Desde el Umbral
He muerto. O eso dicen los relojes.
El corazón, ese tambor de carne y sangre, cesó su marcha.
Y fui soltado, como quien libera una palabra al viento
sin destino y sin regreso.
No hay ningún túnel, no hay jueces ni balanzas,
solo un silencio infinito que no pesa ni lastima.
Pero en ese negro y ciego silencio,
algo se encendió.
Y descubrí, ¡oh maravilla triste!, que fui mezquino en mi amor.
Lo intenté, como quien trata de dar agua con las manos rotas.
Amé con la torpeza de un ciego que acaricia el rostro de una estatua,
y creí que eso había sido suficiente.
Ahora, en la oscuridad infinita donde no hay norte ni sur,
donde el tiempo se repliega como un pergamino olvidado,
mi amor se ha multiplicado como los granos de arena
de una tormenta interminable y vital.
Estoy, así es, más vivo que nunca.
No en un cuerpo, pero en un estado que no sabría ni nombrar.
He escapado del tirano pulso de los días,
del imperio de la antigua gravedad,
de las leyes que me encerraban en el barro.
No sé si hubo dios, ni si lo habrá.
Pero este amor inmenso que ahora me envuelve
basta para abrazarte a ti y al mundo entero.
Los justos y los crueles, los solitarios,
los que duermen con hambre, frío y dolor.
A todos os amo. Sin medida, sin causa y sin final.
Y si existe el Paraíso que los profetas anunciaron
entonces ya estoy en él.
Porque la paz me ha encontrado sin templos,
sin promesas, sin vacíos.
Y estoy aquí, esperándote.
A ti, que dudaste de mí.
A ti, que me amaste en silencio.
A los que pasaron junto a mí
como sombras fugaces de una tarde.
Estoy en esta puerta sin aldaba,
en un umbral sin guardián.
Con los brazos abiertos esperando
y el alma desnuda en un poema sin firmar.
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