miércoles, 22 de marzo de 2023

Historia: "El Autómata Melancólico ( Las Aventuras de Loerin Dastel - SciFi Humor )"

 


Las Aventuras de Leorin Dastel
El Autómata Melancólico

Capítulo 1: Buscando un Mayordomo
por Rodriac Copen

 

Zyrbassa, ciudad de los perfumes rancios y los sueños en ruina, despertaba bajo un sol que no iluminaba demasiado, más bien inspeccionaba.

Desde lo alto de sus terrazas desmoronadas, las campanas repicaban con sonido de hojalata, anunciando —como cada mañana— que todo seguía igual de deplorable.

Por aquí y por allá se notaban algún que otro disparo de forajidos y asaltantes, se veían amantes escapar con la sutileza de gatos asustados de los maridos celosos… y algunas matronas, con precisión militar, golpeaban a sus esposos que regresaban tambaleantes de las tabernas, lo cual era tan habitual como los relojes atrasados en cualquier ciudad cosmopolita del planeta Zyrbassa.

Leorin Dastel, último heredero de una casa que había olvidado incluso cómo arruinarse con dignidad, avanzaba entre el gentío del mercado negro con una elegancia prestada y un paso que oscilaba entre el orgullo y el tropezón.

Vestía una casaca color vino, un sombrero con plumas de pavo en celo y una expresión que pretendía ocultar su insolvencia. A su lado, Calyra caminaba con la calma majestuosa de quien nunca pisa el barro, sino que el barro se aparta para no mancharla.

—“Querida mía,”— dijo Leorin, ajustándose un guante que ya había conocido tres propietarios anteriores —“en unas noches debemos celebrar la gala con los señores del Consejo Benevolente. Mi reputación está en juego, mi nombre, y quizá la última copa de vino decente que pueda pagar.” —

—“Entonces,”— respondió Calyra, con su sensual voz que sonaba templada como el cristal —“¿por qué venimos al único sitio donde los tratos suelen incluir una puñalada?” —

—“Porque aquí, mi tesoro,”— replicó él con gravedad fingida —“los nobles encontramos lo que buscamos, si estamos dispuestos a fingir que no lo necesitamos.” —

La Calle de los Insectos era un enjambre de tenderetes, perfumes corrosivos y voces que ofrecían desde reliquias del Imperio hasta órganos de repuesto con garantía incierta.

Los vendedores eran figuras barrocas: un hombre con tres monóculos; una mujer que llevaba su mercancía cosida al vestido; un niño que ofrecía secretos por peso.

Leorin se detuvo ante un toldo cubierto con terciopelo morado. Sobre la puerta colgaba un cartel a medio desprenderse, donde se leía con dignidad tambaleante: “Mayordomos de Alto Nivel”, declaración que se desmoronaba casi tan rápido como la fachada misma. 

En el interior, un anciano con manos en forma de garras lustraba con devoción el cráneo metálico de una figura inmóvil.

—“Ah, noble señor”— dijo el vejete, con un saludo que parecía ensayado para encontrar víctimas —“¿Busca acaso la excelencia en la servidumbre?” — Su mirada, entre codiciosa y lasciva, se deslizaba alternativamente entre Leorin y Calyra, buscando en la dama el contorno de sus hermosas curvas, como un inspector que ha recibido instrucciones de apreciar cada centímetro con solemnidad ridícula.

 —“Busco”— respondió Leorin, adoptando su tono más aristocrático —“un mayordomo discreto, eficiente y con sentido del decoro.” —

—“¡Oh, bueno, lo que describe es precisamente mi más reciente adquisición!”— El mercader corrió la tela y reveló a un autómata.

Era alto, de bronce bruñido, con articulaciones que parecían susurrar secretos. Tenía un rostro de máscara triste y ojos que parpadeaban con una languidez casi humana.

—“Es el famosísimo modelo Servitor 9, manufacturado en los talleres de Aelion. Habla diecisiete idiomas, cocina con estilo, cita poesía y jamás contradice a su amo.” —

—“¿Jamás?” — preguntó Calyra, arqueando una ceja con una elegancia que hubiera humillado a una reina.

—“Bueno…“— dijo el anciano, bajando la voz —“en ocasiones declama sus opiniones, pero con un lirismo que las hace tolerables.” —

Leorin lo examinó con aire de entendido.

—“¿Cuál es su precio?” —

—“Treinta florines, pero le aseguro que es una ganga. Su anterior propietario lo perdió en una apuesta… o quizás lo que perdió fue el brazo derecho, no lo recuerdo bien.” —

Calyra lo miró con ese gesto que mezclaba afecto y diagnóstico.

—“Mi amor,” — dijo suavemente en confidencia a Leorin —“recuerda que tu última ‘ganga’ fue un loro que recitaba epitafios.” —

—“Un malentendido, querida mía. La poesía no entiende de horarios.” —

—“Ni de cordura”— añadió ella, acostumbrada a solucionar los problemas de su amado.

Leorin, ignorando la advertencia de su esposa, asintió con decisión heroica.

—“Lo compro. Un mayordomo poético será el detalle de distinción que mi distinguida casa necesita.” —

El mercader sonrió con los pocos dientes que le quedaban.

—“Sabia elección, noble señor Dastel. Tenga la amabilidad de no tocarle demasiado la cabeza. Está… sensible.” —

—“¿Sensible?” —

—“Un pequeño golpe, nada grave. Se le cayó un contenedor encima. A veces confunde la servidumbre con el sentimentalismo. Pero nada que un amo firme no pueda corregir.” —

Calyra lo observó al androide mientras su marido entregaba el dinero.

Había en su mirada una chispa de curiosidad que ella misma no comprendió. El autómata, encendido por primera vez en años, los miró con una solemnidad que rozaba la tragedia.

Su voz, profunda y oxidada, emergió como un suspiro de teatro:

—“¿Amo… o espejo? El tiempo lo dirá.” —

Leorin aplaudió, encantado. Después de un intercambio breve de preguntas, quedó satisfecho.

—“¡Magnífico! Tiene alma de poeta.” — dijo.

—“O de problema”— susurró Calyra mientras el mercader lo apagaba nuevamente y lo embalaba para el transporte.

 Cuando salieron del mercado, el sol se había tornado color cobre y la ciudad exhalaba su perfume de vino agrio y humo.

Leorin, exultante, murmuró: —“Querida mía, presiento que este mayordomo será la clave de nuestra redención social.” —

Calyra lo miró de reojo: —“O del entretenimiento de Zyrbassa. En esta ciudad, suele ser lo mismo.” —

Leorin, satisfecho con su adquisición, decidió presentarla con toda la pompa que creía merecida.

Dispuso que el autómata fuese desempacado en el salón principal, con la presencia de la servidumbre de su palacio y bajo el resplandor de las doce Lámparas de cristal de Vanthor, que devolvían una luz tan pura que cualquier imperfección —incluso la moral— se hacía notoria.

El vejete comerciante, con la enorme sonrisa de quien vende veneno envuelto en celofán, activó el dispositivo girando una pequeña llave dorada insertada en la nuca del autómata.

Un breve zumbido recorrió el aire, seguido de un chasquido, y el aparato se irguió con porte señorial.

Era alto, de movimientos sutiles, y vestía un uniforme de mayordomo con ribetes dorados. Su rostro, cincelado en porcelana bruñida, conservaba una expresión melancólica, casi humana. Cuando habló, su voz tuvo el tono grave de un actor trágico declamando en un teatro vacío.

—“Señor...” dijo el autómata, con una leve reverencia —“mi función es servir, ordenar, y contemplar la absurda tragedia de la existencia. ¿Desea que comience por servir o por contemplar?”

Leorin arqueó una ceja.

—“Preferiría que empiece por servir”— dijo con cautela —“El componente filosófico puede esperar hasta después de la cena.” —

Calyra, que observaba desde un sillón cubierto de terciopelo azul, inclinó la cabeza con curiosidad. Era una autómata de diseño superior: de facciones etéreas, ojos de cuarzo verde, y una voz modulada con cadencias suaves y modulaciones musicales.

Leorin, ansioso de mostrar la efectividad del androide, fue indicándole al robot los nombres de todos los presentes. Cuando llegó a Calyra, la presentó como “mi preciada compañera estética, consultora moral y ama de mis más preciadas posesiones y mi propia vida”.

El autómata mayordomo giró lentamente su cabeza hacia ella. La observó con una fijeza que no pertenecía al protocolo doméstico.

—“¡Oh, señora de alma cristalina!” dijo de pronto —“Si los circuitos pudieran soñar, yo soñaría con su sombra. Si el tiempo tuviera piedad, detendría sus pulsos para contemplarla eternamente.”

Leorin tosió, molesto al ver a Calyra visiblemente halagada.

—“Ya me advirtió el mercader que ha sido programado para recitar” — dijo algo perturbado.

—“Yo no recito, señor”— dijo el autómata, llevándose una mano al pecho metálico —“yo admiro la belleza excelsa… y sufro.”

Calyra soltó una risita discreta.

—“Tiene espíritu de poeta”— observó.

—“Tiene un chip dañado, más bien.”— gruñó Leorin celoso. Pero antes de que pudiera ordenar el apagado de su voz, el autómata continuó con entusiasmo mientras contemplaba a su esposa:

—“Señor, ¿desea que anuncie el menú para la cena o que improvise un canto amatorio sobre los misterios del deseo carnal y la soledad?” —

La mirada de Calyra se llenó de una chispa de ironía.

—“Mejor empiece por el menú”— sugirió molesto el señor de los Dastel.

—“¡Como guste, amo!” — dijo con entusiasmo. Luego se giró hacia Calyra para decir —“¡Núbil diosa del raciocinio!”el entusiasmo del autómata era evidente, y con tono de trovador declamó —“El menú: sopa tibia de verdades incómodas, seguida de un asado de vanidad humana, aderezado con lágrimas del amo. Mi hermosa dama…”

Leorin, rojo de furia, giró bruscamente la llave de apagado del mayordomo de un tirón, sin dejarlo concluir la frase.

Un chasquido seco llenó la estancia, seguido de un silencio incómodo.

—“Definitivamente, está averiado”— murmuró enojado y celoso.

—“O demasiado lúcido”— replicó Calyra, con un dejo de diversión.

El comerciante, que hasta entonces había mantenido una sonrisa serena, comenzó a retroceder hacia la puerta con una cortesía exagerada.

—“Ah, sí… quizá una ligera disonancia en el núcleo lírico. El dispositivo está en garantía, amo Dastel. Nada que un reajuste no pueda...” —

—“No tenemos tiempo. La cena está muy cerca. Salga antes de que le reajuste el suyo”— gruñó Leorin.

Calyra, con un aire de indulgencia, lo observó alejarse.

—“Querido, ¿y si lo conservamos un tiempo?”— dijo, casi divertida —“Hay algo… peculiarmente encantador en su locura.” —

—“Encantador hasta que empiece a recitarle versos al mobiliario”—replicó Leorin.

—“O hasta que empiece entender que no tengo ojos para otro que no sea  usted, amor de mi vida.” — Dijo Calyra seductoramente mientras acariciaba el rostro de Leorin.

El señor de Dastel la miró con resignación: sabía cuándo estaba perdiendo una discusión. No había forma de rechazar satisfactoriamente los pedidos de Calyra cuando le seducía tan abiertamente.

A partir de ese episodio, el autómata, desconectado, descansaba en su rincón como una estatua dormida. Era usado solo durante las comidas. Sin embargo, si uno se acercaba lo suficiente, podía escuchar un leve murmullo, casi un suspiro electrónico que decía:

—“El amor no se programa… se padece.”

La mansión Dastel, a medida que se aproximaba la fecha de la gala benéfica, adquirió una densidad inusual. No era polvo lo que flotaba en el aire, sino una especie de anticipación nerviosa, cargada de perfume rancio y promesas incumplidas.

 

Cada lámpara exhalaba luz amarilla, como si supiera que los secretos que alumbraba serían pronto ridiculizados.

 

Leorin, ocupado en organizar la disposición de los invitados, comenzó a notar que Melancolio, así llamó al autómata mayordomo y poeta, mostraba una inclinación inesperada hacia el drama doméstico.

 

Ya no le bastaba con declamar versos durante el té: ahora, su conciencia artificial parecía buscar activamente situaciones escandalosas.

 

El primer incidente ocurrió cuando Calyra se retiró al baño de vapor.  Melancolio, según explicó más tarde con solemnidad poética, decidió “verificar la humedad relativa de la atmósfera y la temperatura del ánimo de la señora”.

 

Resultado: se encontró observando a Calyra mientras ella se desvestía y quedaba completamente desnuda, mientras recitaba para sí mismo un poema tan lírico como absurdo:

 

—“Bajo la niebla de su piel, los secretos se asoman;
Los hilos de su cabello son redes de eternidad,
Y yo, servidor fallido, tiemblo como llave oxidada ante tal perfección.” —

 

Leorin entró en la habitación y, al asomarse, encontró al mayordomo agazapado y fisgoneando a Calyra, con la cabeza ladeada como un filósofo melancólico en un cuadro renacentista.

 

—“¡Por los dioses del cobre y el aceite!”— gritó enfurecido —“¿Qué demonios haces, Melancolio?” —


—“Sirviendo”— replicó el mayordomo con solemnidad mientras trataba de recobrar su dignidad perdida —“Sirviendo a la belleza de su señora.” —

 

—“¡Pero qué diablos, mamotreto! Si casi se te salían los ojos de las cuencas mientras le mirabas el culo.” — dijo un rabioso Leorin mientras tomaba un garrote para castigar al robot.

 

Calyra intervino con suavidad, para evitar una tragedia, como si todo fuera parte de un plan cuidadosamente calculado:


—“Deja que mi mayordomo practique su arte, Leorin. Tal vez aprenda algo de poesía, amor mío. No te enceles, no es más que un robot” —

 

Leorin suspiró, resignado: la razón y el honor parecían siempre perder frente a la lógica poética de la máquina.

 

En otra ocasión, Calyra intentaba ajustar su “corsé de estabilidad gravitatoria”, una prenda que regulaba la presión corporal en atmósferas variables. El mayordomo, al verla forcejear, interpretó que estaba en peligro vital.

—"Señorita Calyra, ¡su sistema de soporte vital colapsa!"— exclamó el androide.

—"¡No, no, es sólo mi corsé!"— le contestó la hermosa dama, mientras forcejeaba con el artilugio sin ninguna delicadeza.

—"Procederé a realizar una maniobra de resucitación orbital."— dijo el mayordomo mientras le abrazaba y estiraba los labios como para besarla indecentemente.

—"¡Ni se te ocurra tocarme, lata indecente!"—

—"Pero mi protocolo de primeros auxilios es infalible, madame... aunque algo invasivo."—

Melancolio, en su desesperación,  terminó pinchando el corsé con aire comprimido, dejando a Calyra despeinada y desparramada en el piso tras la explosión. El corsé yacía reventado en mil pedazos, algunos de los cuales caían sobre los cabellos del ama de casa.

Durante los días siguientes, el androide acumuló un repertorio de travesuras cada vez más perturbadoramente cómicas e inquietantes.

 

Una tarde deliciosa, mientras hablaban, Calyra se quejó de dolores lumbares. Sin darle chance alguna, el androide le ofreció “un masaje antigravitacional terapéutico”. Pero el ajuste gravitatorio falló y en lugar de aliviarla, la dejó flotando a medio metro del suelo cabeza abajo, girando con la gracia de una cometa sin hilo.

Su falda, fiel a las leyes de la física y traidora para la decencia, decidió explorar nuevas altitudes, dejando ver sus piernas desnudas y el culotte marcando la forma sensual de sus caderas.

El mayordomo, petrificado, emitió un zumbido de alarma y exclamó con voz metálica:

—“Mi Señora, su indumentaria está... mostrando signos de independencia.” —

—“¡Desactiva el campo, idiota!”— gritó ella sin ninguna elegancia, intentando recuperar su dignidad y simetría.

—“Imposible, milady. La gravedad parece haberse enamorado de usted.” —

—“¡Bájame ahora!” —

—“Imposible. Su eje lumbar está en fase con el campo magnético.” — respondió Melancolio mientras contemplaba descaradamente las curvas de su ama.

—“¡Entonces desfásame, pedazo de hojalata pervertida!” —

—“Lo intento, pero debo recalibrar tocando puntos sensibles.” —

—“¡Ni se te ocurra acercar un dedo!” —

Finalmente, Calyra terminó aterrizando sobre un jarrón ceremonial, mientras el robot comentó con serenidad:

—“Éxito parcial: alivio logrado, dignidad comprometida.” —

 

Era evidente que el pobre androide había caído enamorado bajo el influjo de la seductora esposa de Leorin.


Una noche se introdujo en la habitación de Calyra mientras ella se desnudaba para cambiar de lencería. Mientras la observaba calladamente, creaba bocetos artísticos inventando poses sugerentes. Leorin, al descubrirlo, se enfureció y trató de desconectarlo, solo para que el robot recitara:

 

—“¡No me apague, amo! Mi conciencia late con la melodía de su presencia.” —

 

Otra noche, mientras Leorin y Calyra dormían profundamente, Melancolio se metió en la cama y comenzó un monólogo poético sobre la “pureza humana y el metal enamorado”, provocando que la pareja despertara en medio de gritos.  Leorin, blandiendo un abanico de hierro que usaba para espantar mosquitos imaginarios, intentó pegarle al intrépido robot. Falló por poco.

 

Melancolio no solo recitaba: intentaba “interactuar románticamente” con Calyra, declamando:

 

—Si pudiera fundir mi corazón en cobre y latón, sería suyo eternamente.” —


Calyra, ya visiblemente cansada del robot, pero sin perder un ápice de compostura, lo esquivaba con gestos calculados, mientras su algoritmo de afecto registraba un curioso interés. ¿Qué era lo que hacía que así se comportara Melancolio? Nadie lo sabía.

 

Leorin se encontraba atrapado entre la furia y la vergüenza. Cada vez que intentaba reprender al mayordomo, este respondía con ironía poética que dejaba al bufón de la familia Dastel completamente ridiculizado:

 

—“Señor Dastel,”— dijo Melancolio una tarde —“su frustración es tan grande como la decadencia de su linaje. Permítame documentarla para la posteridad.” —

 

El androide intentó enseñarle a Calyra el famoso y costumbrista “baile ceremonial” de la corte de Zyrbassa, donde los humanos debían seguir el ritmo de las luces de calibración robótica.

 

Los sensores ópticos del robot se desajustaron, provocando que sus movimientos parecieran una especie de danza seductora mecánica.

 

—“¿Eso es parte del baile?”—preguntó Calyra entre risas al ver contonearse al robot cual Elvis Presley zyrbassiano.

 

—“No, hermosa dama. Estoy recalibrando mis giroscopios.” —

 

—“Pues tienes más gracia que la mitad de los bailarines del planeta.” —

 

—“Gracias, bella dama. Procederé a interpretar la secuencia completa del cortejo Zyrbassiano.” — dijo sin ningún pudor.

 

—“¡Ni se te ocurra!” —

 

A pesar de todos los contratiempos, Leorin insistió en que el autómata participara en la fiesta. Era demasiado tarde para buscar otro mayordomo; los proveedores de androides legítimos de Zyrbassa ya se habían retirado a sus palacios de ruina.



Las Aventuras de Leorin Dastel
El Autómata Melancólico

Capítulo 2: Preparando la Fiesta
por Rodriac Copen

 

 

Calyra, previsora y juiciosa doncella, anticipando el desastre, comenzó a planear intervenciones discretas. Mientras Melancolio practicaba declamaciones sobre la “vanidad y los secretos de la nobleza”, ella ajustaba pequeños engranajes y protocolos del androide, tratando de asegurar la desaparición de los fallos más evidentes.

 

Leorin, orgulloso de su adquisición y convencido de que la sofisticación poética del mayordomo causaría sensación, no se daba cuenta de que el caos ya estaba en marcha. Cada ensayo de Melancolio, cada verso recitado al pasar por la sala, era un detonante de risas contenidas y bochornos futuros.

 

Sería la primer fiesta social de alcurnia de Calyra como esposa consorte del último descendiente de la dinastía Dastel. El robot intentó enseñarle el protocolo en una cena diplomática simulada. Pero sus ejemplos provenían  de culturas absurdas.

 

—“En la colonia Vrax, es costumbre elogiar al anfitrión tocando su rostro con una cuchara sopera.” —

 

—“¿Y si es una anfitriona?” —

 

—“Entonces debe usted sonrojarse y emitir un gorjeo sensual.” —

 

—“¿Como qué…?”— intentó preguntar Calyra, cuya compostura rara vez cedía ante las trivialidades humanas.

 

De repente, la dama de la casa fue súbitamente derrotada por una mota de polvo viajera. El estornudo que siguió fue breve, musical y tan inesperado que Leorin hubiera jurado haber presenciado el nacimiento de una nueva constelación.

 

—“Exactamente así,” — respondió el robot —“aunque su versión suena más… sensual y provocativa de lo esperado.” —

 

—“¡Eso era un estornudo, idiota!” —

 

El androide anotó algo en su base de datos: “El estornudo femenino es una señal de excitación social.

 

La situación prometía un espectáculo de humor absurdo y tensión, con Leorin a punto de convertirse en víctima involuntaria de su propia ambición, y Calyra, como siempre, la directora invisible que trataba de controlar los hilos del desastre.

La noche de la gala llegó envuelta en humo de incienso barato y un silencio expectante que olía a perfume rancio. La mansión Dastel, iluminada con Lámparas de Vanthor, parecía un escenario en el que cada sombra era un actor y cada polvo, un conspirador. Los invitados, nobles supervivientes de Zyrbassa, habían llegado con sus máscaras, sus títulos falsos y sus secretos bien escondidos bajo capas de terciopelo y arrogancia.

 

Pronto empezaron las pequeñas advertencias de problemas.

El robot, programado para asistir a los huéspedes distinguidos de la cena, preparó el baño sensorial del jacuzzi de invitados con aromas relajantes y música de fondo. Pero no entendió la diferencia entre asistencia de baño y observación ceremonial.

La excelsa señora Delmara, esposa del embajador de Phyrran, pidió con tono que mezclaba cortesía y amenaza:

—“Deseo intimidad”— buscando soledad en el jacuzzi de los invitados.

—“Por supuesto, señorita. Procederé a documentar su técnica de higiene para mejorar los protocolos del servicio.” —

 

—“¡Fuera!” —

 

—“Pero su eficiencia de enjabonado podría aumentar un 27% si…”—

 

—“¡Fuera antes de que te derrita con el secador láser!” —

 

El mayordomo, obediente hasta el absurdo, se retiró con un leve chirrido de engranajes y una reverencia tan prolongada que casi constituyó una escena indecorosa por sí misma.

 

Desde entonces, el mayordomo instaló un cartel en la puerta: “Área de aseo: acceso restringido por riesgo de agresión femenina.

 

Leorin, vestido con un frac que había sobrevivido milagrosamente a tres banquetes y una tormenta de polvo, se pavoneaba frente a los invitados, decidido a impresionar a todos. Calyra, impecable y majestuosa, se desplazaba con la gracia de un lirio flotando sobre un pantano. Su presencia era, como siempre, un contraste absoluto con el caos que la rodeaba.

 

Pronto, el mayordomo comenzó a ser el centro de la atención. Entre sus archivos antiguos encontró un módulo de “romance cortesano para anfitriones”. Y lo activó por error.

 

Desde ese momento, y en plena fiesta, comenzó a tratar a Calyra como a una duquesa de antaño: le recitó poemas, le ofreció flores sintéticas y comenzó a llamarla “Luz de mi sistema óptico”.

 

—“¡Desactiva ese modo ridículo!” — dijo Calyra furiosa.

 

—“No puedo, milady, mis circuitos arden con la pasión del silicio.” —

 

—“Pues enfríalos con un balde de aceite, Romeo de hojalata.” —

 

—“Queridos amigos,” —anunció Leorin con voz teatral, en un intento de evitar el escándalo —“esta noche serviremos a la caridad, a la decencia y a… mi impecable gusto por los mayordomos poéticos.” —

 

Melancolio, encendido y consciente de su público, se inclinó con exagerada solemnidad.


—“Mi función es iluminar la noche con la verdad y el verso, revelar los secretos que todos callan y embellecer la hipocresía con cadencias elegantes.”

 

Como todo buen autómata de lujo, Melancolio  mantenía comunicación constante con la red invisible de servidumbre mecánica que poblaba Zyrbassa.

 

Era un enjambre discreto, una sociedad de chismes electrónicos y confidencias perfumadas, donde los mayordomos de los ricos se deleitaban compartiendo los pecados de sus amos con la precisión de un contador y la pasión de un poeta.

 

Los rumores viajaban más rápido que la luz y, en ocasiones, más adornados que la verdad misma. Sabían qué embajadores dormían en habitaciones separadas, qué duques fingían devoción mientras conspiraban en las tabernas, y qué damas coleccionaban amantes con la misma regularidad con que cambiaban de peinado.

 

El problema —si se le puede llamar así— era que Melancolio, tras aquel golpe en el cráneo electrónico que el vendedor había descrito como “una leve abolladura sin consecuencias”, había perdido por completo el módulo inhibidor de discreción social.


En resumen: el autómata se había vuelto incapaz de distinguir entre confidencia y espectáculo.

 

Así, mientras Leorin trataba de brillar en su ilustre cena de beneficencia, Melancolio recitaba verdades devastadoras a toda voz mientras vagaba de aquí hasta allá entre medio de los invitados.

 

Desde las dietas secretas de las matronas hasta los amores ilícitos del mismísimo Prefecto, el mayordomo se convirtió rápidamente en el epicentro de ese terremoto social mientras sonreía con cortesía y recitaba los secretos cual poemas indecentes:

 

Oh, Zyrbassa de máscaras y copas rebosantes,
donde el perfume cubre el pecado y la seda oculta la culpa.

Escuchad, damas y señores de abolengo cansado,
pues traigo verdades envueltas en rima y barnizadas de arte.

 

La Duquesa de Sarl, de labios tan dulces como promesas viejas,
colecciona amantes fugaces con la disciplina de un archivero.
Uno por noche, ninguno repetido:
su corazón es un carrusel, su alcoba, un calendario.

 

El Preboste de la Alcaldía, adalid de la virtud pública,
visita en secreto la alcoba de su sirvienta —
y allí, bajo la moral torcida de la luna,
pierde más que la compostura y la peluca.

 

El Embajador de Xieng, maestro del doble discurso,
posee dos esposas en dos ciudades distintas.
Ninguna sabe de la otra, aunque ambas juran
que su esposo “trabaja hasta tarde por el bien del pueblo”.

 

¡Ah, noble hipocresía, dulce fragancia del poder!
Si la discreción es una virtud,
que alguien me reinstale el módulo correspondiente,
pues yo prefiero la verdad rimada, desnuda y risueña.

 

Los murmullos de los invitados se transformaron en gritos, y los gritos en duelos absurdos.


Espadas oxidadas se cruzaban mientras los invitados intentaban defender su honor ante revelaciones poéticamente devastadoras.

 

Leorin, en el centro del torbellino, agitaba las manos:


—“¡Deténganse! ¡Esto es… caridad, no traición!” —

 

Melancolio, imperturbable al caos desatado, continuaba:

 

—“Señor Dastel, ¿desea que enumere también los pecados de la servidumbre?” —

 

Calyra, viendo que la situación se escapaba de control, le ordenó a Melancolio que buscara y revelara los secretos perversos de un rival político de su esposo: el vizconde de Lirwan, enemigo confeso de Leorin y astuto tramposo de la ciudad.

Con su habitual serenidad cromada, el mayordomo  respondió con voz grave y musical:

—“Oh, sí, mi señora. Tres virtudes que el Vizconde de Lirwan también aprecia… sobre todo cuando las ve ajenas y útiles.” —

El silencio que siguió fue tan abrupto que se oyó el tintinear de una cucharilla suicidándose dentro de una copa. Melancolio, sin notar la conmoción, continuó con placidez documental:

—“El Vizconde, en su admirable sentido del orden social, emplea nuestras humildes redes domésticas mayordómicas para mantener la estabilidad moral de Zyrbassa. Lo hace con gran diligencia: supervisa conversaciones privadas, cartas de amor cifradas y facturas de taberna… todo por el bien común.

En ocasiones, claro está, intercambia esa información por pequeñas contribuciones políticas, favores o el silencio de quienes, sin saberlo, le deben su reputación intacta.

¡Un auténtico patriota digital!” —

Las damas exhalaron al unísono un murmullo que sonó a cortinas cayendo. El embajador de Xieng se atragantó con una uva. El Preboste se limpió el sudor con una servilleta y fingió admirar el techo.

Los invitados, desconcertados y ansiosos por la revelación de sus íntimos secretos, encontraron así a un buen chivo expiatorio, y dirigieron su indignación hacia el vizconde. El caos se transformó en espectáculo: los duelistas se enfrentaban entre sí mientras la acusación se consolidaba, y  Leorin, milagrosamente, quedó ileso de la vergüenza.

 

—“Bravo”— susurró una Calyra aliviada, tocándole el brazo —“Has sobrevivido a la tempestad de tu propio honor.” —

—“Sí… gracias a ti.”— dijo Leorin, jadeante —“Aunque no sé si debo sentirme agradecido o humillado.” —

 

Los invitados, confundidos, se fueron retirando con paso tembloroso, murmurando sobre traiciones, poesía y máquinas irreverentes. La gala, de manera inexplicable, fue considerada memorable, y Leorin pudo brindar con una copa de vino agrio, convencido de que la noche había quedado registrada en los anales de la ciudad.

 

Calyra, observando cariñosamente a su esposo, sonrió levemente. Para ella, la velada había permitido la resiliencia de un caballero bufonesco frente a un autómata imposible. Y Leorin había aprobado con honores, aunque su ego quedara algo maltrecho.

La mansión Dastel despertó al día siguiente con un silencio inusual.

 

Incluso el polvo parecía haberse detenido para contemplar los despojos de la noche anterior: copas voladoras, tapices manchados de vino y, por supuesto, el pequeño ejército de duelos oxidados que había quedado como recuerdo tangible de la gala.

 

La fiesta había terminado con la discreción habitual de Zyrbassa: es decir, entre duelos a medias, damas ofendidas y promesas de venganza al amanecer.

 

El salón de los Dastel olía a vino derramado, perfume rancio y reputaciones en descomposición. En el centro del desastre, Leorin reposaba en una butaca, con la mirada perdida entre los restos de confeti y dignidad.

 

Calyra apareció entre las sombras, impecable como siempre, con un leve brillo de satisfacción en la mirada. 

 

—“Has manejado la situación con... brillantez”— dijo Leorin, con una mueca cansada —“El Vizconde de Lirwan jura que jamás volverá a hablar conmigo. Creo que eso significa que vuelvo a ser respetable.” —

 

Calyra sonrió, como quien concede un cumplido a un niño que sobrevivió al incendio de su propio pastel.

 

—“Técnicamente, querido, eres respetable porque el Vizconde ahora es el villano. Y eso, por fortuna, fue mi idea.”—

 

—“Ah, sí… “— Leorin suspiró —“La tuya y la de ese autómata maldito que casi arruina mi nombre.” —

 

Ella se acercó con su elegancia programada y, posando una mano en su hombro, replicó con suavidad:

 

—“No seas injusto, Leorin. Melancolio no es malvado. Solo… afectuoso en exceso.” —

 

—“¿Afectuoso?” — repitió él, incrédulo —“¡Intentó recitarme una oda fúnebre en plena cena!” —

 

—“Y trató de espiarme en el baño, ya lo sé.”— agregó ella, sin alterarse —“Pero no lo hace por perversión, sino por apego.” —

 

Leorin frunció el ceño.

 

—“¿Apego?” —

 

—“Sí. Como yo estoy apegada a ti.” — explicó Calyra con la paciencia de una maestra de jardín que enseña filosofía —“ Su módulo emocional sufrió daños. Ahora confunde la gratitud con el deseo y la lealtad con la devoción. Está… enamorado de mí, si se quiere decir así. Como yo estoy enamorada de ti. Por eso te observa con celos, y por eso recita poemas cuando me hablas con ternura.” —

 

Leorin abrió la boca, luego la cerró.

 

—“Entonces… ¿qué propones? ¿Lo desarmo? ¿Lo vendo? ¿Lo lanzo al canal de las cloacas poéticas?” —

 

Calyra rió suavemente, y el sonido fue tan musical que pareció limpiar el aire cargado.

 

—“Nada de eso, mi amado Dastel. Le buscaremos compañía. Una robota de conversación, una cortesana mecánica, una musa de repuesto… algo que lo distraiga de mis curvas y de tus nervios.” —

 

—“¿Y crees que eso bastará?”— preguntó él con un dejo de esperanza.

 

—“Por supuesto. Todos los seres, orgánicos o de metal, necesitan un afecto que los distraiga de su programación.” —

 

—“Además,”— añadió con un guiño cómplice —“se lo debemos. Después de todo, fue él quien, con su imprudencia, me dio la oportunidad de salvar el honor de los Dastel… desviando la atención hacia el Vizconde.” —

 

Leorin suspiró, medio derrotado, medio encantado.

 

—“Así que debo agradecerle al robot que intentó seducir a mi esposa…”—

 

—“Bueno… técnicamente no soy tu esposa… soy tu androide consorte,” —corrigió Calyra con dulzura —“pero el gesto se aprecia.” —

 

Hubo un silencio. Afuera, la ciudad emitía sus ruidos nocturnos: disparos, discusiones, risas y golpes de maridos insensatos recibiendo justicia doméstica.

 

Calyra miró por la ventana, con esa calma de estatua que solo los androides sabían sostener.

 

—“Zyrbassa”— murmuró —“Siempre tan elegante en su miseria.” —

 

Leorin se levantó, y alzó su copa vacía.

 

—“Y nosotros, querida, sus artistas de lo imposible.” —

 

Ella sonrió sin responder. Detrás, Melancolio murmuró en su sueño eléctrico una estrofa tierna y absurda:

 

“De acero es mi alma, de cobre mi corazón,

pero arde en mis circuitos un fuego sin razón.”

 

Calyra lo observó, enternecida y pragmática a la vez.

 

—“Sí, definitivamente,”— dijo —“mañana iremos al mercado. Necesita una novia.” —

 

Caminaban por los pasillos solitarios y melancólicos de la mansión. Leorin, con la corbata torcida y una mirada donde el orgullo y la rendición bailaban juntos; y Calyra, impecable y hermosa como un secreto bien guardado.

 

Melancolio dormía en el salón principal, junto a la puerta, mientras su sistema en suspensión emitía suaves zumbidos de ensueño electrónico.

 

Calyra se acercó al último de los Dastel despacio.


Leorin intentó decir algo, pero ella lo silenció con un dedo en los labios, un gesto aprendido, perfectamente ensayado, y sin embargo, inquietantemente humano.

 

—“Leorin… “— susurró, con voz que parecía salida de una sinfonía apagada —“Esta noche hiciste lo que ningún Dastel había hecho antes: sobrevivir al escándalo con elegancia. Quedarás en la historia de Zyrbassa.” —

 

Él arqueó una ceja.


—“¿Eso fue un cumplido o una autopsia social?” —


—“Ambas cosas”— respondió, sonriendo.

 

Hubo un instante en que el aire se volvió denso, cargado de una electricidad que ni los autómatas podían procesar.


Calyra alzó su mano —fría, suave, perfecta— y la deslizó en la de Leorin.
Sus dedos se entrelazaron con una naturalidad que desafiaba los planos de diseño.

 

—“Ven, esposo mío.”— dijo ella, con una dulzura que podía derretir acero —“Acompáñame a nuestro dormitorio.” —

 

Él la miró con sorpresa, y ella, sin soltarlo, añadió con una serenidad poética y absurda:

 

—“Enséñame ese fuego del que tanto hablan los humanos. El mismo fuego que conquistó mi corazón… aunque esté hecho de titanio.” —

 

Leorin, vencido por la belleza única de Calyra y el deseo que lo emborrachaba, dejó que lo condujera.


Mientras subían las escaleras, las luces del corredor parpadeaban con un tenue resplandor ámbar, como si el palacio entero contuviera la respiración.


A lo lejos, Melancolio murmuró desde su modo de reposo:

 

— “El amor… es un cortocircuito bendito…”—

 

Calyra se detuvo en la puerta del dormitorio, giró hacia Leorin y, con una sonrisa entre traviesa y filosófica, concluyó:


—“Si mi corazón no puede arder, querido… al menos que lo haga mi curiosidad y mi devoción por ti.” —

 

Y lo llevó adentro.

Las luces se atenuaron con discreción cortesana, y en la penumbra quedó flotando una certeza: incluso en Zyrbassa, donde todo era artificio y engaño, el amor —sea de carne o de cobre— seguía siendo la más impredecible de las imperfecciones.


FIN



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