante.” —

Ella lo miró, con una mezcla de ternura y preocupación.

—“Y nosotros, ¿cuánto tiempo podemos mantenernos un paso adelante antes de que nos alcance?” —

Él la miró, y por un instante, sus máscaras de agentes desaparecieron.

—“Mientras estemos juntos, un paso adelante es suficiente”— dijo, sin ironía.

Sonja apoyó una mano en el hombro de Steve, sin decir nada. Él la miró, y por un segundo todo el mundo se redujo a ese gesto. No había palabras, solo comprensión, urgencia y una conexión profunda que sobrevivía incluso en medio del caos.

—“Vamos a casa”— dijo ella al fin.

La operación había terminado, pero Steve y Sonja lo sabían: su mundo era un equilibrio precario entre deber, caos y la frágil humanidad que intentaban proteger

Al día siguiente, en la oficina de Seguridad Nacional local, se encontraron con Merieux, escoltado hacia la oficina del fiscal que lo esperaba para declarar. Antes de subir por las escaleras, se detuvo y miró a Steve y Sonja. Su rostro reflejaba una mezcla de miedo, gratitud y algo más oscuro, como una sombra que no podía disiparse.

—“Escúchenme”— dijo, bajando la voz —“Esto que detuvieron… era solo un prototipo.”— Hizo una pausa, tragando saliva —”Ellos ya tienen algo más avanzado.” —

Steve frunció el ceño.

—“¿Quiénes son ellos?” —

—“No lo sé”— respondió Merieux —“Pero no es solo un grupo de matones mercenarios. Esto va más allá. Más lejos de lo que imaginan.” —

Sonja lo miró con atención.

—“¿Entonces esto no terminará nunca?” —

—“Termina lo que termina”— dijo Steve —“Todo lo demás… es solo otro problema esperando en la niebla.” —

El científico siguió subiendo las escaleras.

—“¿Sabes lo que pienso?”— dijo Sonja finalmente —“Que esto nunca será suficiente. Siempre habrá otra amenaza.” —

Steve la miró, tenía un gesto de cansancio mezclado con humor.

—“Entonces nos toca seguir adelante. Mientras podamos.” —

La bruma de la noche se mezclaba con la luz de la ciudad. Desde la azotea del edificio donde habían alquilado un pequeño apartamento, París parecía tranquila y ajena al caos que había girado alrededor de ellos.

Las avenidas iluminadas se extendían como ríos dorados, y la Torre Eiffel proyectaba su luz intermitente sobre el Sena.

Steve apoyó la espalda contra la baranda metálica, los hombros tensos, la pistola guardada, el cuerpo todavía adolorido por las operaciones recientes. Sonja se acercó, sin palabras, y dejó que su hombro rozara el suyo.

—“No lo puedo creer”— dijo ella, exhalando un suspiro —“Que terminara todo… sin más sangre de la necesaria.” —

Steve negó con la cabeza, y su mirada no se apartó del horizonte.

—“Nunca hay suficiente tiempo para que todo salga limpio. Solo logramos contenerlo un rato.” —

Ella lo miró, y por primera vez en mucho tiempo, Steve sintió que podía leer lo que pensaba.

—“A veces me pregunto si este trabajo vale la pena”— dijo, con voz más baja de lo habitual —“Por las vidas que salvamos… sí. Pero por todo lo que perdemos en el camino…”— Se quedó en silencio, dejando que el murmullo del viento llenara la pausa.

—“Perdemos algo”— replicó Sonja —“Pero ganamos otra cosa. Nos tenemos el uno al otro. Y eso también cuenta.”— Su mano rozó la suya, un gesto sencillo.

Por un instante, París desapareció. Solo quedaban ellos, respirando juntos, conscientes de su vínculo y de que lo que habían vivido los había unido más que cualquier otra cosa.

El murmullo de la ciudad, el viento y la distancia del mundo externo les recordaron que, aunque la amenaza inmediata había terminado, el peligro de la proliferación de materiales radiactivos seguía latente. Sin embargo, esa incertidumbre, que antes habría pesado como una losa, ahora parecía un desafío compartido, uno que podrían enfrentar unidos.

Con el murmullo de la ciudad a sus pies y el futuro incierto flotando entre ellos, encontraron un pequeño oasis de calma, un momento de alivio, sabiendo que su vínculo sobreviviría a cualquier caos, y que se fortalecería con los desafíos que vendrían.

El mundo seguía siendo peligroso, imperfecto e impredecible. Pero al menos esa noche, ellos estaban preparados. Juntos.

FIN

 


 



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