Creando Mundos
Quizás alguna vez, como quien se detiene a observar el polvo suspendido en un rayo de sol, te hayas preguntado cómo se construye un mundo a tu medida. O, con mayor ingenuidad, esa forma secreta de la sabiduría, cómo se edifica un mundo a la medida del amor. La mayoría de las personas responde con evasivas, como si se tratara de una empresa técnica, lejana, casi absurda. Algo reservado a dioses o a arquitectos del porvenir.
Sin embargo, esa pregunta no pertenece a los sabios ni a los ingenieros del mañana. Pertenece, más bien, a los soñadores. A aquellos que aún caminamos por el borde del tiempo con la sospecha, tal vez heredada de antiguos mitos, de que cada paso que damos es un acto de creación.
En algún rincón de su larga biblioteca, Borges escribió como al descuido, que todos los hombres, al soñar, somos demiurgos. La frase, que parece un juego de espejos tramado para perdernos, es en realidad una verdad de modesta hondura: cada ser humano, único e irrepetible, habita un universo que no se parece a ningún otro. La humanidad, pese a las estadísticas y los censos, no es una sola, sino un vasto archipiélago de conciencias, de historias, de mundos que coexisten sin rozarse.
Y he aquí una revelación para los que aún buscan, con obstinada melancolía, el sentido de la trascendencia: esos mundos no nos son impuestos desde fuera. Son, más bien, construidos desde adentro. Erigidos con cada gesto, con cada palabra, con cada elección. Quienes lo comprenden no necesitan cetros ni repúblicas. Porque han descubierto el secreto más antiguo y más olvidado: el de poblar su mundo con aquellos seres que son capaces de alumbrar la noche, de hacer reír sin pedir nada a cambio, de cuidar como se cuida el fuego en un templo de vestales. Y también, y esto es quizás lo más arduo, sabrán alejar de sí aquello que duele, que enferma, que ennegrece las aspiraciones del alma.
El mal, ese viejo espectro que se disfraza de fatalidad, sólo persiste donde le damos poder. Y la forma más honda, más elegante, casi diría más humana, de vencerlo no es con fuego ni con espada, sino con la indiferencia del que ya no lo necesita. Se lo derrota quitándole autoridad, desenmascarando su ilusión. Y para esa empresa, todos los hombres nacemos preparados, aunque los años y los desencantos, nos lleven a olvidar lo que alguna vez supimos: que somos más fuertes que nuestras sombras, y más endurecidos que el miedo.
Soñar un mundo distinto no es un acto pasivo, ni una distracción lírica. Es, en su forma más pura, un trabajo de construcción. Cada palabra que decimos, cada gesto ofrecido al otro, cada silencio que elegimos sembrar es un ladrillo en ese universo íntimo. No se trata de negar el mundo que nos ha tocado, sino de escribir, sobre él, uno que sea más justo, más bello, más digno.
En un futuro no tan lejano, que acaso ya ha comenzado en algún rincón del alma, habrá hombres y mujeres que caminen ciudades nuevas, que amen sin ocultarse, que curen con palabras, que rían aún entre ruinas, que nombren las cosas con justicia. No llegarán por mandato de los dioses ni por decreto de los poderosos.
Llegarán porque un día cualquiera, en un rincón del tiempo, decidieron que ese mundo era posible. Y comenzaron a escribirlo sin alarde, en las páginas de su vida cotidiana.
FIN
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