Reflexión
El Precio Oculto de Ser Tú Mismo
El hombre moderno vive atrapado en una paradoja: quiere ser fuerte, pero no quiere pagar el precio de la fortaleza. Desde pequeños se nos enseña que ser fuerte es ser duro, controlar, triunfar. Lo que nadie dice es que, cuando la fuerza se convierte en máscara, termina siendo una prisión.
Aclaremos algo: cuando hablo del “hombre moderno” no me refiero de manera sexista al género masculino. Hablo del ser humano. Y si elijo esa expresión es porque nací hombre, y uso mi género como punto de partida. Nada más.
Dicho esto, volvamos al centro del problema.
Tanto hombres como mujeres hoy quieren ser fuertes, pero nadie quiere pagar el precio que eso implica.
Muchos caminan con la espalda erguida y el gesto firme, convencidos de que nada los hiere, mientras por dentro libran guerras invisibles contra sus miedos e inseguridades. Esa contradicción no se resuelve: se disfraza. La sociedad aplaude la fachada, pero ignora el costo de las almas desgastadas. Y el costo es brutal: ansiedad, soledad, rabia contenida, desconfianza, depresión crónica, tristeza infinita.
En un mundo plagado de incertidumbres, ser auténtico parece un acto suicida. Mostrar fragilidad se percibe como abrir la puerta a la humillación. Entonces preferimos aislarnos. Y ese aislamiento no es descanso: es esconderse para que nadie nos vea rompernos. La autenticidad, que podría ser un puente hacia los demás, se convierte en un lujo demasiado caro.
Créeme: ser auténtico en este mundo se paga caro. Yo lo he pagado.
Y en esa soledad del que no se acepta, aparecen los sustitutos. Cuando la vida real se vuelve insoportable, surge la necesidad de creer en cualquier cosa que otorgue sentido o distraiga: drogas, alcohol, gurús baratos, fórmulas de éxito instantáneo, teorías conspirativas que ofrecen la ilusión de que alguien, en algún lugar, tiene el control. Es más fácil refugiarse en toda clase de basura que enfrentar la realidad desnuda: un mundo incierto, un yo lleno de dudas, un futuro sin garantías.
No es debilidad lo que nos carcome. Es miedo. Miedo a mostrar la grieta. Miedo a que, si los demás ven lo roto, todo se derrumbe. Pero la verdad es que el derrumbe ya ocurrió, en silencio, mucho antes: el día en que decidiste no aceptarte como eres. La fuerza que tanto defiendes no es más que un cascarón; la autenticidad que podría liberarte sigue prisionera dentro de ti.
El verdadero desafío no es volverse más duro ni más invulnerable. Es volverse más humano. Y que el juicio de los demás importe un carajo. Ser fuerte no significa callar el dolor ni ocultar las lágrimas. Ser fuerte es tener el coraje de decir: “esto me asusta, esto me duele, esto no lo sé”. La fortaleza no se mide en lo que escondes, sino en lo que eres capaz de mostrar sin la máscara social que tanto te exige.
Quizás el hombre moderno todavía no lo comprenda del todo. Pero en el fondo lo intuye: la salida es una sola. Dejar de refugiarse en ficciones y empezar a habitar la verdad propia, aunque duela. Porque el precio de negarla siempre será más alto que el de enfrentarla.
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