domingo, 3 de agosto de 2025

Pulp Section: "Cartas Desde la Habitación Seis"

 


Cartas Desde la Habitación Seis

Romance 


No estaba buscando nada en particular. Ni muebles, ni recuerdos, ni siquiera una excusa para salir de casa. Pero ese día, después de caminar sin rumbo fijo,  me encontré admirando una subasta de objetos viejos. El Hotel La Bruma, un caserón húmedo frente al puerto, liquidaba lo último que tenía antes de su demolición.

Me llamó la atención una cómoda torcida, de roble oscuro, que olía a encierro. Nadie la quería. Me pareció un buen gesto llevarla a casa y restaurarla. De alguna manera íntima y personal, evitar que desapareciera para siempre.

Esa misma noche, mientras la limpiaba, noté una ranura en el fondo de uno de los cajones. Hice algo de presión. Y saltó una tapa.

Para mi asombro, había un fajo de cartas atadas con un cordel. El papel era grueso, amarillento, y la tinta casi marrón.

Todas estaban firmadas igual, con las iniciales M. L.

Las cartas no tenían dirección ni nombre de destinatario. Lo único que pude encontrar fueron fechas, entre 1954 y 1957. Empecé a leer la primer carta en el suelo, sin saber que algo dentro de mí, a través de un gesto tan común, iba a cambiarme la vida.

La voz que encontré en el interior de esas cartas era íntima, adolorida y hermosa.

Un hombre le escribía a una mujer sin mencionar su nombre, pero con una intensidad que quemaba el alma.

Le hablaba de cosas pequeñas, que parecerían insignificantes para cualquiera, menos para los amantes. Hablaba de cómo ella se recogía el cabello, del sonido de su risa desde el pasillo del hotel, del silencio cuando no estaba.

Escribía como si a través de las palabras, lograra mantenerse en pie, sin romperse del todo.

Esa noche leí tres cartas. O quizás cuatro. No recuerdo, perdí la cuenta.

Pasaron algunas semanas. Las cartas que llegaron imprevistamente a mi vida, se convirtieron en un refugio. Me acompañaban en las mañanas, al regresar del trabajo, y en las madrugadas en las que no podía dormir.

Trabajo como copista en un juzgado. Me paso el día tipeando sobre historias ajenas a mi vida, algunos amores fallidos, contratos rotos. Pero aquellas cartas, en cambio, afectaron a mi vida. Me hicieron resonar por dentro. Y sin embargo, a pesar de la belleza que destilaban a través de un amor incomparable, nunca fueron enviadas.

Con las lecturas, sentí que empezaba a conocer al autor. Empecé a reconocer su voz. Su desesperada educación. La forma de sostener ese mundo que había desarrollado en papel y tinta.

Y decidí que quería buscarlo.

Pregunté en un montón de librerías por autores con nombre que empezaran por M.L. Parecía una búsqueda imposible.

Hasta que un librero se acordó de un autor local. Revolviendo entre libracos y enciclopedias, lo encontró: Matías Leroux. El libro era una serie de cuentos para niños. Por el estilo de las frases y el ritmo, reconocí a mi autor desconocido.

No era famoso. En realidad no era nadie en la industria de los libros. Busqué la dirección de la imprenta y me dieron la única dirección conocida del autor, sacada de una agenda añosa y olvidada. Una pensión cerca del puerto.

Fui un viernes, después del trabajo, casi al anochecer. El aire olía a sal y herrumbre. El administrador de la pensión me dijo que buscara en la habitación Seis. Buscando, encontré la puerta con el número pintado a brocha, torcido. Toqué tres veces y esperé.

Tardó en abrir.

—"¿Sí?"—

El hombre tenía un rostro triste y surcado de arrugas, el cabello tachonado de blanco. Los ojos grises y tristes, me hicieron recordar a una tormenta lejana.

—"¿Es usted Matías Leroux?"—

Asintió.

—"Encontré algunas cartas. Creo que son suyas"— dije, sacando una del bolso.

Sus ojos se clavaron en mí como cuchillas.

—"Eso no debía salir de donde estaba"— dijo con una leve sonrisa.

—"Lo sé. Pero salió. Y después de leer, quiero entender por qué nunca las envió."—

No dijo nada. Abrió la puerta un poco más, invitándome a pasar. Entré.

Volví cada viernes.

Al principio hablábamos poco. Él era huraño, casi hostil. Me ofrecía café en tazas rajadas. Yo le leía algunos fragmentos. A veces desviaba la mirada. A veces se quedaba quieto, como si estuviera escuchando el eco de su yo más joven.

Con el tiempo, las palabras empezaron a fluir.

La mujer de las cartas se llamaba Isadora. Era pianista. Y había vivido en la habitación contigua a la suya en el Hotel La Bruma. Me dijo que nunca se atrevió a hablarle de su amor.

Para cuando se armó de valor y se decidió, Isadora murió de un aneurisma. Tenía veintiocho años. Las cartas, según me dijo, fueron la forma que encontró para no morir con ella.

Un viernes cualquiera, le llevé una carta mía. La había escrito años atrás, para mi hijo. Solo vivió tres días. Le contaba cosas que nunca pude decirle mientras respiraba.

Matías la leyó sin apuro. Luego me miró sin lástima. Solo con una tristeza serena, como si entendiera que algunas cosas no necesitan palabras.

Después de eso, el silencio entre nosotros cambió. Se hizo más denso, con mayor significado y también más cálido.

Nunca dijimos que nos queríamos. Ni siquiera que nos necesitábamos. Pero supimos compartir la soledad de nuestros días con un lenguaje secreto y adulto.

Íbamos a caminar por las calles húmedas, a ver películas viejas, a leer en silencio en su habitación. Él todavía escribía en hojas sueltas, o en servilletas. Yo no preguntaba. Solo me quedaba.

Un día me dijo:

—"¿Sabes por qué me gustas?"—

Lo miré, sorprendida.

—"Porque no tratas de arreglarme."—

Sonreí. Él también.

Una tarde de noviembre, me escribió una carta. Me la entregó en mano, sin palabras.

La leí en casa.

Celeste,

Por años escribí cartas a una mujer que solo existía en mi mente. Nunca pensé que ese el silencio me contestaría.

Tú eres la carta que nunca me atreví a imaginar.

Esta vez, escribo para que leas. Para que sepas.

No te pido nada. No te espero.

Me basta con que estés.

—M.


Lloré sin hacer ruido.

Guardé la carta en la cómoda. La até al resto con el mismo cordel. Cerré el doble fondo. No las estaba escondiendo, las estaba dejando como una herencia secreta.

Por si alguien más, algún día, necesita saber que no está solo.

FIN







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