miércoles, 22 de marzo de 2023

Historia SciFi - Humor: "La 'Bomba' de Sirius"

 



Cuento SciFi - Humor: "La 'Bomba' de Sirius"
Capítulo 1: Jorge, el hombre común

Jorge Ledesma tenía una vida tan estructurada, si la mirabas desde lejos parecía el plano de un galpón. Cuarenta y tres años, calvicie incipiente, alma de buen tipo. Hincha de Boca a morir, una pasión inconfesable por los OVNIs, los documentales mal editados de YuTub, y las teorías conspirativas con más agujeros que un queso gruyère.

Eso sí, no se las tomaba en serio. O capaz que sí, vaya a saber lo que tenía en la cabeza. Quizá hacía creer que no para que no lo tildaran de loco.

En el fondo, le gustaba pensar que el mundo era un poquito más raro de lo que el noticiero decía. Le gustaba creer que había algo más allá de los aumentos, los sueldos malos, la humedad del ambiente y la cotización del dólar.

Vivía solo, en un departamento de esos que ya olían a flan casero aunque no tuvieran ninguno. Su viejita había muerto hacía un par de años.

El despertador de Jorge sonaba a las 7:15 como si le ladrara en la cara, y él, con una dignidad derrotada, se arrastraba hasta la cocina como un sobreviviente del Apocalipsis de Mate Cocido.

El desayuno era un ritual de café con leche, dos tostadas con mermelada de membrillo dietética, y el noticiero de la mañana que siempre decía las mismas boludeces: “Siguen los aumentos”, “Asaltaron a un Quiosquero", "Le robaron el celular a un pibe". Jorge asentía como si entendiera, aunque en realidad estaba pensando en por qué los extraterrestres siempre aparecían en Kansas y no en La Matanza.

A las 7:50, con la mochila más simbólica que útil (llevaba un par de papeles sueltos, una birome que no andaba y un yogur vencido para almorzar), salía a la calle y se encontraba con Tito, el verdulero del barrio. Tito lo conocía desde que Jorge era un pibe y tenía las mismas ganas de vivir que ahora, pero en versión miniatura.

—"¡Buen día, comandante Kirk!"— le gritaba Tito porque sabía que le gustaba Star Trek. El viejo acomodaba un cajón de duraznos. Agarró el mejor y se lo lanzó a Jorge, que lo cazó al vuelo. Lo miró y estaba bueno. El viejo verdulero siempre le daba los mejores. El otro cajón parecía que tenía duraznos sacados de una película de terror.

—"Buen día, Tito!"— le respondía Jorge, siempre con una sonrisa que venía con sueño pegado.

—"¿Hoy te vas a laburar o vas a rastrear luces raras en el cielo?"— el viejo sabía de su afición por los ovnis.

—"Lo segundo sería más productivo"— decía Jorge —"Pero bueno, hay que pagar el alquiler aunque no te visiten los marcianos."—

—"¡Si ves una nave, me avisás! Tengo un par de acreedores que me vendría bien que se los lleven."—

Ambos se reían sabiendo que la vida es una joda pesada, pero igual es mejor reírse antes que pasarla mal.

Llegó a la oficina, ubicada en un edificio con alma de corralón. Allí ya estaban algunos de sus compañeros de siempre: gente buena, resignada y adicta al café de máquina. Lo recibió Fabián, su amigo de confianza, uno de esos tipos que ya se dan por casados aunque sigan solteros.

—"¿Che, Jorge, este domingo jugás o no jugás el partido?"— le preguntó Fabián, mientras sacaba unas medialunas de la bolsa como si fueran pruebas forenses.

—"Juego, pero no me quedo al asado. Este finde es la reunión."— respondió Jorge, sacando con orgullo una remera negra arrugada con letras verdes fosforescentes que decían “Yo Entré al Área 51”.

—"No me digas que vas otra vez a esa convención de locos..."—

—"¡A la ExpoGalaxy de Morón, Fabito! Este año prometen una charla sobre tecnología reptiliana aplicada al tránsito del conurbano."—

—"Ah, bueno... lo que me faltaba. Encima que los semáforos no funcionan, ahora resulta que son culpa de los lagartos cósmicos."—

—"Vos reíte, pero cuando te secuestre un pleyadiano, te vas a acordar de mí."—

Entre risas, Jorge fue a su escritorio, una especie de altar improvisado a dios aburrimiento. Allí, entre papeles con membretes oficiales y una planta de plástico que tendría que haber muerto tres veces, se sentaba cada día para fingir que la vida era una hoja de Excel.

Y entonces, aparecía ella.

Marita.

Morena, escultural, con pestañas que hacían sombra, se sentaba a tres escritorios de distancia. Marita caminaba como si cada paso suyo costara un bitcoin, y hablaba como si estuviera negociando con Wall Street.

Jorge había intentado todo para conquistarla: chistes, bombones, incluso le mostró una vez una foto que se había sacado con Palermo, vistiendo la camiseta de Boca. Nada. Para ella, Jorge era tan visible como la dignidad en una reunión de consorcio. Un tipo simple, sin ambiciones, un oficinista más con olor a mate frío.

Lo que Marita no podía ver —y en realidad nadie veía, salvo Tito y Fabián— era que Jorge era un buen tipo. No era un ganador nato, tampoco un galán. Ni un inversor en criptomonedas, pero era un buen tipo. De esos que te ayudan a mover un mueble sin pedirte que le cebes mate. De esos amigos que nunca se borran. Uno entre los últimos caballeros de la tierra.

Quizás, sólo quizás, los extraterrestres podrían verlo.

Porque lo que Jorge no sabía —mientras ordenaba papeles, se reía con Fabián y sufría la indiferencia de Marita— era que ese sábado, en la ExpoGalaxy de Morón, se iba a cruzar con una rubia pálida que no era de La Plata ni de San Miguel.

Era de Sirio.

Y el teléfono que usaba, que parecía un celular, no era precisamente de la empresa NovaTel.

Ese sábado, como todos los sábados especiales, Jorge Ledesma se levantó con el entusiasmo de un niño en vísperas de Reyes, pero sin camellos ni zapatillas nuevas. Después del mate con tres bizcochitos duros como meteoritos (pero fieles), se puso su remera favorita, la que decía “Yo entré al Área 51” con letras fosforescentes que ya no fosforecían, y se colgó una credencial plastificada al cuello como si fuera parte del equipo de la NASA... aunque más bien parecía de la cooperadora del club del barrio.

Salió de su departamento en Villa Luro con paso seguro, pasó frente a la panadería del barrio. Don Chiche, que, como todos los viejos del barrio, también lo había visto crecer y caer en todas sus pequeñas desgracias cotidianas (incluida aquella vez que se electrocutó instalando un velador).

—¿Y, Jorge? ¿Otra vez a ver marcianos a la expo? — dijo Chiche, mientras acomodaba las mesitas de la calle para los clientes que empezaban a llegar al desayuno.

—"No, esta vez es posta, Chiche. Viene Rodrigo Merlin a la ExpoGalaxy."


—"¿Ese no es el que hizo el Motornauta? El que tenía un casco como colador y hablaba con la perra robot..."—

—"¡Ese mismo! Me firmó un autógrafo una vez... después se lo comió el perro."—

Chiche rió con esa risa honesta, y le regaló una factura con crema pastelera como regalo de buena suerte interplanetaria.

Jorge subió al tren con la mochila llena de esperanzas y galletitas con forma deformadas que él mismo había horneado la noche anterior. Cuando llegó al predio ferial de Morón, lo recibió una escena digna de cualquier distopía de presupuesto ajustado: puestos con merchandising cósmico, una señora disfrazada de Chewbacca fumando un cigarro, y una banda de cumbia alien tocando versiones de Los Nocheros en clave sideral.

En la puerta, como todos los años, lo saludó Roberto, el portero del evento. Era un tipo grandote, con cara de no creer en nada salvo en la promo de dos sánguches de mila por uno.

—"¡Jorgito! ¿Otra vez vos por acá? No te perdés una, eh."—

—"¿Y cómo me voy a perder esto, Rober? Este año vengo con todo. Hasta imprimí mi credencial en papel satinado."—

Roberto lo miró, mitad con ternura, mitad con lástima cósmica.

—"Mirá, este año las charlas zarpan. A las once tenés al uruguayo que asegura que se fue a vivir al cinturón de Kuiper, a las doce viene la astróloga que predijo la pandemia en 1997 pero nadie le dio bola, y a las tres en punto viene... ¡Rodrigo Merlin, papá! ¡Va a responder al público y firma autógrafos!"—

—"¡Buenísimo!"— los ojos de Jorge brillaron como los de un niño frente a una promoción de alfajores triple.

—"Es un groso."— dijo Roberto, sellándole la entrada con un sello que decía “Bienvenido, terrícola”.

Adentro, el aire tenía aroma a panchos, incienso y plástico barato. Jorge se sentó en la primera charla: “Avistamientos y polleras: encuentros cercanos del tercer tipo y cómo afectan la libido masculina”.

No había empezado aún cuando la vio.

Naïra.

Pensó que era la cosplayer más hermosa que había visto nunca. Rubia. Alta. Imponente. Piel blanca como la porcelana de una taza que solo se usa en cumpleaños de tías importantes. Ojos profundos, como si escondieran galaxias enteras, o al menos un par de buenos secretos.

Estaba sentada dos butacas más allá, mirando su celular alienígena, un artefacto que parecía una licuadora con luces LED y hacía un ruidito cada tanto, como si estuviera recibiendo mensajes interestelares desde Sirius B.

Jorge la miró. Luego miró a los demás. Estaban todos vestidos con capas, orejas de Vulcano y gorras de "Yo sobreviví al Contacto del '94". Pero ella... ella estaba demasiado bien. Demasiado pálida. Demasiado brillante. Demasiado desconectada del absurdo ambiente como para ser humana.

Vio el asiento vacío al lado de la diosa rubia y sacó valor de algún lugar. Se sentó al lado y le dijo:

—"Perdón..."— Dijo Jorge, con una voz que le salió dos octavas más arriba —"¿Ese aparato es de Xiaomi?"—

Naïra giró la cabeza. Lo miró con la expresión de una esfinge atormentada y aburrida. Los ojos de un azul profundo parecieron atravesarlo. No respondió. Volvió a mirar su aparato, tocando unos botones que no parecían ser táctiles.

No se desanimó por la frialdad. Marita, en la oficina lo tenía acostumbrado. Carraspeó, buscando en su cerebro otra entrada triunfal:

—"Yo tengo un Moto G8. Anda medio lento, pero con suerte capta señal hasta en el baño del tren Sarmiento... aunque a veces me descarga apps solo. La otra vez me bajó una para comprar en "TruequeLibre"—

Silencio.

Lo miró otra vez, levantando la ceja. Con los dedos de la mano en la boca, le tapó los labios, como diciéndole que se callara, que no la interrumpiera. Jorge se congeló ante el contacto de la rubia. Mientras la chica le clavaba la mirada con sus ojazos profundos, murmuró algo al teléfono, en una lengua que no era idioma ni dialecto. Era... otra cosa. Algo como "Frrss-tik-vanaaa-klon", mientras una luz violeta salía del aparato y desaparecía en el aire como si no hubiera pasado nada.

Fue entonces cuando Jorge lo supo. Como un relámpago a sus pensamientos. No por lógica, ni por deducción. Lo supo en ese lugarcito del alma donde se guardan las intuiciones, los amores imposibles y las canciones de Ricardo Arjona que uno finge odiar.

No era de acá. Pero acá en este caso quería decir de la Tierra, eh.

Y por alguna razón inexplicable —como casi todo en la vida—, eso le pareció una excelente noticia.



Cuento SciFi - Humor: "La 'Bomba' de Sirius"
Capítulo 2 – Traducime esta, Google.

Después de un rato de silencio marcianesco, la rubia —Naïra, aunque eso Jorge aún no lo sabía— terminó de hablar con su celular-licuadora. Lo guardó, lo sacó, lo giró, lo olfateó (sí, lo olfateó), y lo volvió a guardar. Luego, como si se acordara de golpe de que tenía un humano mirándola con la boca abierta al lado, lo miró fijo.

—"¿Emmm...?"— balbuceó Jorge, todavía embelesado como un nene de jardín enamorado enfrente de su señorita.

Ella le devolvió la mirada. Y, por primera vez, intentó hablarle.

—"Klom-tah-ress-ka-noz-prei-atalüm..."— dijo, con voz suave y acento de... ¿Finlandia? ¿Jujuy? ¿Sirius B?

Jorge pestañeó y no entendió un soto.

—"¿Eh?"—

Ella repitió lo que dijo. Jorge solo atinó a sonreír con cara de pelotudo integral, de esos que ponen cara de "ajá" cuando no entendieron un carajo pero no quieren quedar como ignorantes.

Entonces algo se le ocurrió y sacó su celular. Era un modelo de esos que ya no se venden porque vienen con un Android que explota solo, pero aún tenía una app de traducción que a veces funcionaba, sobre todo si uno hablaba lento, vocalizando y sin decir malas palabras. Jorge lo abrió como quien saca la carta del tarot final.

—"A ver flaca... hablale al teléfono, que lo traduce"— le dijo, acercando el aparato como si fuera un sacerdote exorcizando un demonio tecnológico. Con ademanes le dió a entender que le hablara al teléfono.

Naïra, obediente y curiosa, se inclinó y volvió a hablar:

—"Zrrrah-kalon-mi-truktonaaa..."—

El teléfono pensó. Y pensó mucho. Luego mostró: “La vaca es del pantalón sí nubes matar cereal.

Jorge lo miró con resignación.

—"Sí... pensé que esto podía pasar."—

Ella frunció el ceño. Se tocó la cabeza en ese gesto universal que dice "¡como no se me ocurrió antes!". Y sacó su propio teléfono alienígena, que ahora parecía un Tamagotchi de plutonio. Buscó algo entre sus opciones, le hizo a Jorge una especie de gesto de “esperá, esperá” y mostró en pantalla una imagen del sistema solar.

—"¿Qué... qué querés que... ah, sí"— dijo Jorge, al que se le iluminó el cerebro en un destello de sensatez. Sin pensar demasiado, señaló la Tierra —"Acá estamos, piba. Hermoso planeta, aunque estamos medio hechos mierda últimamente."—

Naïra se tocó la frente, como diciendo “Ay, qué boluda.”. Apaludió con entusiasmo y le apretó la cara a Jorge con las dos manos en señal de entusiasmo y alegría. La rubia apretó botones, sacó de su mochila interestelar unos auriculares que parecían hechos con fideos fosforescentes, y se colgó al cuello una cinta metálica con lucecitas que parecía la mezcla entre un estetoscopio y un collar de gato con GPS.

Conectó todo a su celular. Hubo un zumbido, se sintió un chasquido y... ¡magia!.

—"Hola tú. Yo ahora hablo. Vos habla. Entiendo cosas"— dijo Naïra, con una voz robótica que sonaba como el traductor de Google con resaca y acento de Tarzán.

Jorge parpadeó.

—"Ah, bueno. Esto se está poniendo hermoso."— Abrió los ojos del asombro. Se señaló a sí mismo y dijo —"Me llamo Jorge."—

—"Hola Jorge. Yo es Naïra. Mi vengo SiriusB. Nave hizo ¡boom!"— dijo, haciendo un gesto con las manos que parecía el de alguien a quien le explota una olla a presión en la cara.

—"¿SiriusB? ¿No es ese sistema binario que está medio lejos, medio cerca, depende del tráfico cósmico?"—

—"Sí. Yo venir con compañeros. Misión. Nave tener problema. Aterrizaje forzoso."—

—"¡Qué me contás! ¿Y dónde está esa nave?"—

Ella se levantó. Lo miró. Jorge, como un perro al que le prometen comida, la siguió.

Fueron caminando por Morón hasta un baldío cerrado, detrás de una cancha de papi fútbol donde solían juntarse a fumar los pibes del barrio. Cuando la rubia abrió la puerta para pasar, vió que el lugar tenía el encanto típico del conurbano post-apocalíptico: yuyos altos, bolsas que volaban con el viento, una heladera tirada, un condón por allá... y el aura general de abandono pintoresco.

—"Acá"— dijo Naïra.

—"¿Acá qué? ¿Dónde está la nave? ¿Te la afanaron?"— y de pronto Jorge se acordó que estaban en el conurbano bonaerense. Balbuceó —"Claro...te chorearon..."—

—"No afano."— Respondió la diosa rubia. Caminó hacia adelante... y, de pronto, desapareció.

—"¡¿Naïra?!"— gritó Jorge asombrado.

—"Vení acá. Atraviesa holograma. No miedo. No pica."— Se sintió la voz de Naïra.

Jorge se acercó como quien se mete en una fiesta donde no lo invitaron... pero huele asado con chori.

Dio un paso, otro, y de repente sintió un frío raro, como pasar del patio al living con el aire prendido. Del otro lado, lo imposible: una nave inmensa, un plato volador de película clase B, con luces titilantes, ventanitas y un cartel que decía algo en sirusbense, pero que tranquilamente podría haber sido “Conserve limpia su galaxia”.

—"¡Me quiero morir!—

—"No, mejor no. Necesito ayuda nosotros"—.

Dentro de la nave, Naïra lo llevó al panel de control, donde un visor mostraba una animación de una bomba de agua hecha trizas.

Un cartel titilaba un mensaje: "Grasexx-klranos-wordu-navaptar"

Naïra señaló al cartel mientras lo leía para que el aparato tradujera: —"Falló sistema de refrigeración de plutonio. Riesgo de hervir los cerebros.”—

—"¡Uy, esto es grave!"— dijo Jorge, y como buen argento, se cruzó de brazos para pensar mejor.

En eso, aparecieron los compañeros de Naïra. Tres tipos rarísimos: uno parecía un pulpo con cara de pan dulce, otro tenía aspecto de cactus de goma, y el tercero usaba pantalón de jogging, lo que demostraba que incluso en otras galaxias el mal gusto se propagaba.

—"¿Qué hace humano acá?"— dijo uno, señalando a Jorge con desprecio interplanetario.

—"¡Les dije que necesitamos ayuda!"— saltó Naïra, visiblemente harta —"¡Y ustedes no saben ni cambiar batería de control remoto!"—

—"Pero es humano"— insistió el otro —"Humanos tener cabeza blanda. Ver TokTok."—

Como buen metiche, Jorge había empezado a toquetear la pantalla, para ver cuál era el problema. La computadora le mostró el "sistema de refrigeración". Mientras los otros discutían, a Jorge se le salieron los ojos y, señalando a la pantalla dijo: —"¡PERO ESTO ES LA BOMBA DE AGUA DE UN FIAT 600!"—

Todos callaron.

Jorge los miró.

—"Che... si me dan el repuesto, con unas herramientas y unas juntas... esto se parece bastante a la bomba del Fitito que tuve unos años atrás. Tenía el mismo ruido cuando se jodía el termostato."


La traductora electrónica de Naïra hizo su magia. Los alienígenas lo miraron como si hubiera dicho “tengo la cura para el Alzheimer y además, Fernet”.

—"¿Vos arreglar?"— preguntó Naïra, entre incrédula y emocionada.

Sobrado, dijo —"Puta madre... si me buscan los repuestos... le metemos mano. Total, ya me quemé arreglando el calefón de mi vieja, esto no puede ser peor."—

Un silencio reverente. Por primera vez en la historia universal, un argentino estaba a punto de reparar una nave interestelar... gracias a lo que aprendió puteando por un Fitito.

Y eso, amigos, es el poder del conurbano aplicado a la ingeniería galáctica.



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Capítulo 3 – Delivery para sirianos hambrientos

Jorge nunca se había imaginado que un día iba a ser el proveedor oficial de morfi de una civilización de otro sistema estelar. Pero bueno, nadie elige su destino. Algunos nacen para ser estrellas de rock, otros para fundar religiones, y Jorge... para cebar mate a alienígenas adictos a la milanesa napolitana.

La cosa arrancó tranquila.

Después del episodio heroico en el que Jorge ofreció sus conocimientos mecánicos del Fiat 600 —ese autito noble como un perro callejero—, fue invitado oficialmente a formar parte de la tripulación de emergencia como "consultor técnico terrestre no remunerado". Naïra le explicó que el puesto no incluía sueldo, pero sí “honor galáctico”. Jorge, acostumbrado al chamuyo argento y porque ni sabía lo que eso significaba, aceptó igual, con una sonrisa y un poco de baba cayéndole al costado de la boca mientras contemplaba las curvas de la bebota.

A los compañeros de Naïra, que hasta ese momento habían sido hostiles y un poquito elitistas (tipo extraterrestres de Nordelta), se les pasó la bronca cuando descubrieron una nueva droga dura: la comida argentina. Y ahí empezó el verdadero quilombo.

—"¿Cómo yo consigue más morfi humano?"— preguntó uno, mientras devoraba con las manos una docena de empanadas como si fueran fichas de tetris.

Jorge, que estaba sentado sobre una piedra filosofal (o un pedazo de baldosa rota), sacó el celu con dignidad y dijo:

—"Hay una app. Se llama 'MorfaloYa!'... y te traen lo que sea. Fijate si no somos un país adelantado, che."—

Desde ese momento, 'MorfaloYa!' se convirtió en el epicentro del apocalipsis gastronómico interplanetario.

Naïra, que al principio era elegante, sobria y misteriosa, ahora se la pasaba haciendo scroll en el celu, pidiendo sin parar: choripanes, pizzas, panqueques con dulce de leche, sánguches de milanesa, alfajores triples y una tarta de acelga "por si pinta cuidarse".

—"Menos mal que vinimos con bitcoins"— dijo uno mientras eructaba después de chuparse un cerveza sin alcohol.

Mientras los aliens se quedaban en el baldío cuidando la nave (y comiéndose todo delivery que pisara suelo bonaerense), Naïra y Jorge salieron a la gran odisea por el conurbano profundo en busca de los repuestos. Bondi, subte, caminatas eternas, taxis y hasta una vuelta en triciclo motorizado por Mataderos necesitaron.

—"¿Decís que en Villa Urquiza puede haber juntas para nave espacial?"— preguntó ella con acento Tarzán gracias al traductor galáctico medio oxidado.

—"Y... si no hay en Warnes, estamos al horno"— dijo Jorge, con esa resignación filosófica del tipo que ya asumió que el universo es caótico y cruel.

El problema era que las tarjetas de Jorge tenían más rebotes que una pelota de básquet en el Abasto. Todas. Vizza, Masterchard, la de la tarjeta del súper, y una de descuentos del cine. Todas rechazadas. Pero él seguía intentando. Hasta intentó un trueque con la SUBE.

Mientras caminaban por la calle, la escena era decididamente rara. La gente los miraba como diciendo "¿Qué hace esta rubia que parece salida de una película yankee con este ñato que tiene cara de que se olvidó el tupper en la heladera de la oficina?". Algunos le gritaban cosas, otros lo aplaudían. Una señora les dio una estampita y otra les ofreció una revista Despertame! mientras miraban a nuestro héroe con lástima por lo que le tocaba pasar.

En ese momento, Jorge decidió que Naïra necesitaba ropa más terrestre para pasar desapercibida. Así que fueron al departamento de él. Chico, pero ordenado. Cuarenta metros cuadrados de orgullo clasemediero con vista al tanque de agua del edificio de al lado. Le prestó unas pilchas de su hermana, que venía cada tanto a visitarlo.

Naïra se duchó. El vapor cubrió el baño como si fuera una nave nodriza saliendo del hiperespacio. La rubia no tenía como secarse. Jorge, nervioso, le acercó una toalla de "Los Simpsons" mientras intentaba relojearla por el costado. Cuando salió, vestida con una calza y una remera del Indio Solari que decía "la moda no me interesa", seguía siendo increíblemente hermosa. Jorge pensó: "Ni en jogging puede ser fea, la guacha".

Ah, y el perro de Jorge, Rolo, un mestizo con alma de Romeo, se enamoró perdidamente de Naïra. Le lamía los pies, la seguía a todos lados y cada vez que Jorge intentaba que se quedara en casa, se tiraba al suelo en posición de huelga de hambre.

—"No me jodas, Rolo. ¿También vos, boludo?"—

Por culpa del Rolo, tuvieron que gastar una fortuna en taxis (Naïra se ofreció a pagar con bitcoins, para alivio del bolsillo nacional), llegaron a un desarmadero de Lanús recomendado por un mecánico que parecía salido de una película de Leonardo Favio.

Allí, entre motores oxidados y gatos sospechosamente gordos, encontraron los benditos repuestos: la bomba y las mangueras. Por las juntas tendrían que esperar un par de días. El vendedor les comentó que si en el fito cambiaban la bomba y las mangueras, pero no cambiaban las juntas, al primer encendido se iban a volar como si fueran boletas electorales con viento de octubre. Jorge asumió que el motor intergaláctico se comportaría igual que el motor de Fiat 600.

Asi que se llevaron la bomba y las mangueras, pero esperarían para volver por las juntas. Volvieron al baldío triunfantes con Rolo de escolta. Pero algo andaba mal. Jorge lo notó al toque.

La vieja del PH de enfrente, una mezcla entre Margaret Thatcher con diarrea y Doña Rosa la chismosa, los estaba vigilando con binoculares y un anotador. Tenía cara de haber denunciado más gente que Interpol. Se venía lío. Seguro.

Y Jorge lo supo. Porque en Argentina, si hay algo más peligroso que una nave espacial en el conurbano, es una vecina chusma con tiempo libre.



Capítulo 4 - Persecución Federal
Cuento SciFi - Humor: "La 'Bomba' de Sirius"

La vieja chusma de enfrente (una tal Lidia del Segundo B), era una jubilada y dueña de un telescopio apuntado exclusivamente a las casas ajenas.

Esa noche cumplió su destino cósmico: ser el primer ser humano en capturar con un celular de gama media a una extraterrestre levitando una pizza familiar de muzzarella con rayos mentales. La imagen era nítida, salvo por un filtro que le había puesto sin querer y que hacía que todo tuviera orejas de gato.

El video explotó en TokTok, pasó a Twistter y en cuestión de horas llegó a YuTube con títulos como:

“MIRÁ LO QUE HACE ESTA RUBIA CON LA PIZZA”
“SE APARECIÓ UNA SANTA EN LOMAS Y TRAE FAINÁ DE SATURNO”


Hasta que, como suele pasar en esta nación mágica, el algoritmo terminó depositando el video frente a los ojos del Ministro de Justicia, el Doctor Ernesto Fraude, que lo vio justo mientras scrolleaba TokTok buscando tetas y... bueno, todas esas cosas que un Ministro no debería buscar en horario laboral.

—"¿¡Pero qué carajo es esto!?"— exclamó, mientras dejaba el celular caer sobre su pancita ministerial. —"¿Quién es esta rubia y por qué la pizza flota?"—

Y como en un arranque inexplicable de hacer su trabajo, levantó el teléfono rojo institucional que sólo usaba para pedir medialunas en Casa Rosada, y llamó al Jefe de la Poli Federal.

—"¿Hola? ¿Comisario Petruzzi? Habla el Ministro Fraude."—

—"Sí, Señor Ministro, qué gusto, ¿pasó algo?"—

—"Mire, Petruzzi, acabo de ver una rubia flotando una de muzzarella en TokTok."—

—"..."-

—"¿Me oyó?"—

—"Sí, lo oí. Solo que... ¿usted está en pedo?"—


—"¡No, carajo! ¡Esto es grave! ¡Puede ser una amenaza intergaláctica o una mina con poderes psíquicos!"—

—"Ministro, ¿usted quiere que arme una investigación por una pizza que vuela?"—

—"¡Sí! ¡Y si puede, traiga una porción para guardar como prueba!"—

—"¿De muzza?"—

—"¡Con fainá, Petruzzi, con fainá! No sea hereje."—


Y así, con la precisión de un sketch de Capusotto y la lógica de una telenovela de bajo presupuesto, la Policía Federal abrió una investigación secreta bajo el nombre clave “Operativo Muzzarella Cósmica”.

Tres agentes de civil, con cara de haber aprobado el secundario a duras penas y cero ganas de trabajar, se presentaron disfrazados de técnicos del ENARGAS en una operación encubierta relámpago.

Golpearon la puerta del baldío donde se escondía la nave, portando unos papeles truchos que parecían bajados de la web de Arba.

—"Disculpen, ¿hay alguien aquí? Venimos a revisar la presión del gas"— gritó uno, mientras el otro comía un alfajor con cara de “acá no hay nada raro, señora”.

Pero del otro lado, solo respondió silencio. Porque los extraterrestres de SiriusB se habían perdido, si. Pero no eran boludos. Cuando Jorge vio a la vieja chusma de enfrente, previendo el quilombo, ordenó instalar cámaras de vigilancia. No en vano vivía en Buenos Aires. Si algo tenía, era instinto de supervivencia. Al llegar los federales, los sirianos reaccionaron con los reflejos dignos de un portero de edificio viejo. Se hicieron los chotos.

Cuando llegaron los polis, los vieron en tiempo real jugando a ser plomeros del espacio.

—"¿Querés que les tire un rayo desintegrador?"— le preguntó uno de los tripulantes a Jorge, mientras comía ravioles fríos de una caja del MorfaloYa!.

—"¡No! ¡Pobres tipos! ¡Además después vienen con jueces, periodistas y todo el quilombo mediático!"— contestó Jorge, ya resignado.

Los agentes se fueron refunfuñando, frustrados porque no podían romper a patadas la puerta. No tenían orden judicial y se estaba haciendo hora de almorzar... les picaba el bagre.

A la noche, Jorge había estado todo el día sacando la bomba vieja del motor de la nave, lleno de grasa hasta las cejas, transpirado y con olor a nafta y guiso de lentejas (una combinación difícil de olvidar). Terminó de noche, cansado y con una hernia emocional.

—"No hay cama para mí en la nave, ¿eh?"— dijo, mirando con envidia cómo uno de los alienígenas se acomodaba en una hamaca paraguaya que había robado de una terraza cercana.

—"No te vayas solo. Te acompaño."— dijo Naïra, con ese tono de voz que uno no sabe si es acento galáctico o coquetería interplanetaria.

Entonces salieron juntos. Jorge, como buen anfitrión porteño, decidió llevarla a conocer una joyita local: la pizzería 'Don Tonito', donde servían una fugazza con roquefort que podía resucitar a Gardel.

Naïra comió y entrecerró los ojos como si hubiera alcanzado el nirvana.

—"Esto... ¿es roquefort?"— preguntó.

—"Esto es 'amor', nena"— respondió Jorge, con la remera manchada y una sonrisa desproporcionada.

Naïra lo miró largo rato. Empezaba a sentir cosas extrañas: mariposas en el estómago, taquicardia, y una leve sensación de querer besar a un tipo que parecía más un técnico de lavarropas que un héroe romántico. "¿Será esto el amor humano?" pensó, mientras masticaba cebolla y queso azul.

Decidieron no volver a la nave esa noche. Buscaron una pensión por hora en las cercanías del baldío. Entraron a una cuyo cartel decía:

> “HOTEL PISCUÍ – Habitaciones con ducha, TV por cable y discreción total”.

—"Che... ¿no es medio raro esto para vos?"— dijo Jorge con caballerosidad forzada, porque la verdad era que quería darle a la rubia como para que tenga.

—"¿Por qué? En SiriusB los hoteles por hora se usan para meditación cuántica"— contestó Naïra, con total seriedad.

Y Jorge, que ya estaba demasiado confundido entre el amor, la pizza y la persecución policial, simplemente le pagó al conserje por la habitación.

Al llegar, le abrió la puerta a Naïra y dijo:

—"Bueno, que sea lo que el universo quiera... pero primero, ponete el aire, que esto parece un sauna de planetas volcánicos."—



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Capítulo 5 – El despertar argento

Al otro día, Jorge se despertó con una de esas resacas emocionales que uno no sabe si son de amor, de incertidumbre o de la fugazza con roquefort de la noche anterior.

Abrió un ojo y lo primero que vio fue a Naïra, durmiendo a su lado con cara de feliz cumpleaños y el pelo revuelto como si hubiera peleado contra un ventilador en reversa. Ella, en su idioma natal —el de los sueños profundos y las sábanas revueltas— sonreía como si acabara de entender el sentido del dulce de leche.

Jorge, abombado pero contento, se fue a la ducha. Mientras el agua le caía como una lluvia tibia de dudas, pensó:

—"¿Somos novios? ¿Hay noviazgo interplanetario? ¿Tengo que pedirle permiso al Consejo Galáctico?"—

Salió del baño, más confundido que limpio, y llamó al desarmadero de Lanús. Lo atendió el Beto, que le informó, entre mate y puteada con otro empleado, que las juntas llegarían a primera hora de mañana.

—"¿Mañana a primera hora tipo 9 o tipo 14 con resaca de feriado?"— preguntó Jorge.

—"Mañana a primera hora tipo si Dios quiere. ¿Qué se yo? ¿Vos viste como es el correo en este país?"— contestó Beto, que era creyente, pero no tanto como para madrugar.

Cuando colgó, Jorge, que no sabía muy bien cómo se le decía “¿querés ser mi novia?” a Naïra en su idioma sin sonar como un boludo, entonces optó por un clásico argentino: la panadería.

Dirigiéndose a la rubia despampanante, le dijo: —"Te voy a llevar a conocer un desayuno que hace patria"— infló el pecho como si le hubiese ganado a Alemania en los penales.

—"¿Desayuno de guerra?"— preguntó Naïra, confundida.

—"No, de gloria"— corrigió Jorge.

Y así, cruzaron el barrio hasta la panadería de Don Chiche, templo de la medialuna bien enmantecada y café con leche servido en taza grande con asa rota. Naïra, al primer bocado, se quedó dura. Después tragó y dijo:

—"Esto... esto... ¡es mejor que el oxígeno sintético del módulo de descanso!"—

Y Jorge, emocionado, le dio otra medialuna como quien ofrece su corazón en forma de hidrato de carbono.

Durante el almuerzo, hablaron de muchas cosas. Naïra le contó de su planeta, donde todo era eficiente, pulcro y sin discusiones por políticos corruptos. Jorge, de su parte, le explicó lo que era un piquete y cómo funcionaban las facturas sin boleta. Ella lo escuchaba fascinada, como si la corrupción argentina fuera un exótico arte milenario.

—"A la noche hay una juntada con los pibes. Te voy a presentar como mi prima nórdica"— dijo él, intentando evitar explicaciones complejas sobre el origen estelar de su nueva... ¿novia? ¿socia cósmica?

La fiesta se hizo en lo de Fabián, que vivía con la madre pero la hacía pasar por tía para poder tomar cerveza tranquilo. Tito estaba a cargo de la música, o sea, puso un pendrive con una playlist llamada “Cumbia para conquistar”. Al ver a Naïra, todos los machitos del grupo se pusieron en modo depredador amistoso.

—"¿De qué parte de Escandinavia sos, bomba?"— le tiró uno, con acento de Lanús.

—"De más allá de Orión"— contestó ella, tomando mate por primera vez como si fuera un brebaje sagrado.

—"¿Eso queda cerca de Avellaneda?"— preguntó otro, rascándose la cabeza.

Marita, la compañera de oficina que nunca le había dado pelota a Jorge porque “era demasiado bueno”, apareció sola, con cara de que le habían cancelado el plan original. Cuando vio a Naïra —alta, rubia, y con un aura que ni las publicidades de shampoo tenían— se le frunció el ego.

—"¿Quién es esa?"— le preguntó en voz baja a Fabián.

—"La prima nórdica de Jorge."—

—"¿Desde cuándo tiene primas nórdicas Jorge?"—

—"Desde que dejó de ser boludo, aparentemente."
se cagó de risa Fabián.

Mientras tanto, Naïra cantaba el estribillo de una cumbia:

—“No te creas tan importanteee, ya no te pienso todo el díaa...”—

Después, sin inmutarse, le gritó entre risas al delivery que recién llegaba:

—"¡Flaco! ¡Les dije sin aceitunas! ¿Son boludos o están haciendo méritos?"— Al delivery le importó tres pepinos.

Jorge
la miraba con una mezcla de orgullo, miedo y amor. Ella ya no era solo una visitante espacial. Era una argentina más. Y de las jodidas.

De vuelta en el departamento, el perro Rolo olfateó a Naïra con desconfianza. La miró con esos ojos de perro celoso que entienden todo.

—"¿Qué pasa, Rolito? ¿Te ponés celoso?"— le dijo Jorge, mientras Naïra le daba un huesito espacial que había traído como souvenir.

Rolo aceptó el gesto, pero gruñó en silencio. No tanto por celos de amor. Más bien porque ya nadie lo llevaba a la plaza, y ahora tenía competencia por el sillón.

Y así, entre mates compartidos, medialunas sagradas, cumbias reveladoras y deliverys gritados, Naïra empezaba a entender lo que era ser argentina.



Cuento SciFi - Humor: "La 'Bomba' de Sirius"
Capítulo 6 – Amor, hologramas y despedidas

Las juntas llegaron.

Arribaron como una promesa política que se cumple sin querer, en una bolsita aceitosa, el empleado del desarmadero se las entregó con cara de haber visto cosas peores que el tráfico de la Avenida General Paz.

Jorge las recibió como quien recibe un hijo pródigo: con lágrimas contenidas, manos sucias y la llave inglesa aferrada como si fuera el sable de San Martín.

—"¿Estas son las originales?"— preguntó, oliéndolas.

—"Son las que había, papá"— respondió el cadete, que no entendía nada pero igual asentía, como corresponde a la juventud precarizada.

Esa tarde, bajo el sol que tostaba chapas y quemaba intenciones, Jorge terminó de reparar la nave.

Apretó la última tuerca con ese gesto de satisfacción que solo tienen los técnicos y los artistas del empedrado. Uno de los extraterrestres, cuyo nombre era impronunciable pero a quien todos llamaban “Luis” porque usaba medias con sandalias, subió, encendió el motor comprimido y lo aceleró dos o tres veces como quien prueba un Fiat 600 antes de ir a la costa.

—"Suena parejito"— dijo Jorge, orgulloso.

—"Tiene un retorcito en neutro, pero lo vamos afinando"— respondió Luis, que ahora también decía “retorcito”. Luis había subido cinco kilos en tres días. Se había hecho adicto a la empanadas. Todo un récord.

Todos subieron a probar la nave, por supuesto. Salieron a la estratósfera, llegaron a la luna, y regresaron. Todo en menos tiempo del que tarda una pizza en llegar fría. Naïra, con los ojos vidriosos, miraba a Jorge desde el asiento de copiloto.

Más tarde, cerca de la noche, la rubia fue al departamento de Jorge. Fueron a la terraza, para ver las estrellas, tomar algo de fresco y chupar Fernet con ColaLoca.

—"Me tengo que ir, Jorgito."— dijo, con ese tono de novia intergaláctica que sabe que las despedidas duelen aunque haya propulsión cuántica. —"Podés venir conmigo si querés..."— sugirió Naïra, más esperanzada que convincente.

Jorge miró el barrio desde la terraza de su edificio. Vio al carnicero rociando la vereda, a Doña Lidia colgando calzones tamaño frazada, a un nene pateando una pelota que jamás iba a llegar a ser gol. Y vio a Rolo, su perro, con la panza arriba y cara de “¿te vas a ir con esos marcianos, gil?

—"¿Y dejar el horno pizzero, el fernet con coca, los asados de los domingos, y los cortes de luz que nos hacen hablar con los vecinos? No, reina... Argentina es una condena hermosa"— respondió Jorge, con lágrimas que no sabía si eran de emoción o del gas de soldadura.

Naïra se conmovió. Conmovida en serio, no como cuando le dieron dulce de batata con queso y creyó que era una trampa mortal. Antes de irse, le dejó un regalo: una réplica holográfica de sí misma. Pero como toda inteligencia artificial con acento adquirido, algo fallaba.

—"¿Qué hacé’, wachín? ¿Tamo’ ready pal delivery?"— decía el holograma a cada rato, mientras pedía comida por la app “MorfaloYa!” cada 15 minutos y le gritaba al aire: —“¡ya fue, que traigan otra fugazzeta, vieja!”—

Cuando se fueron, la nave despegó sin mucho show, sin fanfarria ni banda militar. Solo un vecino de enfrente gritó —“¡Bajame la pelota, loco!”— al ver la estela brillante.

Pasaron un par de días. Jorge siguió trabajando, ajustando cosas que no necesitaban ajuste, soldando por gusto, hablando solo en voz alta como hacen los solteros o los sabios. Pero ahora lo hacía con una sonrisa. Marita intentaba congraciarse con él, pero Jorge ya no le daba mucha bola.

Por las noches, al volver a su departamento, lo esperaba una escena que lo desarmaba: Rolo, su perro, dormía abrazado al proyector holográfico de Naïra, como si fuera una almohada que decía boludeces.

Cada tanto, cuando sonaba el timbre con cajas de comida que nadie había pedido, Jorge sabía que desde algún rincón del universo, Naïra le mandaba empanadas o sánguches de miga.

El cuento podría terminar ahí. Pero no. Una mañana, mientras tomaba mate con bizcochitos dulces y escuchaba cumbia filosófica, recibió un paquete por “TruequeLibre”. Adentro, había un boleto brillante como ojotas nuevas que decía:

“Pasaje de ida y vuelta para cada fin de semana.
 Ida Viernes 21 hs: Tierra–SiriusB
 Vuelta Domingo 21hs: SiriusB-Tierra"


Una nota aparte decía "Este viernes traé empanadas para todos.”. La firmaba Naïra.

Tenía además una huella digital en forma de corazoncito y olor a perfume galáctico con fondo de parrilla.

A las 21, lo pasaron a buscar puntuales. Por la terraza. Porque en el amor, como en el delivery, siempre hay que dejar instrucciones claras.

FIN








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