domingo, 29 de junio de 2025

Inspiracional: "La Rosa y La Espina"

 

 

 La Rosa y La Espina


No sé con certeza en qué momento comencé a amarla. No fue en el primer saludo, ni en los diálogos que apenas rozaban lo trivial. Fue, quizás, en una tarde de esas que no se distinguen en la memoria. Quizá fue cuando ella, sin advertirlo, me miró como si yo existiera. No como un conocido, un marido ajeno o un nombre más en la agenda social de los días, sino como si fuera alguien con un sentido que hasta entonces no conocía en mí. Esa mirada fue la primer grieta. El resto fue una caída mortal.

Durante meses luché como un soldado perdido, como un monje de los antiguos, que combate tentaciones con la sola arma de la voluntad, y que no siempre es divina. Así comencé a vivir dos vidas: una, la que dicta el deber; otra, la que me dictaba el corazón. La primera era recta, organizada y digna. La segunda, caótica, febril y desbordada. De ambas, me avergonzaba y me glorificaba a la vez.

Mi esposa, siempre fue buena. Y sin dudarlo lo digo, lo sigue siendo. Compartimos años de complicidad, hijos que llevan nuestros gestos y una casa con esquinas donde aún flotan las sonrisas de la vida. Pero la risa no es siempre reflejo de un alma, como el orden no es siempre la paz.

Pero ella siempre fue el abismo. No el abismo que aterra, sino el que llama. Su voz, como el susurro de una promesa no escrita. Su presencia, un error del que uno no desea corregirse. La amé con una intensidad que no me otorgaron los años, ni la razón, ni la moral, sino con esa fuerza sorda que a veces arrastra a los hombres a las guerras, a las traiciones, a los poemas más bellos y a las soledades más hondas.

Recuerdo la noche exacta en que me fui. Todos dormían el sueño de los justos. Incluso dios, que vive en el silencio, si me dejas decirlo sin blasfemia. Dejé una carta. No porque fuera cobarde, sino porque era ya demasiado tarde para las palabras que hieren y los gestos que sangran. Me llevé lo justo: ropa, libros, un reloj heredado y mi corazón, que ardía de culpa y deseo en proporciones imposibles.

Nadie celebra el dolor. Yo tampoco. No me jacto de lo hecho. Ni espero compasión. Lo cuento, simplemente, porque es verdad. O al menos mi verdad. Y la verdad, aun cuando hiere, limpia.

Ella me recibió sin reparos, porque su abrazo siempre fue un hogar y un refugio sin planos ni reproches. Nunca prometimos eternidades; nos bastó la certeza del ahora. Y aún nos basta. Nunca le pedí que me salvara, y sin embargo, lo hizo, de una vida vivida a medias, de una rutina disfrazada de virtud, de un dia a día entre las sombras. No le exijo que me entienda; basta con que me mire como aquella tarde, como quien descubre algo sagrado en lo humano y cotidiano.

A veces, mientras ella duerme, yo escribo. Como ahora. Y me pregunto si el amor, ese amor que lo consume todo, puede ser a la vez una bendición y un crimen, o una victoria y una rendición. No tengo la respuesta. Algún poeta diría que no hay acto humano que no sea también un símbolo, y que todo símbolo es, en última instancia, un espejo.

Si esto es así, entonces que este relato no sea un juicio ni una defensa. Que sea simplemente el reflejo de un hombre que no pudo, ni quiso, dejar de amar. Aunque doliera. Aunque arrasara. Aunque nadie lo entienda.

Porque a veces el amor no busca lógica, ni excusas, ni piedad. Solo pide ser vivido, aunque el precio sea perder todo lo demás.

Y yo por amor, he perdido mucho. Pero esa pérdida me ha justificado en el amor.

FIN     






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