miércoles, 22 de marzo de 2023

Historia: "NeoCity"

 


NeoCity

Por Rodriac Copen


Mínzhǔ

La luz del amanecer se colaba por las rendijas de la persiana, dibujando rayos dorados sobre el rostro de Ann, quien yacía inmóvil en su cama. Sus ojos, de un azul grisáceo como el mar en invierno, se abrieron lentamente, reflejando la quietud desesperanzadora que reinaba en su interior.

Con un lento y parsimonioso movimiento, se levantó para dirigirse a la ventana. La brisa fresca del amanecer le acarició su piel, mientras observaba cómo la ciudad comenzaba a despertar silenciosa y calmadamente. El sol, que aparecía como un gigante dorado, comenzó a elevarse sobre la inmensa metrópolis, bañando las copas de los árboles con una luz cálida y reconfortante.

Desde su posición en la ventana, Ann podía ver las calles empedradas como una miniatura, un laberinto de adoquines por el que hormigueaban diminutas figuras humanas y vehículos que parecían de juguete.

El canto de las aves venía del parque que estaba frente a su edificio, y se mezclaba con el suave murmullo del agua que fluía por los canales que surcaban la ciudad, generando una suave melodía urbana que contrastaba con el silencio sepulcral que reinaba en su propia alma.

Un aroma a flores silvestres impregnaba el aire de la mañana, creando una atmósfera de paz y armonía que no llegaba a penetrar en el corazón de Ann. La belleza fría del amanecer, la quietud del despertar urbano, solo servían para acentuar la soledad que le consumía.

Se apartó de la ventana para dirigirse al baño. Su reflejo en el espejo le devolvió la imagen de una mujer joven, con una belleza singular. Sus ojos transmitían una profunda tristeza.

En ese momento, la quietud desesperanzadora que le rodeaba se hizo casi insoportable. Un nudo se formó en su garganta y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Necesitaba salir, escapar de esa habitación, de la ciudad, de sí misma.

Después de vestirse y prepararse, con un movimiento brusco, se giró y se dirigió hacia la puerta. Tenía que encontrar algo, alguien, que le devolviera la esperanza, que le diera un motivo para seguir adelante.

Miró el reloj de la pared para ver la hora. No era un secreto que todos los ciudadanos eran vigilados por las omnipresentes cámaras del Gran Ojo. Terminó de vestirse y desayunó frugalmente. Antes de salir, un suspiro escapó de sus labios mientras ajustaba el pañuelo rojo que ocultaba su rostro, una medida fútil para desafiar el control del gobierno sobre sus pensamientos. De todos modos, poca cosa podía hacer para contrarrestar la policía del pensamiento.

La ciudad, con su belleza fría y su quietud agonizante, ya no era suficiente.

Hacía más de una década que el victorioso régimen de Mínzhǔ había reconstruido NeoCity desde las cenizas de la gran guerra. A simple vista, habían logrado un éxito rotundo. La ciudad, otrora envuelta en una nube de smog tóxico, ahora lucía inmaculada, sus calles eran surcadas por vehículos eléctricos silenciosos y sus edificios se habían integrado a la naturaleza con materiales sostenibles.

Sin embargo, bajo la impecable fachada de NeoCity se escondía una verdad perturbadora: la paz y la armonía impuestas por Mínzhǔ habían tenido un precio desorbitante. La eficiencia y la productividad se habían convertido en los nuevos dioses, desplazando a la alegría, la espontaneidad y la conexión humana.

Las plazas públicas, antes bulliciosas y llenas de vida, ahora habían sido ganadas por un silencio sepulcral. Por doquier grupos de personas, cual autómatas, manipulaban dispositivos tecnológicos con una precisión robótica. Sus rostros, inexpresivos y carentes de emoción, reflejaban la deshumanización que se había apoderado de la sociedad.

La obsesión por la productividad había convertido la vida en una rutina mecánica, despojada de cualquier atisbo de creatividad o pasión. Las relaciones interpersonales se habían reducido a intercambios fríos y calculados, carentes de la calidez y la espontaneidad que caracterizan a la verdadera conexión humana.

La música, el arte y la literatura, antes pilares fundamentales de la cultura, habían sido relegados a un segundo plano, considerados como actividades improductivas e innecesarias. La risa y la alegría paulatinamente se habían convertido en recuerdos lejanos, sustituidos por una seriedad impuesta que impregnaba cada aspecto de la vida diaria.

Mínzhǔ, el héroe y artífice de esta utopía distópica, se jactaba de haber creado un paraíso de paz y prosperidad. Pero en realidad, había construido una sociedad estéril, un refugio de cristal en donde la eficiencia y la producción habían ahogado la esencia humana, convirtiendo a NeoCity en una sepultura sin alegría ni espontaneidad.

Bajo la superficie de una ciudad perfecta, latía un vacío existencial, un anhelo desesperado por recuperar la calidez y la conexión humana que se habían perdido en la búsqueda de la eficiencia. La utopía de Mínzhǔ había resultado ser una cruel paradoja y la sociedad ahora carecía de conflictos, pero también de alma.

Esa tarde, Ann caminó hasta uno de los pocos cafés que aún conservaban algo de intimidad, aunque las cámaras del Gran Ojo colgaban discretamente en las esquinas como insectos metálicos. Allí la esperaba Clara, su amiga de la infancia, con quien compartía una complicidad silenciosa que sobrevivía a pesar del régimen.

Ambas se saludaron con una sonrisa tenue y un leve apretón de manos. El contacto físico prolongado era mal visto, considerado un gesto casi subversivo. Se sentaron junto a la ventana, sorbiendo infusiones de hierbas inodoras, insípidas, pero aprobadas por el Ministerio del Bienestar.

—“¿Dormiste algo anoche?”— preguntó Clara, con la voz apenas audible.

—“Lo suficiente para seguir fingiendo que estoy viva”— respondió Ann, con un dejo de ironía triste.

Clara asintió lentamente. Miró por la ventana hacia la avenida, donde una fila de ciudadanos marchaba con sincronía impecable, como una coreografía de insectos obedientes.

—“¿No te pasa que... últimamente todo sabe a nada?”— dijo Clara, bajando aún más la voz —“El aire, la comida, incluso las palabras. Como si el sabor de la vida se hubiera desvanecido.” —

—“Como si alguien hubiera vaciado el alma del mundo y nos hubieran dejado solo el cascarón”— murmuró Ann —“Todo se ve hermoso, perfecto… pero por dentro, está muerto.” —

Clara apretó los labios. Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. Llorar en público podía levantar sospechas.

—“Antes, cuando éramos niñas, la ciudad era un caos. ¿Recuerdas cómo nos reíamos? Incluso cuando todo estaba roto. Había música en las calles, gente gritando, discutiendo, bailando… vida, aunque fuera desordenada.” —

—“Ahora no hay ruido”— dijo Ann —“Tampoco alegría. Es un silencio que grita. Un silencio lleno de ausencias.” —

—“Mínzhǔ no solo nos quitó la guerra”— dijo Clara, con amargura —“Nos quitó la tristeza… y también la felicidad. Nos dejó en una especie de neutralidad estéril. Como si sentir fuera un defecto.” —

—“La tiranía más efectiva…”— asintió Ann —“es la que no necesita látigos, solo reglas suaves y cámaras que te miran hasta cuando duermes.” —

Hubo una pausa. Se quedaron mirando sus tazas vacías.

—“A veces pienso que si no hacemos algo, si no gritamos, si no rompemos al menos una regla, vamos a desaparecer”— dijo Clara —“Desaparecer como personas.” —

Ann la miró. Por un instante, una chispa vieja brotó de su interior.

—“Tal vez sea hora de recordar cómo se grita.” — dijo pensativa.

 


Una Sinfonía Ausente 

A pesar de la belleza natural que le rodeaba, Ann no podía evitar sentir que la ciudad dormía. La brisa fresca acariciaba su rostro mientras caminaba por las calles impecables, pero no traía consigo el murmullo de la vida. No había música, ni risas, ni conversaciones animadas que rompieran el silencio sepulcral que reinaba en el aire.

Los ciudadanos se movían como autómatas, siguiendo una coreografía invisible que los guiaba de un lugar a otro. Sus rostros, inexpresivos y carentes de emoción, reflejaban la apatía que se había apoderado de la sociedad. Caminaban con pasos medidos y precisos, como si cada movimiento estuviera cuidadosamente planificado y ejecutado sin margen para la espontaneidad.

Las tiendas, perfectamente alineadas a lo largo de las calles, exhibían sus productos en escaparates impecables. Sin embargo, no había clientes que admiraran las mercancías o que se animaran a entrar para realizar una compra. Los empleados, detrás de los mostradores, miraban con ojos vacíos, como si esperaran algo que nunca llegaría.

En los parques, antes repletos de niños jugando con sus familias mientras disfrutaban del sol, solo se veían bancos vacíos y columpios que se balanceaban al viento. La alegría y la despreocupación de la infancia habían sido reemplazadas por una quietud que reflejaba la apatía que había infectado a la sociedad en su conjunto.

Ese sábado, Ann se detuvo en un café, buscando un refugio ante el silencio que le rodeaba. Se sentó en una mesa junto a la ventana y observó a los pocos transeúntes que pasaban por la calle. Todos parecían estar sumidos en sus propios pensamientos, perdidos en un mundo interior que los aislaba de todo y de todos.

Se acercó un camarero, un hombre joven de mirada triste y hombros caídos. Le tomó el pedido con voz monótona, sin siquiera mirarla a los ojos. Cuando le trajo el café, lo dejó sobre la mesa con un gesto mecánico para luego alejarse sin decir palabra.

Ann dio un sorbo a su café. Lo encontró amargo, como un reflejo de la amargura que impregnaba la ciudad. Se levantó de la mesa y salió del café, sintiéndose más sola que nunca.

La ciudad aún dormida, con su belleza natural intacta pero despojada de vida, le perseguía como un fantasma. Ann no podía evitar preguntarse qué había sucedido para que la alegría y la esperanza se hubieran extinguido en ese lugar. ¿Había sido un proceso gradual, una erosión lenta de la vida social a manos de la apatía y la rutina? ¿O había sido un evento repentino, un trauma colectivo que había paralizado a la ciudad en un estado de somnolencia perpetua?

Mientras caminaba por las calles silenciosas, Ann se juró a sí misma que encontraría la respuesta a esa pregunta. No podía permitir que la ciudad dormida le consumiera con su apatía. Tenía que encontrar una manera de reavivar la llama de la vida en su propia alma, quería disfrutar nuevamente de alegría. Quería volver a tener esperanza.

 

Mientras caminaba por las calles silenciosas, Ann se juró a sí misma que encontraría la respuesta a esa pregunta. No podía permitir que la ciudad dormida le consumiera con su apatía. Tenía que encontrar una manera de reavivar la llama de la vida en su propia alma, quería disfrutar nuevamente de alegría. Quería volver a tener esperanza.

Y entonces, como si el aire inmóvil de la ciudad hubiese despertado un rincón dormido de su memoria, el recuerdo de una conversación volvió a su mente.

Tres jóvenes sentados en el tejado de un viejo edificio antes de la reconstrucción. La ciudad aún no era NeoCity, sino un amasijo de ruinas humeantes y cicatrices abiertas tras la gran guerra. A pesar del caos, había risas. Y humanidad.

—“Lo que está haciendo Mínzhǔ es un milagro”— decía Leonardo, el más entusiasta de los tres, con una chispa casi fanática en los ojos —“En unos años no quedará rastro del humo, ni de la guerra, ni de esta porquería de mundo. Todo será limpio, eficiente, puro.” —

—“Y aburrido”— replicó Ann, mordiendo una manzana y sin dejar de mirar el horizonte grisáceo —“La pureza no es sinónimo de vida. A veces, el caos también es belleza.” —

—“No se trata de eso, Ann”— intervino Mara, con un tono conciliador o resignado —“Se trata de sobrevivir. De construir algo que dure. Mínzhǔ está dando orden a lo que era puro desastre. ¿Prefieres volver a tener miedo cada vez que suena una alarma?” —

—“Claro que no”— respondió Ann —“Pero cuando el orden se impone con demasiado control, deja de ser orden. Se convierte en sometimiento. No quiero vivir en una ciudad donde todo está planeado, donde nadie puede decidir qué sentir.” —

Leonardo rió con una carcajada seca.

—“Siempre tan dramática, Ann. Lo que pasa es que la libertad que tanto adoras solo sirvió para destruirnos. Mínzhǔ entendió que la humanidad no puede gobernarse a sí misma. Necesitamos dirección. Disciplina.”—

—“Quizá lo que pasa es que tú necesitas a  alguien que piense por ti”— respondió Ann, con un dejo de tristeza más que de rabia —“Yo no nací para vivir entre normas vacías y sonrisas obligatorias. Si eso es el futuro, entonces quizás no quiera llegar a eso.” —

Mara bajó la mirada, en silencio.

Leonardo se levantó, con los ojos encendidos.

—“Ya verás, Ann. Verás cómo todo esto va a parecerte ridículo dentro de unos años. Cuando caminemos por calles limpias, cuando todos tengamos comida, cuando nadie muera en las calles. Vas a agradecerle al emperador.” —

Ann no respondió. No se podía discutir con fanáticos. Solo miró hacia el cielo. Estaba sucio, pero era real.

El recuerdo se desvaneció como el humo de aquellos días lejanos. Ann caminaba ahora por una ciudad impecable. Leonardo había desaparecido, quizás tragado por el aparato estatal que tanto adoraba. Mara se había distanciado. Quizás todavía vivía aquí, repitiendo mantras en voz baja, esperando no sobresalir.

Ann sintió que el frío no venía del clima, sino del pasado que se volvía presente.

Ella nunca quiso esta perfección. Porque la perfección que elimina el alma no es progreso. Es un entierro.

 

 

La Vida Antes de Mínzhǔ 


Aún quedaban en sus recuerdos de pre-guerra algunos retazos de cómo era la vida antes del régimen de Mínzhǔ. Imágenes fugaces, como sueños borrosos, luchaban por mantenerse nítidas en su mente. Recordaba el bullicio de las calles, el aroma a pan fresco en las panaderías, el sonido de la música que emanaba de los bares y restaurantes.

Recordaba la calidez del sol en su piel mientras paseaba por el parque, la risa de los niños jugando en los columpios, las conversaciones animadas con amigos en las terrazas de los cafés.

Pero esos recuerdos eran cada vez más tenues, como si una neblina espesa envolviera la mente y amenazara con borrarlos para siempre. La gran operación a la que todos los ciudadanos habían sido sometidos había dejado una marca profunda en sus mentes, fragmentando sus recuerdos y desconectándolos de su actual realidad.

No era solo ella. A todos los que conocía les había sucedido lo mismo. Sus amigos, sus familiares, todos compartían esa sensación de vacío, esa lucha por recuperar fragmentos de un pasado que parecía desvanecerse cada vez más.

Las autoridades insistían en que la operación había sido un éxito, que había logrado eliminar los traumas de la guerra y crear una sociedad más pacífica y armoniosa. Pero Ann no podía creerles. Ella sabía que algo no estaba bien. Sentía un vacío dentro de sí misma, una profunda nostalgia por una vida que ya no podía recordar con claridad.

Había noches en que despertaba empapada en sudor, atormentada por pesadillas llenas de imágenes caóticas y sin sentido. Soñaba con calles en llamas, explosiones ensordecedoras y rostros llenos de terror.

Una escena del pasado emergió de su memoria, como un fragmento rescatado de entre los escombros de la guerra.

Era una noche fría. La ciudad estaba a oscuras por el racionamiento, y los estruendos de los bombardeos resonaban a lo lejos, como un recordatorio constante de que la paz aún era solo una idea lejana. Ann, con apenas doce años, se encontraba sentada junto al fuego improvisado en el pequeño sótano donde se refugiaban. Sus padres, envueltos en mantas, hablaban en voz baja mientras intentaban mantener la normalidad en medio del caos.

—“Cuando todo esto termine”— dijo su madre, acariciándole el cabello —“vamos a reconstruirlo todo. Las casas, los parques, los cafés. Todo volverá a estar lleno de vida, ya vas a ver.” —

—“Y no tendremos que escondernos más”— añadió su padre, con una media sonrisa —“Podremos caminar por las calles sin miedo. Vas a poder ir a la escuela, tener amigos, leer libros... sin alarmas ni toques de queda.” —

Ann los miraba con una mezcla de esperanza y escepticismo.

—“¿Y si nunca termina?”— preguntó en voz baja —“¿Y si el mundo se acostumbra a la guerra y ya no sabe vivir sin ella?” —

Su madre la abrazó con fuerza.

—“El mundo siempre recuerda cómo sanar. Solo necesita tiempo… y personas que crean en él.” —

—“La esperanza es lo último que debes perder, hija”— agregó su padre —“Si la sueltas, ya no te quedará nada.” —

Ann asintió, aunque sus ojos seguían inquietos.

—“A veces pienso que la esperanza puede hacernos ciegos”— murmuró —“Nos hace creer en quienes no lo merecen, en sistemas que prometen todo y después nos quitan lo poco que teníamos.” —

Su madre y su padre se miraron en silencio. Ninguno respondió de inmediato.

—“Tal vez tengas razón”— dijo su padre al fin —“Pero incluso una fe equivocada puede ser el puente hacia algo mejor. A veces hay que cruzar el puente, aunque no sepas si el otro lado es real.” —

Ann cerró los ojos, intentando grabar esa noche en su memoria, esa mezcla de amor, miedo y fe obstinada. No sabía si alguna vez llegaría ese futuro luminoso que sus padres imaginaban, pero en ese instante, en medio del ruido de la guerra, se sintió protegida por algo más fuerte que cualquier bomba: la ilusión de un mañana.

A veces, durante el día, mientras caminaba por la ciudad, un aroma o un sonido familiar la transportaba por un instante a su vida anterior. Un olor a perfume que le recordaba a su madre, una melodía que le traía a la mente una tarde de verano con sus amigos.

En esos momentos, una oleada de emociones le invadía: alegría, tristeza, rabia, confusión. Se sentía perdida, como si flotara en un mar de recuerdos fragmentados.

Luego, de repente, todo se desvanecía. La imagen se disolvía, el sonido se apagaba, y se encontraba de nuevo en la realidad presente, en la ciudad silenciosa y controlada por Mínzhǔ.

Ann sabía que no podía seguir viviendo así. Necesitaba encontrar una manera de recuperar sus recuerdos completos, de reconstruir su pasado y entender qué había sucedido realmente antes de la guerra y la operación.

Era una tarea peligrosa. Las autoridades vigilaban de cerca a cualquier persona que demostrara interés en el pasado. Pero Ann estaba decidida. No podía permitir que su vida quedara reducida a una serie de fragmentos borrosos y desconectados.

Su búsqueda por la verdad había comenzado.

 

 

Destellos de Esperanza 


De repente, un colibrí se posó en su mano por unos instantes, sus alas iridiscentes brillando bajo el sol como pequeñas joyas destellantes. Ann lo miró con fascinación, y por un breve momento, una sonrisa se dibujó en su rostro. Era como si la pequeña criatura hubiera traído consigo un soplo de aire fresco, una ráfaga de color y vida en medio de la monotonía gris de NeoCity.

Mientras observaba como el colibrí buscaba el néctar de una flor cercana, Ann sintió una chispa de esperanza encenderse en su interior. En ese pequeño instante, comprendió que la vida en NeoCity no estaba condenada a la monotonía eterna.

Era cierto que la ciudad dormía bajo el peso de la apatía y la rutina, que sus habitantes se movían como autómatas sin pasión ni deseo. Pero también era cierto que, en algún lugar profundo de sus corazones, ardía la llama de la esperanza.

El colibrí, de belleza frágil y vitalidad inquebrantable, era un símbolo de esa esperanza. Era un recordatorio de que la vida siempre encuentra una manera de florecer, incluso en los lugares más inesperados.

Ann tomó una profunda bocanada de aire mientras un nuevo sentimiento le invadía: la determinación. No se rendiría. No permitiría que la apatía le consumiera como al resto de los habitantes de la metróplolis.

Se encontró observando a los ciudadanos con más atención, buscando en sus rostros señales de esa chispa de esperanza que ella había sentido. Y, poco a poco, comenzó a encontrarlas.

Vio un niño que dibujaba en la acera. Tenía una sonrisa tímida en su rostro. Un anciano tocaba la guitarra en un banco del parque. Dejaba escuchar una composición melancólica pero llena de vida. Una pareja de jóvenes que se tomaban de la mano y se miraban a los ojos con amor.

Eran pequeños detalles, casi imperceptibles, pero para Ann eran señales que la esperanza aún existía. Eran señales de que la ciudad podía despertar, de que la vida podía volver a florecer en NeoCity.

Con cada señal que encontraba, la determinación de Ann crecía. Intuía que no estaba sola en su lucha. Que había otras personas que también soñaban con un futuro diferente para NeoCity.

Un futuro en el que la eficiencia y el dinero no lo fueran todo.

Ann no sabía cómo sería ese futuro, ni cuándo llegaría. Pero lo que sí sabía era que estaba dispuesta a luchar por él, con la esperanza que un día NeoCity pudiera despertar del letargo y convertirse en la ciudad vibrante y llena de vida que siempre soñó ser.


 

Amor Rebelde

Al llegar a una esquina, el taxi que había pedido con el pensamiento desde el café, le esperaba pacientemente. Con un gesto mecánico, subió al vehículo y se dirigió al Centro Comercial Central, un lugar donde la simulación de normalidad era casi palpable. Al llegar, entre estantes de productos idénticos y sonrisas vacías, sus ojos se encontraron con los de Daniel.

Una chispa de rebeldía brillaba en su mirada cuando el hombre le devolvió la sonrisa. Al conocerse, la conexión entre ambos fue instantánea. Un torrente de emociones idénticas y que desafiaban la programación impuesta por Mínzhǔ de alguna manera les había unido de manera irremediable.

Ann se detuvo frente a una estantería de productos idénticos: envases blancos con etiquetas minimalistas, todos marcados con el sello del Ministerio de Consumo. Fingía estudiar las opciones, aunque sabía que daba igual cuál eligiera.

—“Curioso…”— dijo una voz masculina a su lado, suave pero lo bastante firme para captar su atención.

Ann giró levemente el rostro. El hombre alto, de cabello oscuro y mirada intensa, sostenía en sus manos una caja de galletas sintéticas.

—“¿Qué es curioso?”— preguntó ella, con una ceja apenas arqueada.

—“Que tengamos veinte opciones del mismo producto, pero no podamos elegir qué música escuchar en casa sin autorización previa”— dijo, con una sonrisa —“Democracia de envases, supongo.” —

Ann lo miró con más atención. Había algo en su tono… algo peligroso y refrescante a la vez.

—“Tal vez sea parte del encanto de vivir en libertad controlada”— dijo ella, midiendo sus palabras con ironía apenas disfrazada.

El hombre rió suavemente. Fue una risa real, de esas que ya no se oían en público.

—“Daniel”— se presentó, extendiéndole la mano como si fuera una broma privada —“Fanático de las galletas insípidas y las conversaciones con doble filo.” —

Ann vaciló un instante. Luego tomó su mano.

—“Ann. Admiradora secreta de la ironía subversiva. No muy fanática de las galletas.” —

—“Entonces estamos en problemas”— bromeó Daniel —“Acabo de comprar una docena y pensaba invitarte a comer una en silencio mientras contemplamos la vigilancia estatal.” —

Ann soltó una risita, breve pero honesta. A su alrededor, todo seguía igual: consumidores automatizados, pasillos impecables, silencio institucional. Pero entre ellos dos, algo se había roto. O se había encendido.

—“¿Sabes que esto que estamos haciendo podría considerarse... un desvío conductual?” —

—“¿Y tú sabes que eso me parece absurdamente sexy?”— replicó Daniel, inclinándose apenas hacia ella.

Ann bajó la mirada un segundo, reprimiendo otra sonrisa. Luego levantó la vista.

—“Hay un rincón sin cámaras detrás del sector de mantenimiento. Pasan pocas personas por ahí.” —

Daniel asintió, sin dejar de mirarla.

—“Perfecto. Siempre me gustaron los lugares donde uno puede hablar sin testigos… o besar sin permisos.” —

Sin necesidad de más palabras, comenzaron a caminar juntos, como si ya supieran que ese momento marcaría el inicio de algo que ninguna programación estatal podría anticipar.

Entre ellos las palabras fluían como si se hubiesen conocido de toda la vida. Con cautela, compartieron sus anhelos de libertad y sus frustraciones con el régimen, mientras la omnipresencia silenciosa del Gran Ojo escuchaba sus sueños de un mundo sin control.

Después de encontrarse, la vida de Ann y Daniel se había convertido en una danza clandestina de citas furtivas en parques desolados y cafés escondidos. Ann se enamoró perdidamente de la risa contagiosa de Daniel, su espíritu indomable y su ferviente deseo de cambio. Ambos se habían convertido mutuamente en un oasis de libertad el uno para el otro, mientras convivían en un mundo de asfixiante control.

Cada encuentro era una explosión de emociones prohibidas, una reafirmación de su humanidad en un sistema que buscaba sofocarla. Compartían libros prohibidos, intercambiaban ideas subversivas y soñaban con un futuro donde la libertad no fuera un lujo, sino un derecho inalienable.

Su amor era un acto de rebeldía y un desafío a la opresión del Gran Ojo. Sabían que el riesgo era grande, que las consecuencias de ser descubiertos podían ser fatales.

Pero no les importaba. El amor que sentían era más fuerte que el miedo, una fuerza que les impulsaba a luchar por un mundo mejor, un mundo donde todos pudieran vivir sin máscaras, sin simulaciones, sin la sombra del control constante.

Ann y Daniel eran dos almas afines que se habían encontrado en el momento más inesperado de sus vidas, en el corazón de una ciudad dormida. Su amor era una llama que ardía con fuerza, una señal de esperanza en medio de la oscuridad.


 

La Sombra del Gran Ojo


Sin embargo, el Gran Ojo no dormía. Una tarde, mientras esperaba a Daniel en la plaza central, una oleada de náuseas la invadió. De pronto, el mundo se volvió borroso y un zumbido agudo resonó en su cabeza. Lo último que vio fueron las botas negras de los agentes del gobierno que se acercaban.

Al despertar en su fría habitación, Ann se encontró con un vacío insoportable. Sabía que había habido alguien, que le había amado, pero toda referencia a la persona le había sido arrebatada. No sabía su nombre, quién era ni cómo podía encontrarlo.

La desesperación consumió sus esperanzas al comprender que el gobierno le había robado lo más preciado: su libertad y su amor.

Las paredes de su habitación, antes decoradas con fotografías de su vida anterior y recuerdos felices, ahora parecían burlarse de ella con su blancura impoluta. Cada objeto, cada mueble, cada rincón le recordaba la vida que había perdido, la vida que el Gran Ojo le había arrebatado. No había forma de darle un rostro a lo que había perdido.

Ann se miró en el espejo. Sus ojos, antes llenos de vida y rebeldía, estaban apagados y vacíos. Su sonrisa, antes contagiosa y llena de alegría, había sido reemplazada por una mueca de tristeza y resignación. Se sentía una marioneta, una cáscara vacía controlada por el Gran Ojo. Pensamientos, emociones, y ahora sus recuerdos, estaban bajo el control del régimen.

Bajo la vigilancia omnipresente del Gran Ojo, Ann se acercó a la ventana. Las lágrimas corrían por su rostro mientras observaba la ciudad distópica. Su mente era un lienzo en blanco, sin rastros del rostro que sabía haber amado, sin sueños de libertad. Solo el frío vacío del control y la resignación.

En la plaza central, Daniel la buscaba en vano. Su rostro esperanzado terminó por transformarse en una mueca de dolor al comprender que la mujer que amaba había sido víctima del sistema. No faltaría mucho para que los agentes le localizaran también. El destino era inexorable.

La sombra del Gran Ojo se extendía sobre la ciudad, devorando cualquier atisbo de libertad, incluso el más puro y ardiente amor. Daniel juró no rendirse. Con el corazón roto y la determinación ardiendo en su interior, comenzó a planear su escape. La misión era peligrosa y sus probabilidades de éxito escasas. Pero no le importaba.

Mientras tanto, Ann, atrapada en su jaula de recuerdos fragmentados y control omnipresente, luchaba por mantener viva una pequeña llama de rebeldía en su interior. De algún modo sabía que alguien le estaba buscando. Sabía de algún modo que no estaba sola.

Esa pequeña llama de esperanza era lo único que le mantenía cuerda, lo único que le daba fuerzas para seguir adelante, para esperar el día en que pudiera volver a ser libre. Para volver a encontrar el amor.

 

FIN




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