El laberinto de la vida
La vida es un laberinto secreto y oculto a los ojos de los que no pueden distinguir entre las luces y las sombras.
Esta hecha de pasillos que se bifurcan, se cruzan, se repiten, y a veces nos devuelven, como en un juego cósmico, al punto de partida. En ese intrincado tejido de azares y repeticiones, los hombres caminan sin mapa, guiados por intuiciones que no saben si son recuerdos o profecías.
Andamos a tientas, rozando los muros del tiempo, buscando un hilo que nos conduzca no al centro, que quizá no existe, sino a un sentido, aunque sea momentáneo. A veces el destino se presenta en forma de puerta abierta con un umbral incierto que nos llama, y la promesa de lo desconocido. Otras veces, hay un muro infranqueable que interrumpe nuestra marcha y nos obliga a retroceder. Pero incluso los muros enseñan; y quizá son más instructivos que las puertas.
Porque en esta travesía, no estamos perdidos. Todo lo contrario: vagamos, sí, pero siempre estamos en camino. Porque todo desvío es parte de la ruta.
Y en ese andar que es también devenir, el hombre cambia. No cambiar es una forma de morir. El cambio no es traición a lo que fuimos, sino la única manera de ser. Porque lo que llamamos "yo" no es una entidad fija, sino un río que se renueva de vida sin cesar. Cada instante nos transforma, aunque no lo notemos. Crecer no es más que obedecer las leyes secretas de lo que está vivo.
Como el árbol que se curva hacia la luz que no ve, o la piedra que el río pule hasta volverla suave, el hombre también está hecho para la transformación. Echar raíces no es anclarse en la quietud, sino prepararse para elevarse con firmeza para ver los rayos del sol. La evolución es el modo que tiene la vida de hablar a través de nosotros.
Los hay que cambian con lentitud mineral, y los hay que cambian con la violencia de la tormenta. Pero en ambos casos, el cambio es una señal de que la vida aún los habita. Ser siempre el mismo, como los personajes de las leyendas o los sueños, no es virtud, es rigidez. Y la rigidez es la antesala del olvido.
Porque si la vida fuera inalterable, ¿para qué nacer? Venimos al mundo a vivir sus etapas: la infancia sin memoria, la juventud de los espejismos, y la vejez que nos devuelve, resignados, al umbral de lo eterno. Cada etapa es un pasillo del laberinto; y si miramos con atención, veremos que cada una contiene ecos de las otras.
Cambiar no debe ser una imposición. El verdadero cambio es natural, como la erosión o la aurora. Pero podemos disponernos a recibirlo. Abrirnos al devenir es habitar el laberinto sin temor, confiando en que toda bifurcación es una posibilidad. Cada paso, cada error, cada hallazgo, nos revela un rostro nuevo en el espejo del yo.
Confiamos, entonces, en la vida como en un texto escrito por una mano invisible. Hacemos de la curiosidad nuestra brújula, y del cambio nuestro aliado. Y si un día sentimos que hemos vuelto al principio, recordamos que nosotros ya no somos los mismos que partieron. Porque todo viaje auténtico nos transforma.
Y así, sin saberlo, la vida nos va preparando para el último giro del laberinto, ese que no lleva al final, sino al centro de todo. Ese que algunos llaman inmortalidad.
Sea lo que sea que eso signifique.
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