jueves, 23 de marzo de 2023

Historia: "Juegos Mortal ( Pulp Noir )"

 


Pulp Noir

Juego Mortal
por Rodriac Copen

Vivienne Blackwood trabajaba como oficinista en un edificio anodino, donde el aire olía a café barato y ambición frustrada. Cada mañana cruzaba el hall con tacones que marcaban el ritmo de su arrogancia, mientras sus ojos brillaban con la promesa de secretos que nadie se atrevía a tocar.

Su sueldo desaparecía antes de llegar a la cuenta bancaria, devorado por vestidos caros, zapatos de tacón imposibles y perfumes que olían a peligro. Porque Vivienne no era solo hermosa: era un arma de precisión entrenada.

Fuera de la oficina, sentía que la ciudad se doblaba a sus pies, reflejando luces de neón que parpadeaban noche tras noche con un dejo de indiferencia. Las calles olían a humo de cigarro, asfalto mojado y desesperanza. Los bares oscuros que frecuentaba se amontonaban unos sobre otros, llenos de hombres con corbatas torcidas y mujeres como ella, que soñaban con escapar hacia el lujo y las vanidades. Allí, Vivienne reinaba sin esfuerzo entre el humo azul y los cristales manchados, tomando el poder que le daba el simple hecho de caminar con seguridad y regalar sus curvas al mejor postor.

Para Vivienne, los hombres eran piezas de un juego que dominaba a la perfección. Sonreían, caían seducidos, se enamoraban, y ella los movía como marionetas doradas hasta quitarles todo lo que necesitaba. Luego volvía a empezar. El amor verdadero no existía en su mundo; había deseo, codicia, lujo y control. Cuando hablaba, sus palabras eran cuchillas envueltas en seda, con diálogos cortos, cargados de ironía y sarcasmo.

—“¿Otra copa, cariño?”— dijo mientras el humo de su cigarrillo dibujaba una nube perezosa entre ella y el hombre que se creía dueño de su atención.

Él tragó saliva y sonrió con nerviosismo.

—“No… con verte es suficiente”— respondió galantemente.

Vivienne sonrió con un sonido líquido que parecía acariciar y cortar el aire al mismo tiempo.

—“Qué encantador. Pero no confíes demasiado en lo que ves. Todo aquí es un teatro. El lujo es falso, las promesas son falsas y yo… bueno, yo solo sigo el juego”— lanzó, provocativa.

Y sabía jugar bien. Cada mirada, cada roce en la mano, cada gesto medido era parte de un tablero donde movía las piezas con precisión letal. La ciudad podía ser fría y corrupta, pero los hombres eran débiles, y las calles, peligrosas. Para Vivienne, todo era combustible que alimentaba su ambición.

Mientras la noche avanzaba lenta e inexorable, ella sonreía: el mundo entero era su escenario, y ella, la actriz principal… esperando para ser el verdugo más inesperado.

Una semana después de aquel encuentro fortuito, Vivienne se deslizó entre sombras y luces de neón hasta el departamento de un viejo amigo. El frío se precipitaba junto a la lluvia que caía sobre los cristales. En ella había algo de excitación mezclado con cálculos precisos. Esa noche no sería un intercambio de pasión por pasión. El placer se disfrutaba, pero hoy quedaría en segundo plano. La noche sería una negociación envuelta en seda y perfume caro.

Después del sexo, cuando despuntaba el amanecer y los primeros taxis resonaban en el asfalto, su amigo la despidió entregándole la invitación que tanto quería: una llave dorada a una fiesta de otro mundo, uno de lujos y secretos que solo ella sabía cómo abrir.

Un par de días después, Vivienne Blackwood bajó de una limusina alquilada con tacones que golpeaban el pavimento cual metrónomo de su ambición. La fiesta se celebraba en un ático de cristal, un lugar donde el lujo olía a champán rancio y la corrupción se vestía elegante.

Entró, y los hombres la notaron al instante, aunque ninguno se atrevió a mirarla demasiado tiempo. Cada movimiento suyo era deliberado e insinuante: un fino baile de seducción y amenaza. Sus ojos brillaban con un fuego peligroso, y sus labios rojos dibujaban sonrisas que podían cortar a cualquiera que osara acercarse sin cuidado.

Entonces vio a su presa: Simon Waltmore. Impecable en su traje caro, con una copa de bourbon en la mano y una sonrisa demasiado confiada para su propio bien. Casado, joven, exitoso. Perfecto.

Vivienne se acercó; el perfume envolvente de su piel se mezcló con el humo de los cigarros que flotaba en el aire. Él la notó, claro que la notó. Había algo en ella que decía: “Si entras en mi mundo, saldrás cambiado.”

—“No te he visto antes en este antro”— dijo Simon, con una voz cargada de curiosidad y un toque de admiración secreta.

—“No suelo aparecer donde no me llaman… pero a veces hago excepciones”— replicó Vivienne, envolviendo sus palabras en un juego de seda y acero.

Rieron, hablaron y se acercaron a la terraza, donde la lluvia parecía lavarlo todo excepto la corruptela de los negocios turbios. Cada frase de Vivienne era medida, cada sonrisa un anzuelo, cada toque de mano un recordatorio de que ella llevaba el control.

—“¿Te gustan los riesgos, Simon?”— preguntó, ladeando la cabeza mientras su cabello oscuro caía sobre un hombro como un velo peligroso.

—“Depende…”— respondió él, mirando sus ojos —“depende del riesgo.” —

Vivienne sonrió, porque él no sabía que ya había perdido. Esa noche, Simon empezó a caminar por el borde de su propio abismo sin darse cuenta.

En los meses siguientes, Vivienne tejió su red con paciencia de araña: cenas privadas, llamadas insinuantes, encuentros casuales que siempre parecían accidente. Poco a poco, Simon se desgajó de su vida anterior, dejando atrás esposa e hijos, atrapado en la red de lujo, deseo y manipulación que ella había construido.

Finalmente, se casaron. La vida de la ex empleada se llenó de viajes, yates y hoteles de cinco estrellas. Frecuentaba fiestas donde las copas tintineaban sobre mármol frío y las risas ocultaban susurros de envidia y secretos. El mundo era suyo por derecho propio, y lo sabía. Pero incluso en medio de la decadencia más exquisita, la sombra del aburrimiento empezó a acechar. Porque hasta el oro más brillante puede volverse gris si no hay un juego nuevo que ganar.

El mundo de Vivienne olía a champán rancio y a perfume caro, mezclado con la madera barnizada de una mansión fría y solitaria. Cada fiesta era un teatro de máscaras relucientes, donde los ricos sonreían con dientes demasiado blancos y conversaciones demasiado vacías.

Los vuelos privados la llevaban a ciudades sin alma, a hoteles con vistas vertiginosas que solo servían para recordarle que el mundo era suyo… hasta que empezó a cansarse.

Simon había dejado atrás a su esposa e hijos, arrancando su vida anterior como una página de periódico vieja y amarillenta. Vivienne había ganado, y si bien la victoria era dulce e intoxicante, su néctar dejaba un regusto amargo a poder y vacío.

La rutina se colaba por las grietas del lujo como un ácido invisible. Las cenas con candelabros relucientes ya no la emocionaban; los brindis en terrazas con vistas interminables se sentían predecibles. Cada risa falsa en los salones de hoteles cinco estrellas la golpeaba con la sensación de hartazgo que ni el mejor champán podía disolver.

—“¿No te aburre todo esto, Vivienne?”— preguntó un intuitivo Simon una noche, mientras el viento azotaba la terraza y las luces de la ciudad se derretían en charcos de neón.

—“Aburrirme es un lujo que trato de no permitirme.”— replicó ella, con una sonrisa que cortaba como una cuchilla envuelta en terciopelo.

—“Pero parece que incluso tú…”—él se detuvo, intentando adivinar lo que había detrás de sus ojos —“incluso tú empiezas a buscar algo más.” —

—“No busco nada… excepto lo que aún no he tenido”— dijo Vivienne, dejando que su dedo rozara la copa de champán como si jugara con fuego —“ Y créeme, querido, cuando aparezca, lo sabrás.” —

Esa noche, bajo la lluvia y las sombras, Vivienne comprendió que el verdadero poder no estaba en el lujo, ni en Simon, ni siquiera en su capacidad de conquistar. Estaba en el riesgo, en el deseo que podía encender un incendio en la rutina gris de su vida. Y ya empezaba a pensar en dónde encontrarlo.

Porque para Vivienne, la perfección se había vuelto aburrida, predecible… y el aburrimiento era un lujo que una mujer como ella no podía permitirse.

La ciudad respiraba corrupción; cada esquina guardaba secretos susurrados entre cristales empañados y puertas de madera carcomida.

Vivienne se movía entre la multitud con la gracia de una gata cansada de jugar. La fiesta de Simon estaba plagada de ejecutivos engominados, mujeres con vestidos que parecían más máscaras que telas y risas huecas que sonaban a eco de vacíos interiores. Las copas tintineaban, el champán corría como un río dorado, pero ella estaba harta de todo.

—“Otra vez el mismo brindis”— murmuró, tomando un sorbo de su copa, con los ojos brillando bajo el pelo suelto.

—“Ven aquí, cariño, que quiero presentarte a alguien”— dijo Simon, con esa sonrisa que no llegaba a los ojos.

Pero Vivienne apenas escuchó. Su atención se deslizó hacia la sombra que se apoyaba contra la pared de ladrillos, fumando un cigarro como si escupiera el mundo. Ryder Kane. Hombros anchos, mandíbula tensa, ojos que olían a peligro y secretos. La ciudad parecía reducirse a él y a su propio deseo, a esa mezcla de miedo y excitación que le revolvía el estómago.

—“¿Y este quién es?”— preguntó Vivienne desafiante, con una sonrisa torcida, como si ya supiera la respuesta.

—“Ryder Kane. Ten cuidado con él”— susurró uno de los invitados, con un tono cargado de respeto y temor.

Ella se acercó con pasos suaves, calculando cada movimiento, cada gesto, cada curva de sus labios. Ryder la miró con una calma insolente, como si el deseo fuera un desafío y no una debilidad. No hizo falta hablar mucho; la tensión entre los dos fue eléctrica, palpable, como el ozono antes de una tormenta.

—“Sabes,”— dijo ella, cuando Simon se alejó para hablar con otros invitados —“aquí aburrirse puede ser mortal.” —

—“Depende de cómo lo mires”— replicó él, con un tono áspero que la hizo estremecer.

Pasaron semanas. Días de encuentros clandestinos en bares de luz mortecina y habitaciones de hotel donde las persianas apenas dejaban entrar la decadencia de la ciudad.

Entre susurros y risas cortantes, Vivienne empezó a dibujar un plan tan oscuro como su propio deseo. Simon, con su riqueza y arrogancia, ya era un obstáculo. Ryder, en cambio, con su instinto violento, podía ser el instrumento perfecto para su hambre de libertad.

—“Ryder…”— dijo una noche, mientras se apoyaba contra la ventana —“podríamos tener todo lo que queremos. Dinero. Poder. Libertad. Nadie nos diría qué hacer ni a quién amar.” —

—“¿Y qué hay de Simon?”— su voz sonó como un gruñido contenido, el de un animal que olfateaba sangre.

—“Podría simplemente desaparecer. Nadie llorará por él. Y nosotros… nosotros podríamos gozar de su fortuna como nos plazca.” —

El humo del cigarro se enroscó entre ellos como una serpiente, llenando la habitación con promesas de deseo y muerte. Ryder la miró en silencio; el frío de su mirada trataba de fundirse con la fiebre del deseo. En ese instante, Vivienne supo que la ciudad no era lo único corrupto: ellos mismos se convertirían en leyendas de la noche, peligrosos, irresistibles… y letales.

Una noche, mientras la ciudad se transformaba en un tablero de espejos sucios, Vivienne observó desde la ventana de la mansión a Simon caminar entre las sombras, iluminado tenuemente por las luces mortecinas del jardín. La casa olía a perfume y madera pulida. El miedo latente que sentía era una mezcla que había aprendido a amar y temer en partes iguales.

—“Llegó la hora, Ryder”— susurró, mientras sus dedos jugaban con el borde de la copa, nerviosos y ansiosos al mismo tiempo.

Ryder avanzó sigilosamente sobre el césped mojado, su figura recortada contra las farolas como una amenaza viva. Vivienne contuvo la respiración mientras su amante se acercaba a Simon con el arma desenfundada. La tensión era casi física, un hilo que podía romperse en cualquier momento.

De repente, un sonido seco cortó la noche: un disparo.

Ryder se estremeció; un grito sofocado escapó de sus labios mientras caía al suelo, y una mancha roja se extendía sobre su camisa negra. Simon, impecable y frío como el acero, estaba de pie con una pistola humeante en la mano.

—“¿Creíste que era tan fácil, querida?”— dijo Simon, mirando hacia la ventana. Su voz estaba cargada de hielo y desprecio —“Cada paso tuyo… cada movimiento de Ryder… ya estaban previstos.” —

Vivienne retrocedió mientras la copa caía de sus manos. Su corazón latía con una mezcla de excitación y terror que la hacía sentirse viva como nunca.

Simon entró rápidamente en la mansión para enfrentarla.

—“¿Qué dijiste?”— preguntó ella, tratando de recuperar el control —“¿Tú… sabías?” —

Simon dio un paso hacia ella. Elegante y amenazante, su mirada atravesó la penumbra del salón como un bisturí. Aún tenía el arma en la mano derecha.

—“Desde el primer día, zorra”— dijo con una sonrisa helada y tranquila —“Un investigador te siguió a todos lados durante meses. Cada llamada, cada encuentro, cada susurro entre ustedes dos… está registrado, fotografiado, filmado.” —

Vivienne tragó saliva, intentando no mostrar miedo ante la certeza de una derrota ineludible, tan palpable como el humo de los cigarrillos que flotaba en la mansión.

—“La policía viene en camino”— continuó Simon, con calma mortal —“Ellos se encargarán de Ryder y de todo este desastre que tú creíste perfecto. Ha sido en defensa propia. Y las pruebas… todas tus jugarretas, todos tus secretos… están ahí, listas para que la ley juegue con ellas.” —

Mientras Vivienne retrocedía, chocó contra un escritorio y algo cayó, estrellándose contra el suelo con un ruido sordo. Se asomó a la ventana para ver cómo un herido Ryder desaparecía entre la lluvia y la noche, huyendo de la policía que ya se acercaba.

La ciudad estaba despierta, oscura y despiadada, y ella ahora era solo un peón atrapado entre ambición y castigo.

—“Bueno, Vivienne…”—susurró Simon desde la penumbra, con un tono lúdico y cruel —“parece que esta partida la gané yo.” —

El aire olía a perfume, pólvora y fracaso. Vivienne sabía que la noche no había terminado, que la ciudad todavía guardaba secretos. Pero en ese instante, la sensación de vulnerabilidad era tan intoxicante como cualquier deseo que hubiera tenido.

La decadencia no era solo el paisaje: era ella, era Ryder, y todo lo que habían planeado y fallado.

Vivienne caminaba por las calles mojadas de su nuevo barrio, mientras el taconeo de sus zapatos resonaba contra las paredes sucias.
El apartamento prestado donde vivía ahora era estrecho y frío, con cortinas deshilachadas. Cada mueble barato le recordaba lo efímero de su fortuna. La elegante Vivienne, antes reina de fiestas y manipulaciones, ahora se sentaba en el borde de la cama, mirando las paredes desnudas con una mezcla de aburrimiento y desesperación.

—“Qué irónico, ¿no?”— murmuró para sí, con un sarcasmo que no alcanzaba a calentar el vacío —“Toda la ciudad a mis pies… y ahora… este cuarto miserable.” —

Y Ryder… la sombra de su ambición y su furia flotaban sobre ella incluso cuando no estaba presente. Esa noche, él irrumpió en su puerta. Sus manos temblorosas empuñaban el arma del intento de homicidio. Había creído en su complicidad, en su pasión compartida, y ahora sus ojos veían una traición imaginaria: la paranoia de un hombre cegado por la decepción.

—“¡Maldita zorra!”— gruñó, con la voz quebrada por la ira y el miedo —“ ¡Todo esto es tu culpa… todo!” —

Vivienne lo miró, sentada, con la cabeza ligeramente ladeada, como si contemplara un cuadro que no le interesaba realmente.

—“Ryder… cariño… “— su tono era ácido, burlón, un filo invisible —“Si alguien tiene que culparse… eres tú, por creer en cuentos de hadas.” —

Un estruendo de sirenas rompió la noche. Ryder apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la policía llegara. Sus ojos se encontraron un instante con los de Vivienne: una mezcla de furia y traición los llenaba por completo. Luego desapareció, dejando tras de sí un rastro de sueños rotos y ambiciones frustradas.

Vivienne se quedó sola en la penumbra del departamento prestado

FIN



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