Fábula
El Pastor Que Sabía Compartir
por Rodriac Copen
En Oryx, ese planeta donde las cabras tienen seis patas y las nubes saben a óxido, un pastor se tiró bajo un árbol que daba sombra como quien da dinero a un mozalbete: a regañadientes. El sol local pegaba con tres soles de diferencia, y el pobre hombre ya no sabía si estaba cuidando rebaño o alucinando cabras mutantes.
En eso apareció un viajero. Venía más gastado que un zapato de feria: los labios cuarteados, la piel como cuero olvidado en un horno. Tenía esa cara de “dame algo o me muero acá mismo ensuciando el camino".
El pastor, que no era precisamente un santo pero tampoco un cretino, le invitó a compartir la sombra fresca del árbol.
El viajero se sentó al lado del campesino, mientras éste le alcanzó su odre de agua. El viajero lo bebió como si estuviera mamando del mismísimo manantial de un paraíso.
—"¿Por qué me ayudas?"— preguntó, todavía con voz de cadáver resucitado.
El pastor lo miró de arriba abajo, se acomodó el sombrero de fibras sintéticas y largó la frase como si fuese un chiste barato en una taberna espacial:
—"Mira... si vivimos en sociedad, no tiene ningún sentido no ayudarnos los unos a los otros."— reflexionó el pastor. —"Si no quieres ayudar a nadie, pues... vive solo en las montañas, alejado de todos."—
El viajero parpadeó, como si no esperara tanta filosofía gratis junto a un pastor ignorante. Apenas alcanzó a asentir. Se quedó un rato en la sombra escasa, compartiendo ese silencio incómodo de dos tipos que saben que la vida es demasiado corta para andar discutiendo por centímetros de frescura.
Unos días después, el pastor volvió a encontrarse con aquel viajero. Solo que no era un don nadie: resultó ser un señor de la guerra, con tropas, banderas y esa mirada de “soy importante porque puedo mandar a la gente a morir por mí”.
El señor recordó el odre, la sombra miserable y la frase ridícula. Y ordenó a sus tropas:
—"A este pastor no lo toquen. Que sus cabras mutantes pasten tranquilas."—
El pastor agradeció, aunque en su interior pensó: “Todo este teatro por darle agua a un tipo sediento... la vida en Oryx a veces se parece a un chiste cósmico”.
Y así siguió cuidando sus bichos de seis patas, convencido de que la sombra y el agua compartidas valen más que un ejército entero.
FIN
El Pastor Que Sabía Compartir
por Rodriac Copen
En Oryx, ese planeta donde las cabras tienen seis patas y las nubes saben a óxido, un pastor se tiró bajo un árbol que daba sombra como quien da dinero a un mozalbete: a regañadientes. El sol local pegaba con tres soles de diferencia, y el pobre hombre ya no sabía si estaba cuidando rebaño o alucinando cabras mutantes.
En eso apareció un viajero. Venía más gastado que un zapato de feria: los labios cuarteados, la piel como cuero olvidado en un horno. Tenía esa cara de “dame algo o me muero acá mismo ensuciando el camino".
El pastor, que no era precisamente un santo pero tampoco un cretino, le invitó a compartir la sombra fresca del árbol.
El viajero se sentó al lado del campesino, mientras éste le alcanzó su odre de agua. El viajero lo bebió como si estuviera mamando del mismísimo manantial de un paraíso.
—"¿Por qué me ayudas?"— preguntó, todavía con voz de cadáver resucitado.
El pastor lo miró de arriba abajo, se acomodó el sombrero de fibras sintéticas y largó la frase como si fuese un chiste barato en una taberna espacial:
—"Mira... si vivimos en sociedad, no tiene ningún sentido no ayudarnos los unos a los otros."— reflexionó el pastor. —"Si no quieres ayudar a nadie, pues... vive solo en las montañas, alejado de todos."—
El viajero parpadeó, como si no esperara tanta filosofía gratis junto a un pastor ignorante. Apenas alcanzó a asentir. Se quedó un rato en la sombra escasa, compartiendo ese silencio incómodo de dos tipos que saben que la vida es demasiado corta para andar discutiendo por centímetros de frescura.
Unos días después, el pastor volvió a encontrarse con aquel viajero. Solo que no era un don nadie: resultó ser un señor de la guerra, con tropas, banderas y esa mirada de “soy importante porque puedo mandar a la gente a morir por mí”.
El señor recordó el odre, la sombra miserable y la frase ridícula. Y ordenó a sus tropas:
—"A este pastor no lo toquen. Que sus cabras mutantes pasten tranquilas."—
El pastor agradeció, aunque en su interior pensó: “Todo este teatro por darle agua a un tipo sediento... la vida en Oryx a veces se parece a un chiste cósmico”.
Y así siguió cuidando sus bichos de seis patas, convencido de que la sombra y el agua compartidas valen más que un ejército entero.
FIN
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