Fábula Romántica
Espejo Roto
El conde Ludovico de Montferrat llevaba siglos viviendo en su caserón desvencijado, un lugar tan grande como impráctico, con habitaciones que parecían diseñadas para que el polvo se sintiera a gusto y escaleras que gemían a cada paso. Pero él no se quejaba: le bastaba con su jardín, un territorio secreto donde, en vez de rosas, cultivaba flores nocturnas. Allí, bajo la luz de la luna, bebía néctar con la delicadeza de un colibrí aristocrático.
A diferencia de sus parientes, que se enorgullecían de los colmillos y la tradición sangrienta, Ludovico detestaba la violencia. Si alguna vez lo invitaban a una cacería de medianoche, él alegaba migrañas o problemas de estómago, excusas que sus congéneres consideraban inverosímiles. —“Lo tuyo no es el vampirismo, le dijo una vez un primo, es la botánica.”—
Su mayor melancolía, sin embargo, estaba en un objeto: un viejo espejo, roto en múltiples fragmentos, heredado de su bisabuela, que juraba haber visto en él a Dante Alighieri. Ludovico lo observaba todas las noches y apenas alcanzaba a intuir un pómulo, un mechón, un gesto entre sombras. Creía que nunca sería digno de amar, porque ¿qué podía ofrecer un hombre que ni siquiera podía mirarse al espejo?
Una noche, vencido por el tedio y cierta nostalgia, decidió visitar el Museo de Artes Moderno. Paseaba con su andar de aristócrata fuera de época cuando se detuvo ante una vitrina de espejos venecianos. Fue entonces cuando la vio: una mujer inclinada sobre una lupa, con guantes blancos y la expresión de quien sostiene el tiempo entre los dedos.
—"¿Disculpe...?"— preguntó él, con un tono tímido y dubitativo.
—"El museo está cerrado, señor"— respondió ella, sin levantar la vista.
—"Oh, qué pena. Justo cuando empezaba a sentirme contemporáneo."—
Ella rió, sorprendida. Su nombre era Clara, restauradora de espejos antiguos y especialista en devolver reflejos perdidos. Le llamó la atención aquel hombre alto, vestido como si hubiera salido de una litografía sepia. Había en él un aire discreto y melancólico, como si pidiera disculpas por existir.
Conversaron, primero de espejos, luego de jardines, más tarde de la soledad de los tiempos modernos. Él se maravillaba de que una persona pudiera hablar de amalgamas de plata con la misma pasión que otros hablan de fútbol. Ella, a su vez, se divertía con su cortesía extraña, su manera de pronunciar las palabras como si fueran piezas frágiles.
Pocos días después, Clara aceptó visitar el caserón. Ludovico, nervioso, había preparado el jardín como si fuera un salón de baile vegetal: flores abiertas, caminos iluminados por farolas antiguas, una mesa con copas de cristal llenas de del dulce néctar de sus flores. Ella encontró todo excéntrico y encantador.
—"¿Y ese espejo?"— preguntó, al ver el marco barroco apoyado contra la pared.
—"Mi más íntima condena"— suspiró él —"No devuelve ninguna imagen de mi persona."—
Clara se acercó, examinó las grietas y, con la naturalidad de quien acomoda un florero, pasó su mano por el vidrio. Entonces ocurrió lo insólito: el reflejo de Ludovico apareció, fragmentado pero nítido, como si las piezas hubieran estado esperando la presencia de ella para unirse.
—"¡Pero...!"— balbuceó él —"Llevo siglos sin verme..."—
—"Quizá el espejo no estaba roto, Ludovico"— dijo ella, con una sonrisa tranquila —"Quizá sólo esperaba a la compañera adecuada."—
El conde quedó atónito, tanto que olvidó su habitual solemnidad. Se miró una y otra vez, tocándose el rostro como quien descubre que tiene cara. Y luego, con un atisbo de humor, murmuró:
—"Lo malo es que me esperaba más guapo."—
—"Se nota que nunca trató con restauradores — replicó ella —"Nuestra especialidad es hacer que lo gastado luzca hermoso otra vez."—
Desde aquella noche, Clara fue restaurando no sólo el espejo, sino también la vida de Ludovico. Él le enseñó a beber néctar de jazmines nocturnos, ella lo arrastró a cafés y librerías donde él se confundía con un profesor distraído. Se reían de los malentendidos: él no sabía usar el celular, ella fingía no notar que él evitaba los restaurantes demasiado “carnívoros”.
Al final, lo comprendieron juntos: la ternura podía devolver lo que siglos de soledad habían borrado. Ludovico ya no temía ser invisible, porque Clara lo veía con claridad.
Y así, en un caserón que ya no parecía tan frío, entre espejos restaurados y flores nocturnas, el vampiro y la restauradora descubrieron que el amor no sólo se refleja en los espejos. Se multiplica en cada corazón.
FIN
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