La Paradoja del Génesis
Capítulo 1: Huéspedes del Pasado
por Rodriac Copen
La Odiseum flotaba majestuosa en el vacío, como un formidable palacio construido para albergar a los dioses del Olimpo.
Construida para una misión que duraría literalmente miles de años, su armazón, de más de tres kilómetros de extensión, parecía una aguja incrustada en la negrura, recubierta por un durísimo blindaje ablativo y paneles regenerativos que se cerraban como piel viva cada vez que un micrometeorito rozaba su superficie.
De sus formidables flancos colgaban dos lanzaderas de descenso, listas para enfrentarse a atmósferas planetarias desconocidas.
En las bodegas, asegurados en cápsulas de titanio, viajaban dos telescopios del linaje del James Webb, multiplicados en potencia y precisión, capaces de distinguir las huellas espectrales de una civilización a millones de años luz.
La nave era un templo del ingenio humano y, al mismo tiempo, un arca: cargaba con las esperanzas y las dudas de toda la especie humana.
Dentro de su estructura, la vida estaba contenida en un delicado equilibrio artificial. La piscina de flotación servía tanto para entrenamiento en gravedad cero. El gimnasio multifuncional mantenía los músculos despiertos frente al desgaste del viaje interestelar y la ingravedad. Una piscina olímpica les servía de ejercicio y relajación suficiente como para distraer a las mentes exhaustas de los astronautas. Cada tripulante se alojaba en un compartimento privado, austero y diseñado con la ergonomía de un pequeño hogar.
En la estación médica, los cirujanos virtuales podían operar desde la médula hasta el córtex, ofreciendo la mejor atención posible al grupo humano que se había alejado en su misión más allá de los límites imaginados para cualquier ayuda o asistencia.
En el taller de última generación, en medio de los equipos y las herramientas, destacaban las enormes impresoras 3D, que podían fabricar desde un tornillo hasta repuestos para los reactores auxiliares o las maquinarias de la astronave.
Toda la formidable estructura era sostenida, supervisada y controlada por una presencia invisible: el Núcleo Lumen.
Lumen no era un programa asistente ni un supervisor simple; era la propia conciencia de la nave. Poseía en su memoria la plenitud del conocimiento humano y tenía la flexibilidad necesaria para improvisar soluciones allí donde los manuales callaban en silencio. Su voz era neutra, medida, como si siempre hablara desde el centro del equilibrio emocional de cada uno. —“Estoy aquí para sostenerlos”— repetía en los entrenamientos, y había quienes llegaban a creerle más que a sí mismos.
Las cápsulas de hibernación se abrieron con un gemido mecánico, exhalando pequeñas nubes de vapor blanco. La tenue luz médica bañó la sala con un resplandor frío. Uno a uno, los seis tripulantes emergieron de su largo letargo.
Temblorosos, con la piel húmeda por la presencia de cremas crioprotectoras, sus pulmones buscaban aire dolorosamente, como si respiraran por primera vez.
Erik, el capitán, era un soldado entrenado antes que explorador. Sus decisiones eran rápidas y firmes, buscando como objetivo primario mantener con vida a sus colegas y privilegiando siempre la seguridad de los tripulantes y la nave. Alto, vigoroso y con mandíbulas marcadas, su presencia irradiaba seguridad, decisión y sobre todo, tranquilidad. Si lo tratabas con regularidad, adivinarías en su mirada la sombra de una familia que había quedado atrás.
Leia, la ingeniera de a bordo, tenía una personalidad detallista y hasta obsesiva. Íntimamente conectada a las máquinas de la Odiseum, su misión primaria era mantener la estructura en condiciones apropiadas para asegurar la supervivencia de todos ante cualquier problema o inconveniente. Decía que las naves tenían corazón y que ella podía escucharlo latir. Casada recientemente, la misión le había sido asignada apenas unos días de terminada su reciente boda. Ahora, a miles de años luz de distancia de su recién estrenado matrimonio, resentía inconscientemente de la falta de su novio de tantos años, ahora devenido en esposo.
Amira, la bióloga tenía una personalidad expansiva. Pequeña físicamente, era una apasionada por la vida en todas sus formas, convencida de que la existencia siempre encontraba un resquicio para florecer. Internamente añoraba formar una familia. Se había embarcado en la misión soltera y sin ningún novio. Su anhelo principal era regresar a la Tierra y encontrarse con sus padres.
Jonas, el piloto tenía una personalidad jovial e irónico. La gustaba mantener un gran sentido del humor, por lo que hacía bromas inocentes a repetición. El joven mantenía un espíritu inquisitivo y, como todo piloto, parecía tener una necesidad de velocidad, riesgo y vértigo como otros necesitan oxígeno.
Maya era la médica compasiva y de convicciones firmes. Con un espíritu eminentemente paternalista, había aceptado la misión para explorar los límites del cuidado humano, incluso en el vacío más extremo. Sin familia a la que retornar, su espíritu aventurero no tenía lazos realmente fuertes que le ataran a la Tierra.
El último tripulante, era Roderic el técnico. De personalidad callada, analítica y pragmática, se consideraba un artesano que encontraba sentido en lo concreto. Su credo era sencillo: “Construir y reparar allí, donde nadie lo ha hecho jamás.”
Mientras los cuerpos de los tripulantes se adaptaban lentamente a la vigilia, la mente después de una hibernación prolongada, jugaba lentamente a reacomodarse. Los astronautas explicaban que durante el despertar a la vigilia, solían ser saturados con ráfagas de recuerdos fugaces, que llegaban abundantes y sin ningún orden cronológico.
Durante su despertar, Maya recordaba una conversación que había mantenido con Erik, el capitán asignado para esta misión. La escena correspondía a los ahora antiguos recuerdos de los cuatro años de entrenamiento en los que los tripulantes de la Odiseum habían convivido estrechamente:
—“¿Por qué aceptaste
esta misión, Erik? Tienes una familia y niños a los que dejarás de ver por
algunos años…”— le había preguntado Maya, en un pasado que ya le
parecía remoto.
—“Bueno… la verdad es que me ofrecen una gran bonificación. Suficiente como para retirarte y olvidarme del dinero por el resto de mi vida. Aseguraré el futuro de mis hijas en la universidad, y quizá para el resto de sus vidas.” — se sinceró Erik.
Leia, aún confusa, recordaba una conversación con su novio de toda la vida, ahora convertido en reciente esposo:
—“Leia, te irás por varios años. Y no hay marcha atrás posible. ¿Estás segura?”—
—“Es una oportunidad única para mi currículum, amor. Las máquinas me entienden mejor que la gente. Allí voy a estar en casa.” —
Su esposo no parecía estar muy seguro.
Amira recordaba la conversación con una de sus más íntimas amigas:
—“Amira, ¿de verdad crees que la humanidad encontrará algo en esta misión?” —
Ella había respondido con seguridad —“La vida siempre encuentra grietas. Mi deber es descubrir dónde se esconde.” —
La Odiseum, impulsada por los motores Alcubierre, desarrollados siglos atrás, comprimía el espacio-tiempo como un papel plegado. En términos estrictos no viajaba: recortaba el espacio como si estuviera jalando una gran cuerda cósmica, atrayendo el destino hasta la posición actual de la nave.
La misión de la tripulación era clara: alcanzar el límite del universo observable, desplegar los satélites y cartografiar posibles civilizaciones extraterrestres. Cinco años de exploración y un regreso breve gracias a la relatividad.
Para esa época, la humanidad ya dominaba la fusión estable, tenía la capacidad de terraformar a escala reducida y fabricaba órganos humanos como piezas de repuesto en sistemas médicos de laboratorio. La odiseum contaba con un conjunto exhaustivo de muestras celulares y de células madres en caso de necesitar algún órgano para una emergencia médica en particular.
A pesar de los avances en la exploración espacial de la humanidad, el gran misterio persistía: nadie más estaba allí fuera. O al menos, la humanidad había sido incapaz de encontrar algún rastro de civilización extraterrestre. El misterio persistía; quizá la paradoja de Fermi ya se había resuelto sin el conocimiento de los seres humanos .
En la sala de mando, mientras revisaban datos preliminares, Jonas dejó escapar su ironía habitual:
—“Colonias en Marte, ascensores orbitales, sondas cuánticas en galaxias vecinas… y aún no hemos encontrado ni un fósil, ni una ruina, ni siquiera basura espacial alienígena. El universo debería estar sucio y lleno de restos, y en cambio está limpio.” —
Amira lo miró con seriedad grave:
—“Existe la posibilidad mínima que la vida inteligente sea improbable. Un accidente que solo ocurrió una vez…” —
Leia negó con la cabeza, convencida:
—“O algo peor: que la paradoja de Fermi se decante por el ‘Gran Filtro’. Tal vez hubo civilizaciones. Y algo se encarga de borrarlas.” —
El silencio se tensó como un cable. Admitir lo que decía Leia sería negar la utilidad de la presente misión. En otras palabras: que los sacrificios personales que habían hecho, simplemente eran en vano.
Entonces habló Lumen, con voz serena:
—“La ausencia de evidencia no constituye evidencia de ausencia. El patrón hallado hasta ahora es claro: un cosmos diseñado para la vida, y sin embargo… vacío. Quizá la respuesta sea que nuestros métodos de búsqueda son inadecuados. En ese caso ellos están allí en algún lado y son indetectables por nuestros métodos. O mantienen un silencio forzado, sin querer ser detectados.” —
Cinco meses después del despertar, una anomalía apareció en los sistemas de búsqueda.
Los telescopios enviaron un pulso de datos recibidos que era imposible de ignorar. Habían detectado un planeta azul y verde, con nubes blancas, océanos y masas continentales familiares.
Leia palideció.
—“Es… imposible. La morfología es idéntica a la Tierra.” —
Roderic cruzó datos estelares en silencio antes de susurrar. Usó varias perspectivas diferentes para rastrear las galaxias y estrellas conocidas. Después de algunos momentos, la información resultó cuando menos, impresionante:
—“Estamos en el sector correspondiente a la Vía Láctea… eso no tiene sentido. No deberíamos estar aquí.” —
Los datos de la computadora estaban corroborados: La Odiseum se encontraba en el Brazo de Orión de la Vía Láctea, entre dos brazos principales: el Brazo de Sagitario y el Brazo de Perseo.
Los separaba una distancia de 27.000 años luz del centro galáctico.
No había duda alguna: estaban en el cuadrante exacto de la Tierra. El problema era la perspectiva.
Originalmente la nave había salido de la Tierra con dirección a la galaxia NGC3109. Después de la investigación de Roderic, era evidente que a sus espaldas estaba la galaxia de Andrómeda y delante de la nave, a 27000 años luz estaba el centro de la vía lactea.
Las implicancias eran estremecedoras. Habían descubierto que después de algunos miles de años luz recorridos, al final del viaje nunca salieron de la Vía Láctea realmente. Esto corroboraba una de las teorías sobre la forma final de universo. Al ser de topología toroidal, todos los caminos regresaban a casa, pero en otros tiempos o perspectivas.
El viaje de la Odiseum “hacia otra galaxia” había sido en realidad un viaje a través de un pliegue espacial que los devolvió a otro sector de la misma estructura.
Esto podía interpretarse como una paradoja existencial.
La voz de Lumen se alzó, sin emociones:
—“Confirmo la localización. Coordenadas espaciales equivalentes a la Tierra. Coordenadas temporales… divergentes. Estimación: un millón de años antes de la era común.” —
El aire de la estación de comando de la astronave se espesó hasta presionar sobre el pecho. El impacto fue tan intenso que nadie respiraba.
—“¿Entonces… hemos viajado hacia el pasado?”— susurró Amira como para sí misma.
Erik golpeó la
mesa de mando con un puño seco, tratando de negar la realidad.
—“No. Los motores pliegan el espacio, no afectan al tiempo.” —
Los motores Alcubierre no viajaban en el tiempo, solo plegaban el espacio. El problema no era el motor… era el espacio mismo.
El viaje de la Odiseum confirmaba que el espacio no era plano ni infinito.
La humanidad había asumido que el universo era abierto o al menos lo bastante amplio como para nunca cerrarse sobre sí mismo. La evidencia que había encontrado la tripulación sugería lo contrario: el cosmos tenía una topología toroidal. Es decir, tenía forma de una rosquilla. Avanzar en línea recta no era escapar de un punto en particular, sino regresar al mismo punto por otro camino invisible.
Cuando los motores Alcubierre plegaron el espacio, lo hicieron dentro de esa geometría cerrada. Como quien traza un atajo en un laberinto circular, la nave volvió a un corredor distinto del mismo recinto. Desde su perspectiva, creyeron emprender un viaje a regiones distantes… y en realidad reaparecieron en el mismo dominio, solo que desplazados en el eje temporal.
El tiempo había quedado como una coordenada atrapada en el pliegue por el cual habían avanzado.
Jonas, menos impactado que los demás debido a sus conocimientos de navegación, intentó explicarlo de un modo simple a través de la paradoja de la crononavegación:
—“Sé que están impresionados. Para que lo entendamos todos: los motores Alcubierre son como agujas de coser. Dimos una puntada en el espacio, pero el hilo del tiempo se enganchó con la tela… y ahora estamos bordados en otro siglo.” —
Erik movió lateralmente la cabeza intentando despejar el tremendo impacto recibido. Dijo sin humor:
—“Perfecto. Somos los primeros turistas en la era del Homo erectus. Sin posibilidad de retorno, sin contacto con nuestro tiempo, sin futuro.” —
El golpe emocional fue brutal.
Erik dejó caer el rostro entre sus manos, casi sollozando. Había dejado sus hijas pequeñas en la Tierra, con la promesa de volver. Esa promesa había muerto en un pliegue del cosmos.
Leia golpeó la
consola, la respiración entrecortada.
—“¡No! ¡No puede acabar aquí! ¡No vine para perderlo todo!” —
Amira pensó en cómo se rompían en mil pedazos sus anhelos de formar una familia. Roderic, que se soñaba regresando para retomar una carrera próspera en la ingeniería espacial, ahora se sentía solo y desprotegido.
La tripulación estaba devastada.
Erik obligó a su voz a mantenerse firme, aunque por dentro sentía cómo se le desmoronaba el suelo.
—“Escuchen. Si tenemos razón, ya no hay línea de regreso, los objetivos de nuestra misión acaban de morir. La misión más importante debe ser sobrevivir… y comprender dónde estamos.” —
Amira, con los ojos fijos en el planeta que giraba sereno, murmuró:
—“Quizás… este sea el verdadero contacto. No con otros, sino con nosotros mismos, en el pasado.” —
Un silencio se extendió entre el grupo. Afuera, la Tierra primitiva brillaba, inocente e ignorante del peso que ahora recaía sobre ella.
La vieja Tierra era cuna, destino y cárcel de los últimos exploradores de la humanidad.
La Paradoja del Génesis
Capítulo
2: El Bastión de los Náufragos
por Rodriac Copen
La tripulación decidió que la Odiseum quedara suspendida en órbita geoestacionaria, como un titán silencioso que vigilaría la Tierra primitiva.
Lumen, la inteligencia de la nave, habló con calma antes de que los seis tripulantes abordaran la lanzadera:
—“He calculado la órbita. Puedo mantenerla estable con ajustes periódicos. La Odiseum será una centinela eterna Me mantendré en contacto permanente con ustedes.” —
Leia miró hacia la escotilla con un dejo de melancolía.
—“¿Sabes lo que eso significa, verdad? Dentro de un millón de años, cuando ya nadie recuerde quiénes fuimos, verán a la nave y la tomarán por un mito. Un satélite misterioso orbitando la Tierra… el inicio de todas las conspiraciones.” —
Jonas sonrió con su ironía habitual:
—“Un regalo para los fanáticos de las futuras sobremesas. Que la llamen como quieran… El Caballero Negro, por ejemplo. Suena imponente.” —
Las compuertas de la lanzadera se cerraron con un silbido hidráulico. El descenso comenzó.
El Pleistoceno medio los recibió con un rugido de viento helado. La lanzadera aterrizó en una planicie cubierta de pastizales interminables. En el horizonte, montañas nevadas brillaban bajo un sol pálido. Bandadas de aves enormes cruzaban el cielo, y a lo lejos manadas de mamuts lanudos avanzaban como fortalezas vivientes.
Amira,
extasiada ante la imponente vista de la Tierra Virgen, exclamó:
—“¡Dios mío! Miren esos gliptodontes… parecen tanques con patas.” —
Jonas
soltó una carcajada nerviosa.
—“Sí… y esos tanques podrían convertirnos en estampilla si nos acercamos demasiado.” —
Erik permaneció serio. Su instinto militar lo empujaba a medir peligros.
—“Leones cavernarios, hienas gigantes, osos enormes… este mundo no está hecho para nosotros. Debemos encontrar un bastión, algo que sea lo suficientemente defendible como para que sea nuestra casa segura.” —
El viento helado mordía sus mejillas mientras avanzaban hacia el río. Las piedras estaban cubiertas de escarcha, resbaladizas como cristal roto. A lo lejos, un grupo de mamuts levantaba polvo y hielo, sus trompas moviéndose con delicadeza casi inesperada para su tamaño. Cada paso de los humanos crujía en la nieve, un sonido que podría delatar su posición ante cualquier depredador cercano.
Exploraron durante algunos días hasta hallar un promontorio rocoso junto a un río cristalino. La lanzadera quedó estacionada cerca, como un vigía metálico en medio de un mundo salvaje.
Con impresoras portátiles y sensores, levantaron un perímetro con torres rudimentarias, cercas eléctricas y armas cargadas listas para la defensa.
Durante días, Leia y Roderic trabajaron bajo la nieve y el viento, ensamblando torres de sensores que parecían retorcerse bajo el frío. Cada error era un riesgo de muerte: una conexión eléctrica mal soldada podía dejarles sin alarma mientras un depredador se acercaba silencioso. Jonas y Amira patrullaban los límites, marcando senderos, siempre atentos a la mirada de un mamut que podía aplastarlos sin previo aviso.
Leia, mientras
configuraba los detectores, murmuró con amargura:
—“De recién casada a guardiana de cavernas. ¿Así termina mi historia?” —
Roderic la observó en silencio, con una mezcla de admiración y genuino pesar por su compañera. Sabía que se había casado recientemente, y al destino final de la expedición le hacía sentir insegura y frustrada. Teniendo en cuenta que nunca más vería a su esposo, le entendía perfectamente. A diferencia de Leia, nada ataba a Roderic a la Tierra que había abandonado.
Al principio, los Homo erectus se mantenían alejados. Observaban desde la espesura, con ojos de fuego reflejando las hogueras.
Con el tiempo, más acostumbrados a la presencia de los extraños, algunos se acercaron con cautela. El primer contacto fue algo tenso. Los niños erectus miraban a los astronautas con temor reverencial, mientras los adultos estaban listos para huir o atacar.
Pudieron comprobar que los nativos se comunicaban mediante gruñidos, chillidos, gestos y combinaciones simples de sonidos, no tenían un lenguaje estructurado como los Homo sapiens.
Amira trató de
calmarlos con un tono de voz tranquilo. Se acercó a una hembra, sabiendo que no
podía entender el sentido de sus palabras:
—“No somos enemigos. Somos… huéspedes.” —
Amira sostuvo un bastón frente a ella mientras un Homo erectus se acercaba, su mirada mezcla de asombro y miedo. Intentó imitar el gesto de ofrecer comida, y el niño se quedó paralizado, evaluando aquel extraño ritual. Finalmente, dio un paso atrás y se lanzó a la espesura, dejando atrás un grito que sonó como advertencia y curiosidad a la vez.
En otra oportunidad, Erik se agachó frente a un niño, y en su rostro vio un eco insoportable de sus hijas.
—“Mírame… no quiero hacerte daño.” — su voz temblaba más de lo que quería admitir.
— “Somos como Prometeo” — murmuró Jonas, viendo cómo los erectus observaban el fuego que habían encendido.
— “Llevamos algo que podría salvar o destruir. A diferencia del mito, no tenemos cadenas. Solo decisiones.” —
Amira asintió, contemplando el río que serpenteaba entre la nieve.
—“Cada chispa es un mensaje, cada acción un eco en el futuro que todavía no existe.” —
Era casi medianoche en el campamento, y las luces de los sensores iluminaban débilmente la zona de trabajo improvisada. Entre cables y módulos de energía, Leia revisaba los ajustes finales de la pila de combustible mientras Roderic se movía detrás de ella, supervisando.
—“No te preocupes, esta conexión está firme”— dijo Roderic, inclinándose sobre su hombro —“Si quieres, puedo quedarme un rato más… ayudarte a terminar.” —
Leia giró apenas la cabeza, mostrando una sonrisa leve, cauta.
—“Si quieres, claro… no es obligatorio.” —
Roderic arqueó una ceja, notando la mezcla de distancia y cercanía en sus palabras.
—“Nunca lo es contigo, Leia.” —
Ella suspiró, como quien juega a mantener un secreto.
—“Tal vez soy difícil de manejar… y me gusta que lo intentes.” —
Roderic la observó unos segundos en silencio, sintiendo que esa evasión no era solo orgullo: había un juego, un misterio.
—“¿Difícil de manejar?” —repitió, con un dejo de desafío —“Podríamos… dormir juntos esta noche. Solo descansar, sin más complicaciones.” —
Leia giró el rostro, mirando hacia la noche estrellada, sin responder de inmediato. Su corazón latía un poco más rápido, en su mente mantenía un curioso control: lo dejaba intentar, lo provocaba apenas, como si fuera un pretendiente que debía ganarse su atención. Su actitud era ligera, juguetona, casi maternal en su indiferencia: un juego de poder invisible.
—“Hmmm… tal vez. Pero no lo hagas tan fácil, Roderic.” —susurró, con voz tranquila, casi burlona.
Roderic frunció el ceño, conteniendo la frustración que crecía en su interior. Ella lo había estado manipulando sutilmente con esa distancia que lo excitaba y lo desesperaba al mismo tiempo.
—“¿Jugarás así toda la noche?” —preguntó, acercándose más de lo que ella esperaba.
Leia no se retiró. Solo arqueó una ceja, como quien desafía sin abandonar su posición.
—“Quizá… o quizá no. Depende de ti.” —
El silencio llenó el espacio entre ellos, pesado y eléctrico. Roderic, cansado de la espera, decidió tomar la iniciativa. Con un movimiento rápido, rodeó la cintura de Leia, pegándola contra él.
—“Ya basta de juegos…” —murmuró, su voz áspera y firme.
Y sin darle tiempo a esquivar, la besó. Al principio Leia se quedó tensa, sorprendida por la audacia. Pronto se dejó llevar, abrazándolo por primera vez sin reservas.
Cuando se separaron un instante, Leia mantuvo la mirada baja, ruborizada, sintiendo una mezcla de triunfo y vulnerabilidad. Roderic la sujetó suavemente del mentón y le susurró:
—“No más juegos, Leia. Esta noche, solo nosotros.” —
Ella sonrió levemente, con esa mezcla de desafío y sumisión que la definía en la relación con él.
—“Solo… no creas que será fácil de nuevo mañana.” —
Roderic rió suavemente, pegándose a ella otra vez mientras cerraban la jornada de trabajo entre cables, humo de los generadores y la quietud de la Edad de Hielo que los rodeaba. Por primera vez, la distancia y la evasión se rompían, y en ese instante, los dos se entendieron: un juego de dominación y entrega que recién comenzaba.
Las noches eran largas y las discusiones amigables entre los ahora exploradores, se volvían interminables. En el centro de la fortaleza improvisada, el tema que discutían por las noches siempre era el mismo: intervenir o no intervenir con los homo erectus.
La ingeniera se mantenía firme:
—“Si los ayudamos, es probable que condenemos a la humanidad a un destino preescrito. Seremos dioses caprichosos escribiendo nuevamente la misma historia. Destruiremos el libre albedrío de la humanidad.” —
Amira replicaba con pasión:
—“¿Y si no intervenimos? ¿Y si nunca florecen? ¿Si la chispa se apaga aquí, en este valle, para siempre? Seríamos los asesinos del futuro.” —
Jonas intentó alivianar la tensión, aunque su voz sonaba más amarga de lo normal:
—“Vaya ironía… viajamos miles de años luz para encontrar alienígenas, y resulta que los alienígenas somos nosotros.” —
Maya, la médica, cerró la discusión con un suspiro:
—“Creo que debemos aceptarlo… o enloqueceremos. La humanidad ya existe y gracias a lo que hagamos evolucionará más o menos rápido. Creo que no es una decisión… Por lo que hemos vivido, es un bucle repetitivo… y nosotros somos parte de él.” —
Un silencio cargado cayó sobre el grupo. La lógica circular era inapelable.
Cada tripulante enfrentaba sus propias pérdidas a su manera:
Erik, con la imagen de sus hijas ausentes devorándole la memoria, comenzó a acercarse a Amira. Sus conversaciones nocturnas se transformaron en confidencias, y a partir de esa cercanía comenzaron a crear un vínculo inevitable.
Leia, atormentada por la sombra de su esposo, se volvió distante, casi de hielo. Una princesa lejana, retraída por el escaso control de la situación actual.
Amira, después de algunos chequeos médicos, descubrió que la prolongada hibernación le había afectado generando esterilidad. Ante la revelación, planeó otro modo de dejar huella, volcando todo su conocimiento en los erectus, transmitiendo todo lo que pudiera como semilla cultural.
Jonas y Maya encontraron consuelo en la piel, no en las promesas. Su unión se volvió al principio más un refugio sexual que amor.
Roderic, en silencio y poco a poco, comenzó a hundirse en su obsesión por Leia. Su pragmatismo se convertía en celos corrosivos, y la línea de lo prohibido se volvía cada día más tenue.
El campamento vibraba con tensiones invisibles, tan peligrosas como los depredadores que merodeaban en la sabana.
Una noche, alrededor del fuego, Erik levantó la vista hacia el cielo donde la Odiseum brillaba como una estrella inmóvil.
—“Allí arriba queda nuestro pasado. Aquí abajo, quizá nuestro futuro. Tal vez ambos sean lo mismo.” —
Jonas lo miró y sonrió con amargura.
—“Y algún día, cuando ya no quede de nosotros ni polvo, alguien mirará esa nave y dirá: es un satélite maldito, un centinela oscuro que nunca cae. El Caballero Negro.” —
El sol se alzaba débil sobre los bosques de la Edad de Hielo, reflejando en los lagos un brillo frío que hacía temblar la piel. El campamento de la tripulación era un nido de tecnología avanzada en medio de la primitiva Tierra: carpas reforzadas, sensores perimetrales y generadores alimentados por pilas de combustible nuclear.
—“Vamos a necesitar otra pila para los sistemas de comunicación y los sensores remotos”— dijo Leia, ajustando los controles de la lanzadera estacionada. Su rostro reflejaba concentración, también un dejo de cansancio.
—“¿Seguro que es buena idea exponerlas tanto?” —preguntó Maya, vigilando la periferia. Su mirada recorría el bosque, donde cada sombra podía ocultar un depredador.
—“No hay otra opción”— respondió Roderic con voz firme —“La energía de fusión en miniatura nos permite operar todo sin problemas de combustible. Si queremos permanecer aquí y estudiar a los erectus, estas pilas son vitales.” —
Amira acomodaba un módulo de energía en el suelo, mientras Jonas revisaba la barrera perimetral de sensores.
—“Espero que ningún animal curioso decida probarlas con los dientes”—bromeó Jonas, aunque la ironía no ocultaba la tensión.
Leia ajustaba los paneles de contención, la tensión visible en sus manos temblorosas. — “No puedo creer que estemos manipulando energía nuclear en la Edad de Hielo” — murmuró para sí.
Maya revisaba el perímetro, vigilando cualquier movimiento. — “Un error y todo esto podría ser nuestro último legado... literalmente” — pensó.
De repente, un estruendo quebró la calma. Una sombra oscura se movía entre los árboles. Un depredador del Pleistoceno medio, con mandíbulas gigantes y dientes afilados como cuchillas, irrumpió en el perímetro. Era un felino gigantesco, similar a un panthera atrox, y sus ojos brillaban con hambre.
—“¡Sensores alertando intrusión!” — avisó Lumen desde la lanzadera con voz urgente.
El felino se acercó con velocidad letal, y sin ninguna explicación racional, mordió ferozmente una de las pilas de combustible que yacía expuesta cerca del generador. Chispas y humo comenzaron a escapar de la carcasa metálica, atemorizando al felino, que se alejó del artefacto.
—“¡Retírenla ahora!” —ordenó Erik apenas el felino retrocedió, mientras Amira y Jonas corrían hacia la pila afectada.
Leia activó los sistemas magnéticos de levitación de la lanzadera. La pila flotó hacia el compartimento de carga mientras el depredador rugía frustrado, girando alrededor del perímetro.
—“¡A varios kilómetros de distancia, rápido!” —gritó Erik, señalando el botón de lanzamiento.
La lanzadera despegó con un zumbido y la pila fue depositada a distancia segura. La tripulación contuvo la respiración mientras se alejaban del peligro.
—“Si esto explota, podríamos borrar un bosque entero” —murmuró Maya.
—“O algo más” — dijo Roderic con tono sombrío. — “En el futuro, la humanidad podría encontrar restos de una explosión nuclear producida por nuestras pilas, sin poder explicar de dónde vino.” —
—“Como Sodoma y Gomorra.”— añadió Amira, recordando los textos antiguos —“O aquella mina de Oklo en Gabón, África, en donde encontraron un reactor nuclear que creyeron era natural.” —
Jonas negó con la
cabeza, incrédulo y temblando por la adrenalina.
—“Es una locura. Estamos aquí… un millón de años en el pasado, y podríamos convertirnos en los primeros testigos de un accidente nuclear en la historia de la Tierra.” —
Minutos después, un estallido ensordecedor hizo temblar el suelo. Una columna de fuego y humo se elevó hacia el cielo gris, iluminando las copas de los árboles. La onda expansiva dejó caer ramas y levantó tierra a metros de distancia, gracias a la rápida evacuación de la pila, nadie resultó herido.
Erik miró el cielo, con el rostro duro pero con los ojos húmedos.
—“No fue nuestra intención.”— dijo —“Esto… esto es solo un ejemplo de cómo nuestra tecnología puede reescribir la historia, incluso sin quererlo.” —
Leia apoyó su mano en su hombro.
—“Tendremos que ser más cuidadosos. No podemos permitirnos otro incidente así.” —
Amira susurró mientras observaba la columna de humo alejarse:
—“Y pensar que algún día, alguien mirará este lugar y no sabrá que estuvimos nosotros… que nosotros fuimos la chispa inicial.” —
La tripulación se retiró hacia el campamento, conscientes de que cada acción podía dejar huella en la historia de la humanidad, siglos antes de que existiera siquiera la escritura.
La Paradoja del Génesis
Capítulo 3: La Era de
los Dioses
por Rodriac Copen
Pasaron varios años desde que la tripulación de la Odiseum se estableció en la Tierra primitiva.
Lo que empezó como una misión de supervivencia y exploración se había transformado en un experimento social y biológico sin precedentes. Los homo erectus, inicialmente nómadas y desconfiados, empezaban a comprender que aquellos visitantes del cielo, descendidos del espacio en medio de humo, ruido y fuego, despertaron algo diferente que el miedo inicial con el que fueron recibidos.
Eras dioses. No destructores como las fuerzas de la naturaleza. Eran dioses protectores, y también enigmáticos.
—“Miren, nos observan otra vez.”— dijo Amira desde la plataforma superior del campamento.
Una docena de erectus se acercaba a la valla de sensores. Con sus cuerpos cubiertos de pelo y barro, parecían una manada de monos antropoides salvajes. Al mirarlos con atención, los ojos brillaban con una mezcla intrigante de curiosidad y respeto. Una mirada que llevaba la identidad de la inteligencia.
— “Ya no huyen cuando nos ven. Nos reconocen.” — Dijo Jonas.
—“Aún nos temen demasiado.” — replicó Leia, ajustando un módulo de energía cerca de la lanzadera. Su voz era seca, casi profesional. Sus ojos seguían a los visitantes con una mezcla de fascinación y cansancio
—“Cada vez que traemos algo nuevo, lo miran como si fuera un objeto de magia.” — dijo Roderic, trabajando a su lado, mientras levantaba la vista y sonreía.
—“Magia o tecnología… al final somos los mismos humanos. Solo que ellos todavía no tienen palabras para describirnos. Es curioso… si no les entendía mal, nos llaman los dioses de fuego y metal.” — Opinó Maya
—“Dioses…” —musitó Erik, mientras repasaba mentalmente las rutas de caza y los límites del perímetro —“Ellos nos veneran como Prometeo, Quetzalcóatl, Enki, Osiris… o lo que sea que los mitos futuros registren. Lo queramos o no, quedaremos descriptos en la mitología histórica de los pueblos”—
—“Eso no me hace sentir mejor” — replicó Maya con ironía —“Somos humanos, no deidades. Solo que tenemos mejores juguetes y conocimientos que ellos. Nada más.” —
Los erectus confiables aprendían con rapidez. La tripulación les enseñaba pacientemente estrategias de caza, señales de alerta, como preparar de frutas y raíces.
Amira, apasionada por la biología, les enseñaba los rudimentos de la agricultura adaptada al Pleistoceno. No podía mostrales zanahorias o cereales, pero sí encontraban numerosas plantas silvestres de la familia de las apiáceas (parientes salvajes de la zanahoria, el apio o el perejil), que tenían raíces más pequeñas y leñosas.
Los antepasados silvestres del trigo ya existían en distintas regiones, aunque no cultivados. Tras varias expediciones, los astronautas recolectaron suficientes semillas de gramíneas salvajes, con granos muy pequeños y difíciles de recolectar en grandes cantidades.
—“Si alineamos estas raíces cerca del río, podrán recoger agua más fácil”— explicaba Amira a un grupo de erectus, señalando con un palo —“El agua no baja sola; hay que pensar cómo guiarla.” —
Muchas de las lecciones que los astronautas daban a los locales, eran cuidadosamente preparadas mediante consultas a las computadoras de la lazadera, enlazada por radio con la Odiseum. Los astronautas solicitaban información y la inteligencia artificial Lumen les remitía información, videos y fotografías para asistirles en la tecnificación que permitiría la lenta evolución de los homínidos locales que habían tomado bajo su protección.
Los homo erectus más jóvenes imitaban sus gestos y sus sonidos, mientras los adultos observaban desde la distancia. Algunos comenzaban a repetir sílabas, imitando tonos y acentos de los humanos, esbozando un lenguaje protohumano que siglos después inspiraría el desarrollo de las primeras lenguas humanas.
Los erectus empezaron también a adoptar rituales simples, inspirados por los humanos: encendían hogueras en círculos para marcar territorios, imitaban ceremonias de saludo, y hasta inventaban rudimentos de danza alrededor del fuego.
Amira y Leia observaban estos experimentos culturales con fascinación:
—“Las tribus parecen pequeñas sociedades emergiendo”— comentó Amira —“Cada gesto, cada ritual… es un paso hacia la civilización.” —
—“O una copia imperfecta”— replicó Leia —“Algunos gestos son peligrosos si los malinterpretan. La línea entre aprendizaje y accidente es finísima.” —
La vida en la Edad del Hielo también estaba llena de peligros. Un día, mientras Jonas enseñaba a los erectus a rastrear huellas de mamuts, un rugido resonó desde la ladera cercana. Un felino gigantesco, similar a un panthera atrox, descendió veloz entre la maleza.
—“¡Todos dentro del perímetro!” — gritó Erik, señalando los sensores mientras preparaba el rifle de pulsos para enfrentar a la bestia si era necesario. Los erectus corrieron a esconderse, mientras la tripulación activaba las barreras electromagnéticas.
—“¡Mierda, está demasiado cerca!”— exclamó Leia, ajustando la energía de los generadores. El felino saltaba sobre troncos y rocas, oliendo el aire, mientras las luces y el zumbido de los dispositivos le hacían retroceder unos pasos —“Si rompe esto, estamos muertos.” —
Roderic corrió hacia una pila de combustible nuclear, colocando imanes de seguridad para protegerla. Igual que Erik, preparó su rifle por si acaso.
—“No vamos a perder otra pila como la última vez, gatito.” — gruñó cínicamente, mientras el felino rugía con furia. Amira ayudaba a asegurar el perímetro, lanzando chispas de alerta para disuadir al depredador.
Los lugareños estaban acurrucados dentro del perímetro del campamento, confiando plenamente en sus defensores humanos.
Finalmente, con un rugido que sacudió la ladera, el felino retrocedió, y la tripulación soltó un suspiro de alivio.
—“Cada vez que salimos al bosque, siento que la historia podría escribirse con nuestra sangre”— murmuró Maya.
—“O con fuego y metal.”— replicó Jonas con ironía.
La vida seguía su flujo, mientras el campamento se adaptaba, las tribus locales se renovaban con lentitud y los tripulantes lidiaban con sus vidas personales.
Jonas y Maya se habían consolidado como pareja funcional; la necesidad de afecto mutuo había dado lugar a un hogar improvisado en la caverna central. Su hija correteaba entre los erectus, mientras su hijo aprendía a rastrear animales siguiendo las enseñanzas de Jonas.
Erik y Amira habían tomado decisiones más arriesgadas: la concepción de un hijo híbrido, usando óvulos de Amira y esperma de Erik, implantados en una homo erectus confiable que vivía con ellos dentro del perímetro en el campamento. El niño crecía con dos madres y un padre, protegido y educado dentro de la colonia humana, un millón de años antes del inicio de la historia humana. La contemplación de este pequeño ser les llenaba de orgullo, y también de un temor constante: ¿hasta dónde podían los humanos alterar la historia y la evolución?
A su vez, Leia y Roderic mantenían una relación algo más compleja. Leia seguía siendo distante, fría y estratégica, al mismo tiempo permitía a Roderic cierta cercanía. Las largas jornadas de trabajo juntos fomentaban tensiones sutiles, mezclando admiración, deseo y frustración.
—“Roderic, ¿crees que los homínidos alguna vez nos entenderán?” —preguntó Leia una noche mientras revisaban sensores y comunicaciones con la lanzadera.
—“Tal vez no del todo.” — respondió él, apoyando la mano sobre la suya —“Saben que estamos aquí. Eso basta para que nuestra historia pase de boca en boca.” —
—“No saben de dónde vinimos.”— murmuró Leia —“Y aún así nos siguen. Y parece que nos veneran como dioses inalcanzables. Eso me desconcierta.” —
—“Tal vez sean la esencia de lo que somos los humanos: seres quebrados que necesitan alguien en quien confiar. Necesitan que alguien tenga el control de lo que desconocen. Quizá eso es lo que ven en nosotros.” —dijo Roderic, más profundo de lo habitual.
—“Humanos quebrados… dioses falsos.”— susurró ella, más para sí que para él.
Una mañana se levantó helada, con un viento cortante que atravesaba hasta los huesos. Las nubes bajas teñían el horizonte de un gris metálico, presagiando un temporal. Los seis tripulantes revisaban los generadores de energía y los sensores perimetrales, mientras los Homo erectus se refugiaban en pequeñas cuevas improvisadas junto al campamento humano.
—“Esto no pinta bien.”— dijo Leia, ajustando las lecturas de radiación de las pilas —“La tormenta aumentará la carga estática, y cualquier chispa podría ser catastrófica.” —
—“No podemos parar la vida por miedo a un fenómeno natural”—respondió Erik, mientras inspeccionaba las cercas eléctricas —“Pero sí podemos prepararnos.” —
Las hojas de los árboles se agitaban violentamente y la nieve se mezclaba con polvo fino. Los primates humanos observaban a los tripulantes con temor y curiosidad. Amira, junto a Jonas, se movía entre ellos, asegurándose de que los niños erectus no fueran arrastrados por el viento:
—“¡No tengan miedo! ¡Manténganse cerca del fuego!”— gritaba Amira, mientras su voz cortaba el rugido de la tormenta.
La tripulación devenida en dioses que debían guiar el destino de la futura humanidad, también enfrentaba dilemas morales constantes: intervenir para guiar la evolución de los erectus, o dejar que la especie siguiera su curso, arriesgándose a que la chispa de la humanidad se extinguiera. Cada decisión era debatida con intensidad:
—“Si los ayudamos, creamos un bucle temporal.” — explicó Leia —“Condenamos su libertad futura al quitarles grados de libertad.” —
—“Si no lo hacemos, quizá nunca lleguen a ser sapiens.” — replicó Amira —“Nos volveríamos los asesinos del futuro. Además deberíamos tener en cuenta que quizá hemos llegado a una línea temporal diferente de la que partimos un millón de años en el futuro.” —
—“Yo creo que la humanidad existió gracias a nosotros.” —dijo Maya con un suspiro —“Aceptémoslo. Es un círculo imposible de romper. Si analizamos las leyendas: El caballero negro, los dioses que bajaron del cielo, las pintura rupestres de visitantes con escafandras, las leyendas de Enki en Gilgamesh, los inexplicables Ooparts, la leyenda de la planta rejuvenecedora y los medicamentos que usamos para ayudar a estos homínidos… y cuántas otras ‘leyendas’ más que se extenderán de boca en boca por la historia. Debemos aceptar que antes de los humanos otras civilizaciones avanzadas estuvieron presentes. Somos la prueba. Y otros más si es que envían alguna misión de rescate. Si alguien es enviado a rescatarnos, quedará varado igual que nosotros, en diversos períodos prehistóricos de la Tierra.” —
La vida era peligrosa y difícil para los homínidos en el Pleistoceno. Una mañana helada, mientras el sol apenas iluminaba los picos nevados, la alarma del perímetro sonó con un estruendo penetrante.
—“¡Intrusos!” —gritó Roderic, mientras corría hacia las torres de vigilancia.
Un grupo de hienas gigantes, adaptadas al frío de la Edad de Hielo, merodeaba en el borde del campamento. Sus mandíbulas eran lo suficientemente fuertes como para romper huesos humanos, y sus colmillos relucían bajo la luz matutina. Los Homo erectus, asustados, se apiñaban detrás de los troncos más cercanos.
—“¡Mantengan la calma! ¡No hagamos movimientos bruscos!” — ordenó Erik, coordinando a los demás — “Leia, activa los generadores de sonido y luz; Amira, Jonas, guíen la entrada de los erectus hacia la cueva para protegerlos. Que se muevan lentamente.” —
Un rugido resonó desde la espesura, y la nieve crujió bajo las patas de los depredadores. Las luces del campamento cegaron momentáneamente a los animales, mientras los sensores eléctricos generaban descargas que los hicieron retroceder unos pasos.
—“No podemos depender solo de la tecnología.”— murmuró Leia —“Si nos confiamos, uno solo de esos animales podría destruirnos.” —
—“Lo sé”— respondió Roderic, sujetando una lanza de alta densidad —“Estamos aprendiendo sobre la marcha. En la academia no nos entrenaron para vivir en el Pleistoceno. Este es un mundo salvaje, y tenemos que adaptarnos.” —
Los erectus más valientes, imitando a los humanos, comenzaron a arrojar piedras y palos, aprendiendo por ensayo y error cómo defender su territorio. Amira observó, fascinada y preocupada:
—“Es un entrenamiento rudo… y efectivo. Ellos empiezan a comprender la cooperación.”—
El encuentro terminó con las hienas retirándose, con la tensión grabada en todos. La tripulación sabía que cada día, cada estación, traería un nuevo desafío, y que la supervivencia requeriría más que armas y sensores: confianza y disciplina entre humanos y homínidos.
Los erectus empezaban a mostrar conductas de imitación y aprendizaje social más complejas: imitaban técnicas de pesca, compartían estrategias de defensa, y organizaban sus propias pequeñas manadas bajo supervisión.
Algunos de los jóvenes incluso comenzaron a diseñar herramientas rudimentarias inspiradas en los humanos, marcando los primeros pasos hacia la tecnología.
—“Miren esto” — dijo Jonas mostrando un modelo de lanza mejorada por un jovenzuelo —“La chispa de la innovación está encendida.”—
—“Y nosotros solo somos el combustible inicial.” —murmuró Erik, observando a los niños erectus jugar con entusiasmo.
Con los años, los humanos y los erectus establecieron una simbiosis cultural, en donde los “dioses de fuego y metal” enseñaban, protegían y guiaban, mientras los erectus ofrecían lealtad, trabajo y curiosidad.
Cada error, cada enseñanza, cada riesgo, quedaba registrado en la memoria de la especie. Los mitos nacían de la vida cotidiana:
—“Cada gesto cuenta.”— dijo Amira —“Cada acto nuestro será recordado por milenios, aunque ellos no lo sepan.” —
—“Y cada tragedia que evitemos o provoquemos… también.”— agregó Leia.
El campamento se convirtió en un epicentro de la civilización emergente, un lugar donde los humanos quebrados se transformaban en dioses, y los erectus en discípulos, testigos de los primeros pasos de la humanidad.
La línea entre mito y realidad se difuminaba, y los seis tripulantes comprendieron que su legado estaba asegurado… aunque pagaran un precio emocional incalculable.
Una noche, alrededor de un fuego gigante, los erectus entonaron sonidos guturales combinados con gestos aprendidos de la tripulación. Los jóvenes imitaban los movimientos de Amira y Jonas, mientras los adultos creaban símbolos con carbón sobre piedras planas.
—“Parecen estar creando un lenguaje simbólico.” — dijo Leia, observando desde la entrada de la cueva —“Cada gesto, cada símbolo, es un código primitivo. Si esto prospera, estamos viendo los albores de la escritura.” —
—“Y nosotros somos los maestros… o los dioses caprichosos”— añadió Roderic, con un dejo de ironía —“Nunca podremos salir de ese papel. Cada vez que enseñemos algo, esto se volverá parte de su cultura.” —
Amira asintió, con los ojos brillantes de emoción:
—“Cada lección que entreguemos es un legado. Cada historia que vivan, cada gesto, quedará grabado en la memoria genética y cultural de la especie.” —
Los erectus comenzaron a construir pequeños altares de piedras, donde depositaban frutas, huesos y objetos metálicos que imitaban los instrumentos humanos. Algunos erectus ancianos mostraban reverencia hacia las figuras humanas, mientras los jóvenes experimentaban con nuevas técnicas de fuego y herramientas.
El tiempo había pasado como un río lento y pesado en la Tierra del Pleistoceno. Las estaciones ya no eran una novedad para la tripulación del Odiseum, ahora convertida en los ancestros vivientes de un linaje que nunca debió existir.
Los niños habían crecido, correteaban entre los erectus domesticados en su incipiente campamento, y con ellos había llegado una nueva generación: hijos de dos mundos, herederos de un error cósmico convertido en mito.
El campamento ya no era una simple empalizada de troncos y sensores enterrados. Ahora se alzaba como una pequeña fortaleza de piedra, con corrales, zonas de cultivo, fogatas rituales y un perímetro custodiado por centinelas erectus que blandían lanzas reforzadas con puntas metálicas fabricadas en el taller improvisado por Roderic y Leia.
La hija de Jonas y Maya, Nalia, había unido su vida a Kael, el hijo de Erik y Amira. Juntos, irradiaban un extraño magnetismo, como si el cruce de sangres hubiera producido algo más fuerte que la suma de sus partes.
El hijo mayor de Jonas y Maya, Darion, había encontrado compañía en Lyra, la hija de Leia y Roderic. La relación entre ellos era intensa, marcada por juegos de poder y alianzas, como si el germen de la política ya estuviera naciendo en sus jóvenes corazones.
—¿Te das cuenta?— susurraba Maya a Jonas, observando a sus hijos reír con los de Erik y Leia junto a la fogata —“No hemos creado una familia… hemos creado un pueblo.” —
Jonas sonrió, cansado, con las arrugas endurecidas por la intemperie.
—“Y como todo pueblo, pronto querrán más de lo que tenemos.” —
Esa noche, en el centro del campamento, se reunieron todos: humanos, híbridos y los erectus más cercanos a la expedición. El fuego iluminaba los rostros tensos, las sombras bailaban como si fueran espíritus antiguos.
Erik tomó la palabra. Su voz sonaba más grave, cargada de años y de la resignación de quien sabe que no regresará jamás a su hogar.
—“Hoy he dado una orden a Lumen”— dijo, y todos los presentes guardaron silencio. La Inteligencia Artificial, orbitando en la Odiseum sobre ellos, seguía atenta cada palabra —“Le he ordenado que, desde este día, reciba órdenes también de nuestros hijos.” —
Erik explicó:
—“Nunca buscamos ser otros dioses en este planeta. Nos convertimos en ellos. Y por lo que sabemos, la humanidad no nació ni evolucionó de la nada: nació de los conocimientos que nosotros implantamos en nuestros antepasados. Negarlo es cerrar los ojos a la verdad.” —
Amira lo miró, con ojos brillantes.
—“El mito ya está escrito. Nosotros somos el principio de una línea que nunca debió existir… pero existe. Y existirá.” —
Los jóvenes, nativos en un planeta nuevo y agreste, veían en el destino sus nuevas esperanzas.
—“Queremos volar”— dijo Nalia, con los ojos encendidos —“La lanzadera aún puede recorrer grandes distancias, ¿verdad? Queremos dar la vuelta al planeta. Conocer las tierras más allá de los glaciares.” —
Kael, junto a ella, sostuvo su mano.
—“El mundo no termina aquí. Si vamos a ser el inicio de algo, tenemos que verlo todo.” —
Al día siguiente, en una cueva cercana al campamento, un erectus tomaba trozos de ocre rojo y dibujaba en la roca. Lo hacía con cuidado reverencial, como si en cada trazo plasmara un secreto que debía trascender generaciones.
Figuras altas, con manos extendidas. En una de esas manos, el fuego ardía. En otra, un extraño objeto en forma de ala representaba a la lanzadera de los dioses. Los hombres altos miraban al cielo, mientras abajo los erectus los seguían con temor y esperanza.
Amira observó la pintura en silencio, con el joven híbrido —su hijo— a su lado.
—“Y así comienza el mito”— susurró para sí —“Nosotros, los dioses que nunca fueron dioses. Hombres atrapados en el tiempo.” —
El fuego dibujaba siluetas difusas en las paredes. Mientras tanto, en la cueva, la pintura aguardaba para sobrevivir miles y miles de años, hasta que futuros humanos la hallaran y la llamaran mitología.
FIN
Tags:
#CienciaFicciónDura
#ViajesEnElTiempo
#ParadojaTemporal
#TopologíaDelUniverso
#ExploraciónEspacial
#HomoErectus
#EvoluciónHumana
#RelatoDeSupervivencia
#ConflictoEticoMoral
#Colonización
#DistopíaUtopíaTemporal
#AislamientoHumano
#MitologíaOrigenDeLaHumanidad
#ThrillerCientífico
#RodriacCopen
No hay comentarios:
Publicar un comentario