Caminata tardía
Quizá todos los humanos caminamos con un leve desfase respecto al tiempo de los otros. En mi caso, ese paso lento no ha sido una elección ni una consecuencia de la edad, sino más bien una herencia, un designio callado transmitido por la sangre, como esos relojes familiares que, aun estando detenidos, insisten en marcar una hora exacta.
Vengo de una familia donde la tristeza era un idioma compartido. Uno no nace sabiendo que está triste; lo aprende como aprende a hablar o a caminar. Y tal vez por eso, desde mis primeros años, supe que la alegría era un bien escaso, una especie de oro alquímico que había que buscar con suma cautela, pues el mero intento de alcanzarla agotaba fuerzas que otros dedicaban a conquistas más visibles como un ascenso, un viaje bonito, un título importante, o una vitrina de exposición en la galería de la vida.
Mi lucha, en cambio, ha sido otra: parecer normal, no decaer, caminar sin delatar el temblor de la cuerda floja que me sostiene. Los años me han vuelto un especialista en la supervivencia del alma, un funambulista del ánimo. Por eso —lo confieso sin pudor— me conmueve ver a las personas luchar por metas que a mí se me antojan remotas, ajenas o incluso fatuas. No me escandalizan sus deseos, pero tampoco me pertenecen. Siempre me he sentido como quien contempla desde la orilla una fiesta en la que no ha sido invitado, y aun así, se alegra de ver bailar a los demás.
A mi edad, que ya roza la serenidad del crepúsculo, no deseo más que pequeñas cosas que antes me parecían inalcanzables: un poco de compañía, acaso un silencio compartido, y ese amor que no exige cuerpos sino presencias o consuelos. Siento necesidad del amor por la vida, pero en su forma más desnuda: por la voz de un pájaro que no sé reconocer, por la luz oblicua de una tarde de otoño, por los rostros desconocidos que ríen en las calles. Un amor que no reclama, que observa y agradece por los atardeceres pasados.
He aprendido —muy lentamente, lo admito— que la nostalgia no es enemiga de la esperanza, sino que obra como su hermana silenciosa. Se añora lo perdido, claro, pero también lo que podría haber sido, y eso abre la puerta al futuro. A pesar de todo, es posible mirar hacia atrás con ternura, y hacia adelante con fe ciega, como quien arroja una botella al mar con un mensaje que nadie leerá, pero cuya escritura ya justifica la espera.
Quizá no nací para brillar ni para correr. Mi andar es tardío, pero es mío. Camino detrás de la multitud, sí, pero desde allí puedo ver con claridad sus sombras proyectadas. Y si bien no he logrado vivir las muchas vidas que quise transitar, al menos me he empeñado —como un bibliotecario sin catálogos— en imaginar lo que otros sienten, en preguntar qué se ve desde los ojos de quien nunca ha sentido tristeza. No he podido encontrar las respuestas, pero cuando menos he aprendido a formular las preguntas necesarias con cierta elegancia señorial.
Tal vez vivir no consista en conquistar el mundo, sino en sobrevivirse a uno mismo con dignidad. Y si eso fuera cierto, entonces puedo decir —con un suspiro que no es derrota— que aún sigo caminando.
FIN
Tags:
#Melancolía
#Esperanza
#CondiciónHumana
#MiradaInterior
#VidaTardía
#EquilibrioEmocional
#Sobrevivir
#BellezaCotidiana
#AmorPorLaVida
#Resiliencia
#Contemplación
#VejezConSentido
#FilosofíaPersonal
#Humanidad
#PoéticaDeLoSimple
#RodriacCopen
No hay comentarios:
Publicar un comentario