Milangas y Monedas
El sol caía como un chorro de aceite caliente sobre el Parque Centenario aquel mediodía de enero.
Era ese tipo de calor pegajoso que solo admite dos salidas sensatas: zambullirse en una fuente pública o refugiarse bajo una sombrilla desvencijada, dejando la dignidad a la sombra.
Ninguna de esas alternativas le servía a Germán, un vendedor ambulante de “souvenirs urbanos con valor sentimental”.
Tendría unos cuarenta y tantos mal llevados, con el cabello más rebelde que el de Gilgley, el presidente de Argentindia. En un rapto de creatividad, se había dejado bigote, uno que ya tenía vida propia y, al mismo tiempo, la certeza de que jamás sería tomado en serio.
Era un hombre simple. Se ganaba la vida entre los bancos del parque, vendiendo monedas antiguas: algunas con manchas de pintura de origen incierto, otras con rayones que hablaban de una vida agitada y doméstica.
Según él, cada moneda encerraba una memoria: la que un abuelo le dio a su nieto, la que compró la primer muñeca, la del número de Billiken con el Mono Relojero, la que permitió leer por última vez a Anteojito o la de Súper Hijitus.
Sus monedas, mágicas e irreverentes, cargaban con historias pequeñas, y por eso, inmensas. Germán solía repetir que no vendía objetos, ni siquiera relatos: vendía la alegría secreta de recordar.
—“¡Pase y vea! ¡Estas monedas son boletos para viajar a su infancia! ¡Viaje sin SUBE, viaje con el corazón!” — bramaba con voz de pregonero en una feria medieval.
Pero aquel martes, el destino tenía otros planes. O mejor dicho, el destino llevaba delantal blanco, rodete apurado y una heladera de telgopor con un cartel escrito a mano: “Milanesas de Olga”.
Olga no era mujer de muchas vueltas. No pretendía ser otra cosa que lo que era: una vendedora de milanesas con la eficiencia de una cirujana y el corazón de una madre. Cada sándwich era un acto de fe y ternura, armado como si de su correcta elaboración dependiera la estabilidad emocional del barrio.
Sus clientes la respetaban con esa admiración silenciosa que se reserva para los buenos: aquellos capaces de suavizar las penas ajenas sin que uno se sienta obligado a llorar.
Germán la vio pasar con la cadencia triunfal de quien sabe que lleva la felicidad en conserva. Y algo en su interior —quizá el estómago, quizá el alma— hizo un clic irreparable.
—“¿Y esta diosa de la fritanga?”— pensó, mientras doblaba un sobrecito de monedas en forma de flor.
En los días siguientes, Germán la observó con la timidez adolescente de quien ha leído demasiados libros de amor y no ha vivido ninguno. Le compró una milanesa diaria, inventando excusas cada vez más absurdas para hablar con ella:
—"¿Esta es con pan rallado fino o grueso? Soy alérgico al mediocre."—
—"¿Tenés opción vegana? Pregunto por un amigo que me bloqueó en 2012."—
—"¿Sabés si el aceite que usás tiene memoria emocional?"—
Olga, que tenía más calle que un adoquín jubilado, lo miraba de reojo mientras contaba el vuelto como quien resuelve un examen de matemática emocional.
—"Tenés cara de artista fracasado o de profesor de historia en rehabilitación. ¿Qué sos?"—
—"Buscavidas, Olga. Con especialización en nostalgia"— respondió él, sin parpadear, mientras desplegaba sus monedas como un ilusionista.
Así comenzó el cortejo más absurdo que Parque Centenario había presenciado desde que un mimo se enamoró de una estatua viviente.
Germán lo intentó todo: desde poemas en el reverso de papeles viejos hasta regalarle milanesas a sus clientes más fieles. Día tras día, su puesto se acercaba al de Olga, como si la lógica del universo consistiera en reunir recuerdos con comida.
Pero Olga no era fácil. Su corazón había sido cocinado a fuego lento en una olla popular: piquetes, desalojos, decepciones, y aquella vez que un cliente le revoleó un pebete por ponerle rúcula sin aviso. Sabía que el amor es hermoso, pero también sabía que el gas no se paga con promesas.
Sin embargo, algo en Germán le resultaba irresistible. Tal vez esa insistencia inútil, esa romántica obstinación por fracasar con dignidad, ese arte de hablar con palabras grandes sobre cosas chicas.
Esa bondad que no se ve, pero se siente.
Una tarde, tras vender veintitrés milanesas, Olga se sentó a su lado.
—"A ver, Nostalgito... ¿qué esperás que pase con todo esto?"—
Germán la miró como se mira un atardecer que no se quiere olvidar.
—"Nada. Pero mientras espero, me hacés sentir que todavía hay algo por lo que vale la pena inventarse un futuro."—
Ella suspiró.
—"Sos como un pan rallado sin milanesa, ¿sabés?"—
Y le dio un beso rápido, con sabor a orégano y tal vez a revolución.
Desde entonces, el parque los vio compartir banco, historias y estrategias de supervivencia.
Germán siguió vendiendo monedas a turistas despistados y a coleccionistas sentimentales. Olga mejoró su receta con un ingrediente secreto: saberse querida.
La gente los miraba con ese desdén automático reservado para quienes trabajan al sol sin uniforme. Pero ellos sabían lo que otros aún no habían aprendido: que no hay oficio más digno que ganarse el pan —o la milanesa— sin joderle la vida a nadie.
Y mientras la ciudad seguía girando con su habitual indiferencia, Germán y Olga construían, sin saberlo, un imperio: pequeño, absurdo, portátil. Un imperio hecho de migas, monedas y promesas que, de a poco, se empezaban a negar un poco menos.
Porque a veces, el amor también se encuentra en una heladera de telgopor.
FIN
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