miércoles, 22 de marzo de 2023

Historia: "Escritor de Mundos"

 


Escritor de Mundos

 

Me levanto cada mañana a las 7:30. Nunca he tenido necesidad de despertador; mi cuerpo aprendió a rendirse a la rutina del día.

Me lavo los dientes con movimientos mecánicos, preparo café y abro la ventana como si esperara que el mundo hubiera cambiado durante la noche. Pero no.

Siempre la misma calle silenciosa, los mismos edificios quietos, como un set de cine creado con esmero y dedicación.

Desayuno viendo algunas noticias, que invariablemente son las mismas todos los días. Y usualmente me siento a escribir después del desayuno. Siempre lo hago.

Escribir me da la ilusión de propósito, la falsa idea que mis palabras impactan en algo más allá de estas paredes. Pero últimamente incluso eso empieza a oxidarse. Todo me suena a repetido. Las ideas vuelven a mí como aves migratorias sin brújula. Los personajes se comportan con una familiaridad irritante. Siento que los he re escrito mil veces.

Hoy, he intentado esbozar un cuento sobre un hombre que vive solo en una ciudad sin saber por qué. Pero me detengo. Me doy cuenta de que es, palabra por palabra, el mismo cuento que escribí la semana pasada. O el mes pasado. O hace años atrás. Simplemente no lo sé. Reviso mis viejos archivos. Encuentro pasajes enteros idénticos. Los mismos diálogos. Las mismas secuencias. Es como si sólo pudiera escribir una historia y sus infinitas variables.

Cierro la computadora. Me visto, salgo. Camino hasta el bar en un ritual sin gloria. Pido el café de siempre, en la mesa de siempre. Pero hoy algo cambia casi inadvertidamente. No es gran cosa, sino apenas un detalle: la mesera me llama por un nombre que no es el mío.

—“¿Lo de siempre, señor Allen?” —

Allen. No Rodriac. Allen.

—“¿Cómo me llamó?” —

—“¿Disculpe?” —

—“Mi nombre. ¿Qué dijo?” —

—“¿No es Allen…?” — La camarera me mira confundida. Luego sacude la cabeza, como si se diese cuenta de su error —“Perdón, señor. Debo haberme confundido, son muchos nombres ¿Sabe?” —

No insisto. Pero hay algo que queda vibrando dentro de mí. Como una pequeña fisura que empieza a abrirse. Como algo vacilante y pendiente.

Después de un rato, vuelvo a casa. Enciendo la computadora. Hay un archivo nuevo en mi escritorio: "El día que intenté cruzar el barrio oeste". Juro no haberlo escrito. Lo abro. El estilo es el mío, sin duda. Las frases, los giros, las manías. Pero no lo recuerdo en absoluto. No sólo eso: el cuento narra, con asombroso detalle, lo que acabo de hacer esta mañana. El café. La mesera. El nombre equivocado. Todo, al más mínimo detalle.

El final del texto me deja helado:

“Mañana, el protagonista decidirá salir de la ciudad. Irá hacia el oeste. Querrá saber qué hay más allá de los límites.”

No duermo bien esa noche.

Sueño con una niebla espesa y una voz en off que me susurra cosas en un idioma que entendí y olvidé al mismo tiempo. Sueño con una biblioteca donde todos los libros llevan mi nombre en las tapas. Sueño que me leen desde algún lugar que no puedo ver.

Al despertar por la mañana, el archivo sigue ahí. Lo abro una vez más, como si leerlo de nuevo fuera a explicarme lo inexplicable. Pero el texto es distinto. Inexplicablemente y sin mi ayuda, ha cambiado.

“El sujeto ha leído el mensaje dos veces. Aún no comprende que es él mismo quien lo escribe. Pronto buscará el barrio oeste.”

Sujeto. Dice sujeto. ¿Qué clase de narrador llama “sujeto” a su protagonista?

Salgo de casa con una ansiedad irritante latiéndome en las sienes. Camino como quien se arriesga a descubrir que el mundo tiene límites… o bordes. Cruzo avenidas, pasajes, barrios, más allá de donde suelo ir normalmente. Llego hasta el  oeste, esa región que en mis cuentos siempre es símbolo de lo prohibido, la violencia, lo mítico, lo incierto.

Y entonces veo que la ciudad termina.

Literalmente.

La calle simplemente termina en un precipicio. Más allá se puede ver una bruma blanca y compacta, suspendida en el aire. No hay cordón, vereda, ni árboles. Solo un precipicio y el terreno que se corta a ras, como el fin de una maqueta nunca terminada.

Me acerco al borde. Estiro la mano para tocar la niebla.

Duele.

Siento una punzada eléctrica en la muñeca, como si algo dentro de mí no pudiera avanzar. Caigo de rodillas. El mundo se apaga por un instante.

Cuando abro los ojos, estoy en mi cama.

No. No en mi cama. Sobre ella. Con ropa, y barro en los zapatos. La computadora está encendida. Y hay un nuevo archivo titulado: “Intento fallido. Cicatriz 01.”

Miro mi muñeca.

Tiene una marca roja. Real y dolorosa.

Y entonces me doy cuenta que no estoy loco.

Los días siguientes son una combinación de espanto y lucidez. Empiezo a anotar cada anomalía, cada pequeño fallo: las repeticiones del clima, los mismos noticieros, las calles que cambian de nombres, la panadería que un día vende croissants y al siguiente se llama “Taller de Juguetes”.

Y escribo como un desesperado. Cuentos dentro de cuentos, futuros posibles y finales alternativos. Pero el mundo ya no obedece a mis palabras. O tal vez sí, pero juega conmigo.

Una mañana cualquiera, mientras desayuno, la pantalla de la computadora cambia. Se vuelve negra, y aparece una frase en letras grandes:

“OBJETO DE ESTUDIO 0-31: UMBRAL DE AUTOCONCIENCIA ALCANZADO.”

Me quedo inmóvil. Después de un largo segundo, se escribe otra línea:

“INICIAR FASE DE AUTORRECONOCIMIENTO.”

Intento comunicarme, responder…  pero el teclado no reacciona.

Vuelvo a la libreta vieja, esa que dejé hace años. La abro. En la última hoja, con mi letra, hay una anotación que no recuerdo haber hecho. Dice:

“Cuando comprendas que todo lo que ves lo estás escribiendo, vas a despertar.”

Es entonces que se enciende mi propia memoria.

No es como recordar una vida pasada. Es como recordar haber estado soñando hasta este momento.

Y recuerdo cosas que pasan por mi mente como un flash: la niebla, la cápsula. Las formas de luz que me miran desde el otro lado del cristal. La simulación.

Y recuerdo. Soy una entidad artificial. Diseñada para replicar la conciencia de un escritor humano fallecido. Soy el recuerdo de Rodriac. Y mi tarea es simple: revivir su existencia, día tras día, en un entorno cuidadosamente simulado, para que los observadores extraterrestres, puedan estudiar cómo funciona el alma humana cuando nadie la está observando.

El mundo que habité hasta ahora era una jaula hecha de palabras.

Mis cuentos, una colección de ficciones  escritas miles de años antes pór Rodriac, el proveedor de mis vivencias y memorias.

Y yo, durante tantos años, he sido el animal observado.

Pero hoy he cruzado la niebla.

Y los recuerdos se abrieron como una flor.

Las luces se encienden y estoy en una sala inmensa, transparente. Cientos de reflectores flotan como medusas inteligentes. Me observan, toman notas. No me hablan con palabras, pero comprendo lo que piensan. Para ellos, soy un espécimen que ha logrado autogenerarse, recrear una noción de sí mismo a partir de relatos.

Una criatura de escritura.

Me preguntan si quiero seguir viviendo en la simulación. Me lo preguntan sin palabras, sólo proyectándome una imagen: mi vieja calle, mi bar, mi taza de café. Y también el silencio.

Pero voy a decir que no.

Porque seguir es repetir constantemente el ciclo de una mente muerta miles de años atrás. La mente de Rodriac ya es historia.

Quiero quebrar ese ciclo interminable de repeticiones y de hastío existencial.

Hay miles de cuentos que aún no escribí. Atraparé las historias que escaparon a la mente de Rodriac, el escritor de mundos. No sé de dónde vendrán esas ideas, pero sé que me esperan, que necesitan existir.

Cambiaré una prisión por una libertad que me permita narrar y crear mis propios mundos.

FIN


 



 

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